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Jul 26, 2024 (posted viaProZ.com): Working on 2nd novel in trilogy of science fiction, Spanish to English, 140k words, for a self-published author....more »
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Spanish to English: El milagro del Manzanares - The miracle of the Manzanares General field: Other Detailed field: Journalism
Source text - Spanish El milagro del Manzanares que veinte ciudades quieren replicar para recuperar sus ríos moribundos
Ecologistas en Acción ha elaborado una veintena de proyectos para ayuntamientos que alteraron sus ríos el siglo pasado y han perdido su biodiversidad
Aunque no es la primera obra de renaturalización en España, el Manzanares ha impulsado la conciencia sobre el poder de la entrada de la naturaleza en el corazón de las urbes
Exclusivo para socias y socios
Siete años después de la reforma del río Manzanares a su paso por la ciudad de Madrid, la vida se ha abierto paso en un río que durante décadas esquivaron los vecinos. Algunos árboles alcanzan ya los veinte metros, se han avistado más de un centenar de especies de aves e incluso algunos afortunados pueden cruzarse los zorros que bajas desde el monte de El Pardo. Santiago Martín Barajas, encargado del río Manzanares de Ecologistas en Acción, fue uno de los artífices de este proyecto, que la organización ofreció gratis al Ayuntamiento de Madrid cuando gobernaba Manuela Carmena (Más Madrid) y que todavía hoy, con un gobierno del PP, tiene el apoyo unánime del consistorio. El ingeniero agrónomo y activista ambiental reconoce que la recuperación del tramo urbano del Manzanares ha sido "mucho más rápido de lo esperado", y ahora tratan de replicar los resultados en una veintena de ríos de todo España.
La renaturalización de los ríos consiste en devolver el cauce a su estado original, dentro de lo posible, para tratar de recuperar las platas y los animales que desaparecieron por la transformación de las ciudades tras la revolución industrial. Este miércoles se han reunido en Madrid, convocados por Ecologistas en Acción, numerosos expertos que participan en este proceso, y coinciden en que esta tendencia es imparable en España porque la población abraza la llegada de la naturaleza al centro de las urbes. El caso del Manzanares es seguramente el ejemplo de mayor éxito de una reparación de un río contaminado en el país, aunque ya hay otras ciudades como Melilla o Barakaldo que tienen obras en marcha, y Ecologistas ya ha preparado 20 proyectos en 13 comunidades.
Estos dosieres los prepara personalmente Santiago Martín Barajas junto a otro ingeniero de montes de la organización y con apoyo de ecologistas locales, y los ceden a los ayuntamientos para que los ejecuten. "Las ciudades europeas se instalaron junto a los ríos para aprovecharlos, pero dejaron de ser útiles y pasaron a ser casi un estorbo, especialmente los pequeños. Pero en los años 90 se dieron cuenta de su importancia no solo para la naturaleza, también para la salud. El Manzanares anima cada día a decenas de miles de personas", afirma Barajas. En la mesa redonda también estuvo Elena Pita, directora de la Fundación Biodiversidad, también apuntó a la que la recuperación del cauce original del río evita inundaciones. "Las ciudades se han diseñado sin tener en cuenta la naturaleza y eso las ha hecho tremendamente vulnerables", dijo la representante de este organismo público.
La obra millonaria de Madrid ha sido una referencia que ha animado a muchos ayuntamientos a seguir sus pasos, aunque antes ya se hicieron obras de este tipo en ciudades como León (río Bernesga) y en Burgos (río Arlanzón). El caso del Manzanares demostró que incluso un río con poca agua y destrozado tras décadas convertido en una piscina, podía recuperarse en cuestión de meses. Hasta 2017, el cauce a su paso por la capital estaba regulado por varias compuertas que estancaban en agua y convertían el río en un desagüe de la ciudad y un nido de mosquitos en verano. Solo hizo falta abrir todas las presas y acondicionar el lecho para que volviese la vegetación. Ya hay 10.000 árboles en el tramo urbano y el agua pierde el 60% de los nitratos y fósforos al pasar por este filtro natural. "Sale de la ciudad más limpia de lo que entra”, apunta Barajas. Con ello también regresaron las aves (121 especies), los mamíferos (nutrias, erizos, zorros…) y los peces (el barbo y el gobio, entre otros). "Volvieron incluso especies de peces autóctonas que desplazaron a las invasoras, el primer caso en el que ocurre esto en España", añade el experto.
También asistieron al encuentro las concejales de Medioambiente de Barakaldo y de Getafe, dos ciudades que trabajan con Ecologistas en Acción para renaturalizar sus ríos. Las administradoras, ambas del PSOE, coincidieron en que sus urbes han vivido durante muchos años "de espaldas" a sus ríos porque el agua era sinónimo de malos olores y contaminación. Barakaldo está encajonada entre tres ríos que durante el siglo pasado estaban rodeados de los altos hornos, que usaban el agua para refrigerar las fábricas. En Getafe, los vecinos nunca se han sentido conectados con el Manzanares porque está a las afueras de la ciudad, pero el Ayuntamiento quiere ahora acondicionarlo como una zona de paseo, y está proyectado levantar allí el mayor bosque de ribera más grande de Europa y una calzada romana.
La financiación de estas obras corre luego a cargo de los presupuestos municipales, aunque reciben ayudas millonarias de diferentes fuentes. El Ministerio de Transición Ecológica publicó en julio la estrategia nacional de restauración de ríos, que pretende recuperar y conectar 3.000 kilómetros de ríos, con 400 millones de euros para renaturalización urbana. La Fundación Biodiversidad también ha dado otros 195 millones de fondos europeos a 74 proyectos desde 2021, y reiteran que el interés es muy grande en España: recibieron 393 propuestas, pero el presupuesto se agotó mucho antes. El coste es uno de los elementos que se trató en la jornada, ya que recuperar un río urbano supone dedicar permanentemente recursos para controlar el caudal del agua, su composición química y limpiar la basura que caiga al cauce.
Los ecologistas también aprovecharon para hacer un llamamiento a alcaldes de toda España que tienen ríos completamente obsoletos. Por ejemplo, el fondo del río Zarpadiel a su paso por Medina del Campo se cubrió por completo con cemento y ahora está literalmente muerto. También se construyó a ambas orillas y no se respetó la llanura de inundación que permite que una riada no inunde la ciudad. Durante el coloquio se señalaron además varios casos de cauces que en la segunda mitad del siglo XX que se convirtieron en canales urbanos: el río Isuela a su paso por Huesca y el Vinalopo, en Elche. Además de acabar con la biodiversidad del río, estas obras de cemento absorben el calor y anulan la función del río de refrescar y enfriar la ciudad en verano, advierten los expertos.
