Pour ma mère que je n’avais pas vue depuis ma naissance, le séjour de La Rochelle fut aussi l’occasion de la découvrir en entier. Je ne laissai pas, d’abord, d’être surprise qu’elle ne m’eût embrassée que deux fois, et seulement au front, après cette séparation assez longue ; encore ne devinais-je pas que ces deux baisers seraient les seules que je recevrais d’elle en ma vie. Je la trouvais aigre dans ses propos et impatientée des rires inconsidérés qui me prenaient devant les fantaisies de mes frères. « Décidément cette enfant n’est pas belle, dit-elle un jour devant moi à mon frère Constant, elle n’a que des yeux ; ils lui mangent la figure ; c’est une démesure fort ridicule».
Ce ne fut, cependant, que quelques jours après mon arrivée que ma réserve à son endroit devint une franche aversion : ce changement vint de la manière dont elle crut me devoir mener à l’église. Je n’avais jamais entendu la messe mais je sentais plus de curiosité que d’hostilité et, bien que je fusse allée parfois au prêche avec les Villette, je ne me croyais pas huguenote. Ma mère me mena à l’église comme elle m’eût menée au cachot : avec des menaces et une poigne serrée sur ma main. Je n’étais pas naturellement docile et ma nature comportait un fond de rébellion que l’usage de la force réveillait. Ma mère parvint, par sa méthode, à ce beau résultat que, sitôt que je fus dans l’église, je tournai le dos à l’autel. Elle me donna un soufflet ; je le portai avec un grand courage, me sentant glorieuse de souffrir pour ma religion. A l’égard de la messe, cette résistance ne dura pas car elle était sans fondement, mais je ne revins jamais de l’aversion pour ma mère que fit naître cette aventure. | Para mi madre, a quien no había visto desde que nací, la estancia en La Rochelle fue también la oportunidad de descubrirla por completo. Para comenzar, no dejaba de sorprenderme que sólo me hubiera besado dos veces, y sólo en la frente, después de una separación tan larga. Todavía no era capaz de darme cuenta de que esos dos besos serían los únicos que recibiría de ella en toda mi vida. Sus palabras estaban llenas de amargura y se impacientaba por las risas desconsideradas que me provocaban las fantasías de mis hermanos. "Desde luego, esta niña no es guapa", dijo un día delante mío a mi hermano Constant, "dos ojos es lo único que tiene. Se le comen el rostro. Es una desproporción ridícula".
Sin embargo, no fue hasta días después de mi llegada que mis reservas hacia ella se convirtieron en una verdadera aversión. Este cambio se produjo por la forma en la que ella creyó que debía llevarme a la iglesia. No había escuchado nunca la misa pero sentía más curiosidad que hostilidad y, aunque había ido a veces a la prédica con los Villette, no me consideraba como un hugonote. Mi madre me llevó a la iglesia como si me llevara a una celda de castigo: con amenazas y el puño apretado sobre mi mano. Yo no era dócil por naturaleza y mi naturaleza estaba dotada de un fondo de rebelión que el uso de la fuerza despertaba. Mi madre logró gracias a su método que, tan pronto como entré en la iglesia, le diera la espalda al altar. Me dio una bofetada. Yo me comporté con gran valentía, sintiéndome orgullosa de sufrir por mi religión. Respecto a la misa, esta resistencia no duró porque no tenía fundamento alguno, pero jamás desapareció la aversión hacia mi madre que hizo aflorar esta aventura. |