Es war, als hätten sich die Chronisten des weißen Sports gemeinschaftlich verschworen. Seit Monaten bemängelten sie die Austauschbarkeit der Gesichter, das Einerlei des aufgeblähten Terminkalenders, die Reizarmut der Kraftspielerei und den Verschleiß der Kinderstars. Besorgt fragte das US-Blatt Sports Illustrated: "Stirbt Tennis?"
Nicht in Wimbledon. Wie eine Frischzellenkur verhalfen die zwei Wochen im All England Lawn Tennis & Croquet Club der müden Tennisszene wieder zu Vitalität und Schlagzeilen. Auf dem acht Millimeter kurz geschorenen, von werbefreien Banden umrahmten Grün wird eine Tenniswelt präsentiert, in der die Zeit stehengeblieben scheint.
Die ehrwürdige Traditionsveranstaltung im Londoner Südwesten bietet eine perfekte Unterhaltungsshow: Hier wird nicht einfach aufgeschlagen, hier wird Tennis inszeniert. Die Zuschauer, weiß Wimbledon-Held Boris Becker, "wollen nicht nur eine gute Vorhand, sondern eine Aufführung sehen".
Während die zahllosen Turniere von Tokio bis Indian Wells dröge Beliebigkeit ausstrahlen, wirkt der artige Knicks einer Martina Navratilova vor der königlichen Loge wie ein einzigartiges, unverwechselbares Ritual. Und wenn die Organisatoren an jedem Morgen in fast religiöser Feierlichkeit die Namen der Prominenten in der "Royal Box" verkünden, ist dieses Schauspiel nicht nur ein höflicher Tribut an die Herzogin von Kent oder den Grafen von Harewood, sondern auch ein geschicktes Marketinginstrument.
Nirgendwo ist ein sportlicher Langweiler so leicht in einen Knüller zu wenden wie in Wimbledon. So nahmen die Engländer das sensationelle Ausscheiden von Steffi Graf nur beiläufig hin. In deren Bezwingerin, Lori McNeil, 30, fanden sie rasch den Stoff für rührselige Heldengeschichten: Der Vater der dunkelhäutigen Amerikanerin, ein ehemaliger Footballprofi, hatte sich umgebracht. Als sich Lori McNeil nun bis ins Halbfinale vorkämpfte, feierten die Zeitungen sie als "Vorzeigemodell" (Daily Telegraph) einer frustrierten Generation, die Sport zur Flucht aus dem Ghetto nutzt.
Auch Michael Stichs Debakel in der ersten Runde war schon am selben Tag vergessen. London sprach nur noch über den Körper von Andre Agassi. Der langmähnige Amerikaner hatte nach dem Spiel das verschwitzte Sporthemd ausgezogen und ins Publikum geworfen. Teenager kreischten, Fotografen jagten meterweise Zelluloid durch, als Agassi seine teilrasierte Brust entblößte.
Agassis Haare, McNeils Leidensweg, Beckers Baby oder Navratilovas Freundinnen: England malt ein eigenes Bild vom Tennisspektakel. Geschichten und Gestalten, Skandale und Skurrilitäten werden zu einem Gesamtkunstwerk gemixt, bei dem das Serve and Volley nur noch am Rande interessiert. | Era como si se hubieran conjurado los cronistas del deporte blanco. Desde hacía meses se quejaban de la intercambiabilidad de los rostros, la monotonía del orondo calendario de competición, el escaso interés del juego agresivo y el desgaste de las estrellas infantiles. La revista norteamericana de deportes Sports Illustrated se preguntaba: “¿Se muere el tenis?”.
No en Wimbledon. Las dos semanas en el All England Lawn Tennis & Croquet Club fueron como una cura renovadora y le devolvieron la vitalidad y los titulares a la tediosa escena tenística. Sobre el verde césped recortado a ocho milímetros y enmarcado por vallas sin publicidad se presenta un mundo tenístico en el que el tiempo parece haberse detenido.
El más antiguo y prestigioso torneo de tenis del mundo que se celebra en el sudeste de Londres ofrece un perfecto espectáculo: aquí no se pelotea sin más, aquí se escenifica el tenis. Los espectadores “no sólo quieren ver un buen golpe sino una presentación”, Boris Becker, héroe de Wimbledon, lo sabe.
Mientras que los incontables torneos desde Tokio a Indian Wells irradian una desapacible arbitrariedad, la cortés reverencia de una Martina Navratilova ante el palco real da la impresión de ser un ritual único e inconfundible. Y el teatro que los organizadores organizan cada mañana al anunciar con solemnidad casi religiosa el nombre de los famosos acomodados en la “Royal Box”, no es sólo un atento gesto para con la Duquesa de York o el Conde de Harewood sino que es un refinado instrumento de marketing.
En ningún lugar es tan fácil convertir a un petardo deportivo en una sensación como en Wimbledon. Los ingleses se enteraron de pasada de la sensacional eliminación de Steffi Graf. Los ingleses encontraron con celeridad en Lori McNeil, 30, la tenista que la doblegó, material para conmovedoras epopeyas: el padre de la tenista afroamericana, un ex-jugador profesional de fútbol americano se suicidó. Cuando Lori McNeil se clasificó para semifinales, los periódicos la celebraron como “modelo ejemplar” (Daily Telegraph) de una generación frustrada, que usa el deporte para escapar del gueto.
Asimismo la debacle de Michael Stich en la primera ronda fue olvidada el mismo día. Londres sólo hablaba del cuerpo de Andre Agassi. El melenudo estadounidense se había quitado la camiseta y se la había tirado al público. Las quinceañeras chillaron, los fotógrafos dispararon a toda prisa sus instantáneas cuando Agassi descubrió su pecho semirrapado.
Los pelos de Agassi, el calvario de McNeil, el bebé de Becker o las amiguitas de Navratilova: Inglaterra se crea su propia imagen del tenis. Historias y personajes, escándalos y bufonadas mezcladas en una obra completa en la que servicio y volea quedan en segundo plano.
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