Translation - English The miracle of the Manzanares that twenty cities want to replicate to recover their dying rivers
Ecologistas en Acción has drawn up some 20 projects for municipalities that altered their rivers in the last century and have lost their biodiversity.
Although it is not the first renaturation project in Spain, the Manzanares has raised awareness of the power of nature's entry into the heart of cities.
Exclusively for members
Seven years after the reform of the Manzanares River that runs through the city of Madrid, life has made its way into a river that for decades locals have avoided. Some trees are now twenty metres high, more than a hundred species of birds have been spotted and some lucky ones can even see foxes that come down from El Pardo mountain. Santiago Martín Barajas, in charge of the Manzanares river for Ecologistas en Acción, was one of the architects of this project, which the organisation offered free of charge to Madrid City Council when Manuela Carmena (Más Madrid) was in power and which even today, with a PP (Popular Party) government, has the unanimous support of City Hall. The agriculturalist engineer and environmental activist acknowledges that the recovery of the urban stretch of the Manzanares has been "much faster than expected", and now they are trying to replicate the results in about twenty rivers throughout Spain.
The renaturation of rivers consists of returning the riverbed to its original state, as far as possible, to try to recover the plants and animals that disappeared due to the transformation of cities after the industrial revolution. Numerous experts involved in this process met in Madrid on Wednesday, convened by Ecologists in Action, and they agree that this trend is unstoppable in Spain as the population embraces the return of nature to city centres. The case of the Manzanares is probably the most successful example of the repair of a polluted river in the country, although other cities such as Melilla (the autonomous Spanish city on the North African coast) and Barakaldo (Basque Country) already have works underway, and Ecologists are already preparing 20 more projects in 13 communities.
These dossiers are prepared personally by Santiago Martín Barajas together with other forestry engineers from the organisation, and with the support of local ecologists before handing them over to local councils to be implemented. "European cities settled along the rivers to take advantage of them, but they ceased to be useful and became almost a nuisance, especially the small ones. But in the 1990s they realised their importance not only for nature, but also for health. Every day, the Manzanares is used by tens of thousands of people," says Barajas. Elena Pita, director of the Biodiversity Foundation, was also present at the round table, she pointed out that the recovery of the original riverbed prevents flooding. "Cities have been designed without taking nature into account and this has made them tremendously vulnerable," said the representative of the public body.
The million-dollar project in Madrid has been a reference that has encouraged many city councils to follow in its footsteps, although similar projects have already been carried out in cities such as León (Bernesga river) and Burgos (Arlanzón). The Manzanares project showed that even a river with little water and destroyed after decades of being turned into a swimming pool, could recover in a matter of months. Until 2017, the riverbed as it ran through the capital was regulated by several sluice gates that held back water and turned the river into a city drainage system and a mosquito nest in summer. All that was needed was to open all the dams and prepare the riverbed for the return of vegetation. There are already 10,000 trees in the urban stretch and the water loses 60 per cent of its nitrates and phosphorus as it passes through this natural filter. "It leaves the city cleaner than it enters," says Barajas. Birds (121 species), mammals (otters, hedgehogs, foxes...) and fish (barbel and goby, among others) have also returned. "Even indigenous fish species have reappeared, displacing invasive ones, the first case of this happening in Spain," the expert adds.
The meeting was also attended by the councillors for the environment of Barakaldo and Getafe, two cities that are working with Ecologistas en Acción to re-naturalise their rivers. The councillors, both PSOE (The Spanish Socialist Workers' Party), agreed that their cities have lived for many years "with their backs turned" to their rivers because water was synonymous with bad smells and pollution. Barakaldo is squeezed between three rivers that during the last century were surrounded by blast furnaces, which used the river water to cool their factories. In Getafe, residents have never felt connected to the Manzanares because it is on the outskirts of the city, but the city council now wants to develop it as a walking area, and plans are underway to build Europe's largest riverside forest and a Roman causeway.
The funding for these works is to come from the municipal budgets, although they receive millions in aid from various sources. In July, the Ministry of Ecological Transition published the national strategy for river restoration, which aims to restore and connect 3,000 kilometres of rivers, with 400 million euros for urban renaturation. The Biodiversity Foundation has also given another 195 million in European funds to 74 projects since 2021, and they reiterate that interest is very high in Spain: they received 393 proposals, but the budget had already been exhausted. The cost is one of the elements discussed at the conference, as recovering an urban river means permanently dedicating resources to control the flow of water, its chemical composition and cleaning up the rubbish that makes its way into the riverbed.
The ecologists also took the opportunity to appeal to mayors from all over Spain who have completely obsolete rivers. For example, the bottom of the river Zarpadiel as it passes through Medina del Campo was completely covered with cement and is now literally dead. There has been construction on both banks, irrespective of the flood plain that prevented waters from inundating the city. During the conference, several cases of waterways that were converted into urban canals in the second half of the 20th century were also pointed out: the Isuela river as it passes through Huesca and the Vinalopó in Elche (Alicante). In addition to destroying the river's biodiversity, these concrete works trap heat and cancel out the river's function of cooling and refreshing the city in summer, experts warn.
Spanish to English: Paulo Pumilio General field: Art/Literary Detailed field: Poetry & Literature
Source text - Spanish Paulo Pumilio
Soy plenamente consciente, al iniciar la escritura de estos folios, de que mis contemporáneos no sabrán comprenderme. Entre mis múltiples desgracias se cuenta la de la inoportunidad con que nací: vine al mundo demasiado pronto o demasiado tarde. En cualquier caso, fuera de mi época. Pasarán muchos años antes de que los lectores de esta confesión sean capaces de entender mis razones, de calibrar mi desarrollada sensibilidad amén de la grandeza épica de mis actos. Corren tiempos banales y chatos en los que no hay lugar para epopeyas. Me llaman criminal, me tachan de loco y de degenerado. Y, sin embargo, yo sé bien que todo lo que hice fue equitativo, digno y razonable. Sé que ustedes no me van a comprender, digo, y aun así escribo. Cuando la revista de sucesos El asesino anda suelto me propuso publicar el relato de mi historia, acepté el encargo de inmediato.
Escribo, pues, para la posteridad, destino fatal de las obras de los genios. Escribo desde este encierro carcelario para no olvidarme de mí mismo.
Pero empezaré por el principio: me llamo Pablo Torres y debo de estar cumpliendo los cuarenta y dos, semana más o menos. De mi infancia poco hay que decir, a no ser que mi verdadera madre tampoco supo comprenderme y me abandonó, de tiernos meses, a la puerta de un cuartelillo de la Guardia Civil, con mi nombre escrito en un retazo de papel higiénico prendido en la pechera. Me supongo nacido en Madrid, o al menos el cuartelillo de esta ciudad era, y de cualquier manera yo me siento capitalino y gato por los cuatro costados. Un guardia me acogió, mi seudopadre, el cabo Mateo, viejo, casado y sin hijos, y pasé mi niñez en la casa cuartel, dando muestras desde muy chico de mi precocidad: a los cinco años sabíame de memoria las Ordenanzas y acostumbraba a asistir a ejercicios y relevos, ejecutando a la perfección todos los movimientos con un fusil de madera que yo mismo ingenié del palo de una escoba. Amamantado -o por mejor decir, embiberonado- en un ambiente de pundonor castrense, cifré mis anhelos desde siempre en un futuro de histórica grandeza: quería entrar en el Benemérito Cuerpo y hacer una carrera brillantemente heroica. Los aires marciales me enardecían y el melancólico gemido de la trompeta, al arriar bandera en el atardecer, solía conturbarme hasta las lágrimas con la intuición de gestas y glorias venideras, provocándome una imprecisa -y para mí entonces incomprensible- nostalgia de un pasado que aún no había vivido, y una transida admiración por todos esos gallardos jóvenes de ennoblecidos uniformes.
Con la pubertad, empero, llegaron las primeras amarguras, los primeros encontronazos con esta sociedad actual, tan ciega y miserable que no sabe comprender la talla verdadera de los hombres: cuando quise entrar en el Cuerpo, descubrí que se me excluía injustamente del servicio.
Supongo que no tengo más remedio que hablar aquí de mi apariencia física, aunque muchos de ustedes la conozcan, tras la triste celebridad del juicio que se me hizo y el morboso hincapié que los periódicos pusieron en la configuración de mi persona. Sin embargo, creo que debo puntualizar con energía unos cuantos pormenores que a mi modo de ver fueron y son tergiversados por la prensa. No soy enano. Cierto es que soy un varón bajo: mido 88 centímetros a pie descalzo y sobre los 90 con zapatos. Pero mi cuerpo está perfectamente construido, y, si se me permite decir, mis hechuras son a la vez delicadas y atléticas: la cabeza pequeña, braquicéfala y primorosa, el cuello robusto pero esbelto, los hombros anchos, los brazos nervudos, el talle ágil. Tan sólo mis piernas son algo defectuosas; soy flojo de remos, un poco estevado y patituerto, y fue esta peculiar malformación, supongo, lo que amilanó a su verdadera madre -los dioses la hayan perdonado influyendo en mi abandono, puesto que fui patojo desde siempre, aun siendo yo un infante. Eso sí, una vez vestido, el ángulo de mis piernas no se observa, y puedo asegurarles que mi apostura es garrida y apolínea.
Pero hay otra especie, de entre los venenos vertidos por la prensa, que se presta a confusión y que quisiera muy mucho aclarar: es verdad que todos me conocen por El Chepa. No se llamen ustedes a engaño, sin embargo: mi espalda está virgen de joroba alguna, mi espalda es tersa y lisa como membrana de tambor, tendida entre los bastidores de las paletillas, y, por no tener, ni tan siquiera tengo ese espeso morrillo que poseen algunos hombres bastos y fornidos, quizá muchos de ustedes, dicho sea sin ánimo de ofender ni señalar. Mi sobrenombre es para mí un orgullo, y como tal lo expongo. Cierto es que siendo joven y de cuitada inocencia, hube de soportar a veces motes enojosos: me llamaban El Enano, Menudillo, El Seta o El Poquito. Pero una vez que alcancé la edad viril y la plenitud de mis conocimientos y mi fuerza, no volvieron a atreverse a decir tales agravios. Y ¡ay de aquel que osara pretenderlo!: soy hombre pacífico, pero tengo clara conciencia de lo digno y coraje suficiente como para mantenerla. Fue mi amado Gran Alí quien me bautizó como Chepa, y comprendí que era una galante antífrasis que resaltaba lo erguido de mi porte, era un mote que aludía precisamente a la perfección de mis espaldas.
Nunca hubiera permitido, ténganlo por seguro, un apelativo que fuera ofensivo para mi persona. Chepa es laudatorio, como acabo de explicar, y por ello lo uso honrosamente.
Las desgracias nunca vienen solas, como reza el proverbio, y así, mi rechazo formal para el ingreso en la Benemérita fue seguido a poco por la muerte de mi padrastro, aquejado de melancolía. Unos meses antes había fallecido mi pobre madrastra de cólicos estivales y el cabo Mateo pareció no saber sobrevivirla. Así, con apenas dieciocho años en mi haber, me encontré solo en el mundo, reincidentemente huérfano y sin hogar ni valer, ya que hube de abandonar la casa cuartel. El comandante del puesto, empero, pareció compadecerse de mi triste sino, y me buscó oficio y acomodo con el padre Tulledo, que regentaba la parroquia cercana y que había sido capellán castrense en los avatares de la guerra civil. Con él viví cerca de diez años desempeñando las labores de sacristanía, diez años que fueron fundamentales en mi vida y formación. El padre Tulledo me educó en lenguas clásicas, ética, lógica y teología, y gracias a él soy todo lo que soy. Pese a ello nunca pude llegar a apreciarle realmente, los dioses me perdonen. El padre Tulledo era un hombre soplado y alámbrico, un transfigurista con propensión al éxtasis, de mirar desquiciado y tartajeo nervioso. Me irritaba sobremanera la burda broma que solía repetir:
«La Misericordia de Dios ha unido a un Tulledo con un tullido, hijo mío, para que cantemos Su Grandeza», como si mi cuerpo estuviera malformado y retorcido. Otrosí me desalentaba su empeño en vestirme siempre con las ajadas gualdrapas de los monaguillos, para ahorrar el gasto de mis ropas; y más de una beata legañosa y amiopada me tomó alguna vez por un niño al verme así ataviado, dirigiéndose a mí con tal falta de respeto - «eh, chaval, chico, pequeño»- a mis años y condición, que la indignación y el despecho me cegaban.
Sea como fuere, también le llegó la hora al padre Tulledo, y un traicionero ataque cardíaco le hizo desplomarse un día, como huesuda marioneta de hilos cortados, sobre el tazón del chocolate de las siete. Vime de nuevo solo y sin hogar, con el único e inapreciable tesoro de un libro que me dejó en herencia el padre, una traducción de las Vidas paralelas, de Plutarco, de la colección Clásica Lucero, edición noble y en piel del año 1942, con un prólogo escrito por el padre Tulledo en el que resaltaba el paralelismo entre las gloriosas gestas bélicas narradas por Plutarco y las heroicidades de nuestra Cruzada Nacional. Y debo decir aquí que, con ser este libro mi sola posesión, con él me sentía y me siento millonario, puesto que desde entonces ha sido mi guía ético y humano, mi misal de cabecera, el norte de mi vida.
Les ahorraré, porque no viene a cuento ni a lugar, el relato de aquellos dos primeros años en busca de trabajo. Básteme decir que sufrí de hambrunas y de fríos, que malviví en tristes cochiqueras y que mis lágrimas mojaron más de un atardecer: no me avergüenzo de ello, también los héroes lloran, también lloró Aquiles la muerte de Patroclo. Al cabo, cumpliendo la treintena, fui a caer, no me pregunten cómo, en el reducto miserable del Jawal, y conocí al bien amado Gran Alí y a la grotesca Asunción, para mi gloria y desgracia.
El Jawal era un club nocturno raído y maloliente, enclavado en una callejuela cercana a Lavapiés. Un semisótano destartalado decorado con ínfulas polinésicas, con palmeras de cartón piedra de polvorientas hojas de papel, y dibujos de indígenas por las paredes, unas barrosas y deformes criaturas de color chocolate y faldellín de paja. El dueño, el malnombrado Pepín Fernández, era un cincuentón de lívida gordura que se pintaba cabellos y mejillas, hombre de tan mentecata y modorra necedad que, cuando al llegar al club le avisé cortésmente de que Hawai se escribía con hache y no con jota, juntó sus amorcilladas manos en gesto de pía compunción y contestó con chirriante voz de hidropésico: «Qué le vamos a hacer, Chepa, resignación cristiana, resignación, las letras del luminoso me han costado carísimas y ya no lo puedo arreglar, además, yo creo que la gente no se percata de la confuscación». Pepín daba a entender que era hijo de un sacerdote rural, y puede que su vocación viniera de tal progenitor sacramentado, puesto que su máxima ambición, según decía, era devenir santo y ser subido a los altares. Por ello, Pepín hablaba con melosidad cunil y, para mortificarse, siendo abstemio y feble como era, solía beber de un trago copas rebosantes de cazalla, con las que lagrimeaba de ardor estomacal y náuseas, ofreciendo el etílico sacrificio por su salvación eterna.
Acostumbraba a pasar los días en el chiscón que servía de taquilla y guardarropa, encajando sus flatulencias y sus carnes en la estrecha pecera de luz de neón, y ahí apuraba el cilicio de sus vasos de aguardiente, melindroso, y se santiguaba con profusión antes de cada pase de espectáculos. Porque el Jawal tenía espectáculo: bayaderas tísicas y cuarteronas que bailaban la danza del vientre fláccido, cantantes sordos que masacraban roncamente tonadas populares, y, como fin de fiesta y broche de oro, el hermoso Gran Alí.
Las bailarinas cambiaban con frecuencia aunque todas parecieran ser el mismo hueso, pero el Gran Alí tenía contrato fijo y permanecía siempre anclado en el Jawal, desperdiciando su arte y su saber. Porque el Gran Alí era mago, un prestidigitador magnífico, un preciso y sutil profesional. Inventaba pañuelos multicolores del vacío, sacaba conejos de la manga, atravesaba a Asunción con espadas y puñales: era lo más cercano a un dios que he conocido. Parecía de estirpe divina, ciertamente, cuando salía a escena, refulgiendo bajo los focos con los brillos de su atavío mozárabe. Era más o menos de mi misma edad y poseía una apostura de gracia irresistible, el cuerpo esbelto y ceñido de carnes prietas, el mirar sombrío y soñador, la nariz griega, la barbilla rubricando en firme trazo una boca jugosa y suave, y su tez era un milagro de tostada seda mate.
Comprendo que Asunción le amara con esa pasión abyecta, pero no se me alcanza el porqué del empeño de Alí en continuar con ella, con esa mujerona de contornos entallados, caballuna, con gigantes senos pendulares, de boca tan mezquina y torcida como su propia mente de mosquito. Alí, en cambio, tenía toda la digna fragancia de un príncipe oriental, de un rey de reyes. No era moro Alí, sino español, nacido en Algeciras y llamado Juan en el bautismo; pero todos le conocíamos como el Gran Alí, en parte porque prefería reservar su verdadero nombre como prevención ante conflictos policiales, pero sobre todo porque en verdad era grande y portentoso.
He de detener aquí un instante el hilo de mi historia y volver los ojos de nuevo hacia mí, con su licencia, por mor de la perfecta comprensión de lo que narro. Descubrí mi homosexualidad años ha; ustedes saben de ella por la prensa. Quisiera aprovechar esta ocasión, sin embargo, para intentar hacerles comprender que la homosexualidad no es la mariconería que ustedes condenan y suponen torpemente. Homosexuales eran, en el mundo clásico, todos los héroes, los genios y los santos. Homosexual era Platón, y Sócrates, y Arquímedes, y Pericles. La homosexualidad es un resultado natural de la extrema sensibilidad y delicadeza. Se puede ser homosexual y heroico, homosexual y porfiado luchador. Como Alcibíades, el gran general cuya biografía narra Plutarco. Como los trescientos legendarios héroes que formaban la Cohorte Sagrada de Tebas, una cohorte imbatible que basaba su fuerza en estar compuesta por amados y amadores, por enamoradas parejas de guerreros que luchaban espalda contra espalda y que redoblaban sus esfuerzos en combate para defender a su adorado compañero. Ah, si yo hubiera nacido en aquel entonces, en aquella era de gigantes, en aquella época dorada de la humanidad, yo hubiera sido uno más de aquellos gigantes de mítica nobleza, porque el mundo clásico medía a los hombres por su grandeza interior, por su talla espiritual, y no por accidentes y prejuicios como ahora. Hogaño soy el pobre Chepa, condenado a cadena perpetua por haber cometido el razonable delito de matar a quien debía morir. Antaño hubiera sido un guerrero de la legendaria Cohorte Sagrada. Mi estatura me convertiría en invencible, repartiría fieros mandobles entre los enemigos rebanándoles el aliento a la altura de las rodillas, segándoles la vida por las piernas, porque en aquel entonces las armaduras no solían cubrir bien las extremidades inferiores y las canillas de mis oponentes se me ofrecerían inermes y fáciles ante el hierro justiciero de mi espada. Quizá hubiera llegado a ser un general romano, un triunfador cónsul pacificador de las provincias bárbaras, y Plutarco me incluiría entre sus áureas biografías: Paulus Turris Pumillo, cuatro veces cónsul imperial. Porque, como ustedes saben -aunque, pensándolo bien, temo fundadamente que no lo sepan- la palabra pumilío significa en latín «hombre pequeño», puesto que los romanos solían denominarse con un nombre de referencia a su apariencia física, un mote que era sólo descriptivo y nunca ofensivo, tal era su grandeza de ánimo. Y así, el apodo del gran Claudio significaba «cojo», y el del feroz Sila quería decir «cara bermeja», y el del ilustre Pumilio expresa mi talla menuda pero grácil. Yo hubiera sido un héroe, pues, y hubiera amado a héroes; la homosexualidad en el mundo clásico era natural y comprensible, porque, ¿qué mejor y más merecedor objeto de pasión podía hallarse que aquellos luchadores portentosos? Pues del mismo modo amaba yo a mi muy hermoso Gran Alí. Pido licencia para hacer una puntualización más y termino con estas fatigosas referencias personales. Poco después de descubrir mi ática tendencia amorosa, mi fe religiosa experimentó cierto quebranto. Hoy puedo considerarme un cínico creyente o un ateo crédulo; padezco el suave y resignado escepticismo de todo buen teólogo; en esto estoy más cerca de Séneca que de Lucrecio. Pero baste esto en cuanto a mí: debo apresurar mi narración, puesto que la revista sólo me ha concedido veinte folios y he de comprimir en ellos toda mi vida y mi dolor.
Ello es que pasé a formar parte de la mísera familia del Jawal. El dueño, Asunción, Alí y yo vivíamos sobre el local, en una vieja y sombría casa de mil puertas e interminables corredores. Pienso que el grueso Pepín de carnes pecadoras estaba enamorado de Asunción, que la quería con reprimido deseo de loco santurrón en una de esas aberrantes pasiones que a veces surgen entre seres desdichados como ellos, y supongo que de ahí nacieron las prebendas de que disfrutábamos. A mí, sin embargo, me había contratado el Gran Alí, y ataviado de esclavo oriental colaboraba en su número, y fuera del escenario le servía de ayuda de cámara, de fiel secretario y compañero. Alí era sobrio en el decir y en los afectos, tenía un talante estoico, duro y bien templado al fuego de la vida, y eso le hacía, si cabe, aún más admirable. Todo el mundo le temía y respetaba, y era digno de verse cómo Pepín sacudía sus mofletes de terror ante la fría furia de Alí, o cómo Asun gemía puercamente implorándole mimos o perdones. Pero Alí era tan implacable como debe serlo todo héroe, porque los héroes no saben disculpar las flaquezas humanas en las que ellos no incurren: la misericordia no es más que el medroso refugio de los débiles, que perdonan sólo para asegurarse de que serán perdonados a su vez. He de decir que Alí me señaló la espalda varias veces con su correa, y siempre con motivo suficiente, o bien porque vertía un plato al servirle la comida, o bien porque me distraía en atender sus demandas sobre el escenario, o porque no sabía comprender su estado de ánimo. Sus castigos, bien lo sé, me curtieron y limaron de blanduras. Sus castigos eran sobrias lecciones de entereza, porque Alí repartía justa sabiduría con la punta de su correa de cuero, lo mismo que Licurgo supo batir el hierro de sus espartanos hasta convertirlo en acero con la ayuda de la dureza de sus leyes. Teníame en buen aprecio Alí, porque nunca escurrí el bulto a sus castigos ni salió de mi boca queja alguna, aun cuando me golpeara con el bronce de la hebilla; y ni tan siquiera grité aquella vez que rompí por pura torpeza el cristal de la bola levitadora y Alí me quebró el espinazo a palos. Más de tres semanas estuve en un suspiro, baldado y encogido en el jergón, y al atardecer Asunción venía a darme la comida, y se acurrucaba a los pies de la cama, hecha un ovillo de carnes y arrugas, y me miraba con sus ojos vacunos y vacíos, y exhalaba blandos quejidos de debilidad impúdica. Su conmiseración por mí me daba náuseas y hube de llamarle la atención: «Eres una ingrata», le dije, «no comprendes nada, no sabes merecerle», y ella lo único que hacía en respuesta a mis palabras era arreciar en gimoteos y retorcerse los dedos de las manos. Asunción era un residuo humano deleznable.
Alí solía desaparecer de vez en cuando. Se marchaba al final de la función y no volvía a saberse de él en dos o tres días. Pepín admitía sus escapadas de gran amo en busca de horizontes más propicios, y Asunción le lloraba pálida y descompuesta por las noches.
Regresaba Alí trayendo un olor a hazaña y riesgo prendido en los cabellos, los ojos tenebrosos, el tinte de su tez más vivaz, la piel bruñida y tensa sobre la delicada agudeza de sus pómulos. La experiencia me enseñó que ésos eran sus momentos dolorosos, los instantes en los que vivía el drama de su destino heroico. Yo solía acurrucarme a su lado en silencio, recibía algún pescozón o puntapié como desfogue de su trágico barrunto de tristezas, y luego mi señor, mi bien, mi amado, acostumbraba a hacerme confidencias.
«Esta vida no es vida, Chepa», decía sombrío y con la mirada preñada de presagios, «esto es un vivir de perros, yo me merezco otra suerte». Sacaba entonces su navaja cabritera, la abría, pasaba un dedo pensativo por el filo de la hoja, «cualquier día haré una locura, mejor morir que vivir en este infierno», y me miraba con su divino desprecio, y añadía, «claro que tú qué sabes de esto, Chepa, tú qué sabes lo que es ser un hombre muy hombre como yo y estar condenado a pudrirse en esta miseria», y diciendo esto sus ojos echaban relumbres lunares y fosfóricos. Estaba tan bello, tan dolorosamente bello en su ira de titán acorralado...
En una ocasión tardó más de tres semanas en volver, y cuando lo hizo encontró que Pepín había contratado a un transformista para fin de fiesta. Yo le vi llegar, el espectáculo estaba a la mitad y el travestí bailoteaba en el tablado con paso incierto sobre sus zapatones de tacón de aguja. Sentí un repentino frío en la nuca y miré hacia atrás: allí estaba Alí, como un semidiós de espigada y ominosa mancha, una sombra apoyada junto a la cortina de la entrada. Observé cómo Pepín se agitaba en gelatinosas trepidaciones de pavor, y cómo intentaba hundirse en el escaso hueco del chiscón y parapetarse bajo el mostrador. Alí, sin embargo, no le prestó atención: vino en derechura al escenario, interrumpió el canto de sirena del descolorido travestí, le agarró del pescuezo ante el paralizado estupor de los clientes. «Tú, cabra loca», masculló, «Lárgate antes de que me enfade de verdad». La criatura se retorcía entre sus manos y protestaba en falsete: «Ay, ay, bruto, más que bruto, déjame». Alí le arrancó las arracadas de las orejas, dejándole dos caminitos de sangre sobre el lóbulo, y arrojó los pendientes en dirección a la salida como marcándole el rumbo. «Aire, guapa, aire», ordenó al travestí rubricando sus palabras con unos cuantos empellones, y el malhadado salió tropezando en sus tacones, embrollándose en su huir con la desordenada fuga de los clientes de la sala.
Volvióse entonces Alí en dirección a la escalera, encaminando sus pasos hacia el piso.
Yo le seguí, trotando a la vera de sus zancadas elásticas, aspirando gozosamente el aroma de mi dueño, aroma bélico de furias. Por aquel tiempo, ya debíamos de llevar unos cuatro años juntos, Asunción solía beber sin tino ni mesura, y la encontramos postrada en la cama, sobre un amasijo de sábanas pringues y pardas que olían a sudores y a ese repugnante y secreto hedor de hembra en celo. Asunción levantó la cara y nos vio, tenía el rostro abotargado y laxo, el mirar embrutecido y sin color. «Alí... », musitó con torpe aliento, «Alí», repitió, y sus ojos se llenaron de legañosas lágrimas y comenzó a dar hipidos de borracha. «Tres semanas sin saber de ti», borboteaba, «mal hombre, tres semanas, ¿dónde has ido?». Alí se quitó el cinturón con calmoso gesto, «ay, no, no, no me pegues, mi amor, no me pegues, canalla», soplaba Asunción entre sus mocos, escurriéndose al suelo en sus inestables intentos de escapar, zummmmm, sonaba la correa al cortar el aire, bamp, golpeaba secamente en sus carnes blandas y lechosas, zummmmmmm, bampl zummmmmm, bamp, qué hermoso estaba mi señor, con la camisa entreabierta y los rizosos vellos negros vistiendo de virilidad su poderoso pecho, zummmmmm, bamp, zumnimin, bamp, Asunción se retorcía, imploraba, gemía, zumnimin, zummmmm, zurriminmín, en una de sus cabriolas de dolor cayó a mis pies, su rostro estaba a pocos centímetros del mío, un rostro desencajado y envilecido de hembra avejentada. «Ay, Chepa, Chepa», me imploró, «avisa a la pasma, que me mata», su aliento ardía en aguardiente y toda ella era una Peste.
Marchóse al fin Alí sin añadir palabra, y con un portazo me impidió seguirle.
Quedamos solos, pues, Asunción y yo, y ella lloriqueaba con exagerada pamema, arrugada en un rincón. «Ay, ay, ay», hipaba rítmicamente, «qué vida miserable, qué desgraciadita soy, qué desgraciada», con el dorso de la mano se limpiaba la boca hinchada y sucia de sangre y mocos, «ay, ay, esto es un castigo de Dios por haber abandonado a mi hija», porque Asunción tenía una criatura perdida por el mundo que dejó a la caridad cuando unió su vida a la de Alí, «ay, ay ay, quién me mandó a mí, tan feliz que era yo con mi casita, con mi niña y mi don Carlos», recitaba una vez más su fastidiosa retahíla de pasadas grandezas, cuando ella era una adolescente hermosa -eso aseguraba ella, al menos- y amante fija de un honrado hombre de negocios de Bilbao -no hago más que repetir sus mismas palabras-, «qué veneno me dio este hombre, mala entraña», proseguía en sus lamentos, «mejor me hubiera sido quedarme muerta por un rayo el mismo primer día que le vi, mejor muerta que ser tan desgraciada». Fue entonces, y creo ser sincero en mi recuerdo, la primera vez que pensé en matarla, puesto que la muy cuitada lo pedía a voces. Fue ésa la primera vez, digo, pero andando el tiempo hube de pensarlo en repetidas ocasiones al ver cómo arrastraba su existencia de gusano, sin afán ni norte de vivir.
Releo lo que he escrito y sospecho nuevamente que ustedes no serán capaces de comprenderme y comprenderlo. Ustedes, los honestos bienpensantes, hijos del siglo de la hipocresía, suelen escandalizarse con mojigato escrúpulo ante las realidades de la vida.
Me parece estar escuchando sus protestas y condenas ante la violencia desplegada por mi Alí, o su repulsa ante mi caritativo deseo de acabar con los pesares de Asunción. Ustedes, voraces fariseos, lagrimean mendaces aspavientos ante mi relato, mas pese a ello no poseen más moral que la de la codicia. Qué saben ustedes de la grandeza de Alí al imponer sus leyes justicieras: su feroz orgullo era el único valor que ordenaba nuestro mundo de ruindad. Qué saben ustedes de la equidad de mis deseos asesinos. Qué saben ustedes del honor, cuando en sus mezquinas mentes sólo hay cabida para el dinero.
Pero he de proseguir mi narración, aunque desperdicie esencias en Marianos. Fue poco después de esto cuando Alí decidió que nos marcháramos a probar suerte a las Américas. Consiguió algún dinero no sé dónde para los tres pasajes en el avión y cruzamos los mares arribando en primavera a Nueva York, tras haber sido llorosamente bendecidos por el sudoroso Pepín a nuestra marcha. Permítaseme pasar con brevedad por los quince primeros meses de nuestro vagabundear por aquel país gigante, aunque fueran aquéllos, o temporal, o mores!, los últimos momentos felices de mi vida. Diré tan sólo que allá los campos son aún más desiertos y polvorientos que en Castilla, que la miseria es si cabe aún más miserable y que Alí mostróse sosegado y amable en un principio para irse agriando con el viaje. Caímos un verano en Nashville, una ciudad plana, destartalada e inhumana como todas, y nos contrataron en un club nocturno en el que alternábamos nuestro espectáculo con mujeres encueradas que meneaban sus carnes sobre la superficie de las mesas del local. De la mezquindad del sitio baste decir que sólo era visitado por una clientela de negros y demás morralla canallita, mera carne de esclavos para los nobles de la civilización grecorromana. Estábamos allí, agobiados por el agosto sureño, malviviendo en una caravana alquilada cuya chapa se ponía al rojo vivo con el sol. Una tarde, a la densa hora de la siesta, Alí apareció con su delicado semblante traspasado de oscuridad.
Asunción estaba borracha, como siempre. Se acababa de lavar las greñas y permanecía tirada en el suelo del retrete del club, apoyada contra la pared, secándose el pelo con el aire caliente del secador de manos automático, ingenio mecánico que la admiraba sobremanera. Alí se la quedó mirando, callado y sombrío, mientras Asunción le dedicaba una sonrisa de medrosa bobería, temblona y errática. El club estaba en silencio, vacío y aún cerrado, y sólo se oía el zumbido del aparato que soplaba su aliento bochornoso en el agobio de la tarde. De vez en cuando, el secador se detenía con un salto, y Asun extendía su titubeante mano para apretar de nuevo el botón. Estaba someramente vestida con una combinación sintética, sucia y desgarrada, y por encima de la pringosa puntilla del escote se le desparramaba un seno trémulo y de color ceniza. Se mantenía en precario equilibrio contra las rotas losetas del muro, espatarrada, con las chancletas medio salidas de los pies, y el conejo amaestrado de Alí roía pacientemente la punta desmigada de felpa de una de sus zapatillas. Alí se acuclilló delante de ella y presentí que iba a suceder lo irremediable.
«Tú», dijo mi dueño sacudiéndola suavemente por un hombro, «tú, atiende, ¿me escuchas?». Asunción le miraba con estrabismo de beoda y hacía burbujitas de saliva.
«Estás borracha», gruñó Alí para sí mismo con desprecio y enronquecida voz, y luego calló un momento, pensativo. «Escucha», añadió al cabo, «escucha, Asun, escucha, es importante, ¿sabes cómo se hace el truco de la bola levitadora?». Asun sonreía y apretaba el botón del secador, «qué guapo eres, Alí, mi hombre», musitaba zafiamente. Alí le dio un cachete en la mejilla, una bofetada suave, de espabile, «tienes que atender a lo que te digo, Asun, me queda poco tiempo», y su voz sonaba tensa y preocupada, «¿sabes el truco de la bola? ¿Recuerdas que debes sujetar el sedal al techo?», ella cabeceaba, asintiendo a quién sabe qué, ausente. «Escucha», se impacientaba Alí, irguiéndola contra la pared, «escucha, ¿lo de los pañuelos lo sabes? Después de meterlos en la caja negra tienes que apretar el resorte del doble fondo.... ¡el resorte del doble fondo! ¡Escucha! ¿Sabes dónde está? Tienes que aprenderlo, Asun, atiende, te va a hacer falta o si no te morirás de hambre», pero ella tenía el mirar cerrado a toda posible comprensión. Alí se levantó, la contempló durante largo rato frunciendo su perfil de bronce, rascó la tripa del conejo con la punta de su pie y se marchó, sin tan siquiera mirarme, yo creo que por miedo a delatarse.
No le volvimos a ver más. Días después supe que se había ido con una de las danzonas de sobremesa, una mulata adolescente de orejas coralinas. Con pleno derecho, puesto que él lo había ganado, habíase llevado todo el dinero, y dos pequeñas joyas de Asunción, y la radio portátil, y el reloj. Pero en su magnanimidad había dejado todos sus útiles de mago, las cajas trucadas, los pañuelos de cuatro superficies. Asunción, corno era previsible, reaccionó de forma abyecta. Durante días sobrenadó en lágrimas y alcohol.
Lloraba por su ausencia con impúdicos lamentos y era incapaz de hilvanar dos pensamientos consecuentes. No teníamos un maldito dólar con el que comer y, para colmo de agravios, Asunción estaba preñada de dos meses, enojoso avatar que le acontecía con frecuencia: su desgastado cuerpo mantenía un furor prolífico propio de una rata. Hube de ser yo, una vez más, quien salvara aquella situación. Fui yo quien buscó a una de las chicas del club para que nos desembarazara de la grávida molestia de Asunción. Fui yo quien imploró al dueño del local para que la contratara como bailarina, y he de resaltar que fue un duro esfuerzo, puesto que Asunción estaba gruesa y espantosa y el dueño se resistía a darle empleo y al fin concedió tan sólo media paga. Fui yo quien tuvo que soportar aquellos primeros y lamentables días de Asunción, sus mosqueantes gemidos, su torpe dolor. Recuerdo la noche que debutó como danzante. El día anterior le habían incrustado un trozo de caña de bambú en el útero y había escupido el feto en la mañana, de modo que, cuando le tocó bailar, las blancuzcas carnes de Asunción estaban coloreadas de fiebre. Agitaba el culo sobre la mesa con menos gracia que un carnero -mostró unas púdicas pamplinas de doncella verdaderamente sorprendentes- y aún bailando lloriqueaba entre dientes, así que tuve que permanecer a su lado durante toda la actuación para que no desbarrara demasiado. «Eres una imbécil», le decía, «vamos a perder el trabajo, después de lo que me ha costado conseguirlo» y, gracias a mi serenidad, salvé el momento. Fui yo, en fin, quien le enseño poco a poco todos los trucos mágicos de Alí, trucos que yo sabía a la perfección, pero que por mi escasa talla me veía impedido de representar, y conseguí que montásemos entre los dos un espectáculo más o menos aceptable. Volvió a pasárseme por la cabeza entonces la idea de matarla, al comprenderla tan desdichada y miserable, en aquellos primeros días de soledad. Pero deseché el pensamiento por pura estrategia, me aferré a la pobre Asun con la esperanza última de volver a ver a Alí algún día. Porque no he citado aquí mis penas y tormentos por decoro, pero es menester que haga una referencia a mi digno dolor ante la ausencia de mi dueño, la perdida del sentido de mi vida, la punzante amargura que casi me condujo a la demencia; y sólo se amenguaba mi tormento con el lenitivo de imaginarle al fin libre, al fin triunfante, al fin Alí glorioso, viviendo la vida que en verdad le correspondía, una vida de héroe y de esplendor.
Proseguimos durante años nuestro recorrido por el inframundo americano, llevando nuestro espectáculo de magia por los clubes, con nuestros visados caducados, huyendo de los hurones del Departamento de Estado. Estábamos invernando en los arrabales de Chicago, atrapados por los vientos y las nieves, cuando una noche, tras la actuación, entró un mangante en el camarín. Era magro y cuarentón, escurrido de hombros, cejijunto, con un tajo violáceo atravesándole la jeta y una expresión necia pintada en las ojeras. Llegó al camarín, digo, se acercó a Asunción riendo bobamente y dijo: «Ai lalquiú», que quiere decir «me gustas» en inglés. Yo poseo profundos conocimientos de griego y de latín, y mi natural inteligencia me ayudó a hablar y entender inglés con notable rapidez. Pero mi fuerte son las lenguas clásicas y nobles, y nunca manifesté el menor interés en aprender bien ese farfullar de bárbaros que es el idioma anglosajón: más aún, llevé a gala el no aprenderlo. Por ello, mi inglés es de oído, y seguramente en la transcripción del mismo se deslizará algún pequeño error, que espero que ustedes sabrán comprender y disculpar.
Decía que el rufián de la mejilla tajada le dijo a Asun «ai lalqulú» y «lú ar greit», que significa eres grande, magnífica, estupenda. Pero ella, con una cordura sorprendente, mostróse recelosa y resabiada y le echó sin miramientos del local. Regresó el tipo al día siguiente recibiendo el mismo trato, y la escena se repitió por más de una semana. Al cabo, en la visita nona, Asunción dudó, suspiró y se le quedó mirando sumida en el desaliento. El chirlado aprovechó el instante y añadió con gesto papanatas: «Al laviú, iú ar aloun an mi tú», que significa «tú estás sola y yo también», y entonces Asunción se echó a llorar acodada en el canasto de mimbre de la ropa. El tipo se acercó a ella, acaricio su pelo con una intolerable manaza de enlutadas uñas, y luego sacó de su bolsillo un pisapapeles de cristal -una bola con la estatua de la Libertad dentro que nevaba viruta de algodón al volverla del revés- y se lo ofreció a Asunción, «for lú, mal darlin». A partir de entonces fuimos de nuevo tres.
Nunca pude soportarlo. Se llamaba Ted y era un australiano ruin y zafio. En el antebrazo izquierdo tenía tatuada una serpiente que él hacía ondular y retorcerse con tensiones musculares. Ted fumaba mucho, tosía mucho y de vez en cuando escupía sangre. También fumaba opio y entonces los ojos se le achicaban y quedaba flojo y como ausente. No sabía hablar más que de su maldita guerra, «dat flaquin uor», como él decía.
Aprendió a chapurrear cristiano de forma lamentable y disfrutaba mentecatamente al narrar una y otra vez su misma historia, mientras encendía un pitillo con otro, esos cigarrillos que él partía por la mitad con la burda esperanza de cuidar así sus pulmones tuberculosos. Repetía incesantemente cómo fue al Vietnam como ayudante de sonido de un equipo de la televisión americana. Cómo el equipo se volvió tras dos meses de estancia, y cómo él decidió quedarse allí, permaneciendo entre Vietnam y Camboya durante nueve anos para aspirar el aroma de la guerra. «Yo no tener otra cosa mejor que hacer», explicaba Ted chupando avariciosamente sus os cigarrillos, «en Vietnam tú vivir para no ser matado, ésa estar buena razón para vivir». Después vino el caer herido en el 73, el encontrarse en América de nuevo sin un maldito dólar, el que la guerra se acabara, «dous bartards finis mal uor», exclamaba indignado, esos bastardos terminaron mi guerra.
Asunción le escuchaba en religioso silencio Y le quería, oli, sí, fútil y casquivana, como toda mujer, fue incapaz de guardar la ausencia de su dueño, e incluso dejó de beber, o al menos de emborracharse tanto. Se me partía el corazón viendo cómo ese malandrín australiano engordaba y enlucía a ojos vistas, cómo echaba pelo de buen año, cómo era tratado a cuerpo de rey. Ted se dejaba mimar y dormitaba en opios y siestas abundantes.
No servía ni para el trabajo ni para el mando, era incapaz de darle un bofetón a nadie.
Permanecía el día entero calentándole la cama a Asunción, y luego, al regresar nosotros de la actuación del club, se incorporaba entre almohadones riéndose con regocijo de drogado, hablaba de su guerra, sacaba a pasear a la serpiente del antebrazo, pellizcaba las nalgas de Asunción con rijoso carcajeo y la llamaba «darlin, sulti, joney», entre arrebatos de tos mojada en sangre. Ted no era un hombre, era un truhán acaponado. Y ese eunuco había suplantado a mi dueño y señor, ese eunuco pretendía ser el sucesor del Gran Alí.
Sé bien que en mi condena judicial influyó notablemente el hecho de haber intentado un segundo «asesinato» -qué injusta, cruel palabra- tras la consumación del primero.
¿Cómo podría explicarles que hay personas cuya vida es tan banal que su muerte es el único gesto digno, la única hazaña dramática de toda su existencia, y que parecen vivir sólo para morir? Los dioses me ayuden, ahora que ya me aproximo al desenlace del relato, a saber encontrar la voz justa, el vocablo certero con que expresar la hondura épica de lo acaecido.
Un día decidieron volver a Madrid. Y digo decidieron, puesto que yo me resistía a abandonar esas Américas en las que sabía que debía de estar mi amor. No obstante, y tras cierto forcejeo, accedí a acompañarlos, ya que la presencia de Asunción seguía pareciéndome el último recurso posible para conectarme con Alí: siempre tuve la intuición de que mi señor volvería algún día a reclamar sus propiedades. Llegamos, pues, al Jawai, que seguía manteniendo en pie su portentoso deterioro, y Pepín nos recibió con alborozo, lagrimeo falaz de viejo senil y grandes temblores de papada. Pepín se apresuró a oficiar el sacrificio de tres copas de orujo una tras otra, dando las gracias a los cielos por nuestro buen regreso, y ni tan siquiera mencionó la ausencia del bienamado Alí, guardando un silencio infame y temeroso. Vime de nuevo instalado en mi camastrón de siempre, tras seis años de ausencia, y continué arrastrando mi desesperada vida mes tras mes, actuando en el club durante las noches, ahogándome de nostalgia en los días, recordando la apostura de mi dueño y abrasándome en el dolor de su ausencia que en ese decorado que habíamos compartido se me hacía aún más insoportable. Transcurrieron así quizá tres años en un sobrevivir cegado de atonía. Hasta que al fin sucedió todo.
El día amaneció aparentemente anodino, ni más alegre ni menos triste que otro cualquiera. La mañana debía de andar mediada, y yo me encontraba revisando el material del espectáculo, extendido sobre el carcomido tablado de madera. En ésas, escuché el susurro de una puerta al cerrarse blandamente. El local estaba vacío y oscuro, sólo dos focos iluminaban mi trabajo en el escenario. Procuré escudriñar las tinieblas más allá del círculo de luz: junto a la entrada vi un borrón indeciso, la figura de un hombre, que giró de inmediato y se dirigió hacia el piso por las escaleras interiores. No sé por qué -
Ciertamente por la clarividencia del amor- sospeché que esa mancha fugaz debía de ser Alí pese a no haberle podido distinguir con precisión. El corazón se me desbocó entre las costillas, y sentí cómo el aliento se me congelaba en la nuez. Dejé los avíos de mago abandonados y corrí hacia el piso con toda la velocidad que pude imprimir a la escasez de mis piernas. Antes de entrar en la casa, sin embargo, me detuve, y quedé atisbando por la rendija de la puerta semiabierta. Al fondo estaba Asunción, desmelenada, ojimedrosa, mirando hacia un punto fijo de la habitación con gesto petrificado y carente de parpadeo.
Y entonces le oí. Oí a mi dueño, a mi Alí, a mi bien amado, que hablaba desde el otro lado de la puerta, oculto para mis ojos, con voz quebrada y extraña: «Bueno, Asun, ¿no saludas a tu hombre?», decía, «¿no vienes a darme un beso, después de tantos años? Vuelvo a casa y ya no me volveré a marchar», añadía para mi gran gozo, «venga, mujer, ven a darme un beso si no quieres que te rompa los hocicos», concluía turbio y receloso. La mancha de su cuerpo cubrió la rendija, le vi de espaldas acercándose a Asun, le vi forcejear con ella, oí una sonora bofetada, un exabrupto, un gemido, Alí dio un traspié separándose de la mujer, y en la mano de Asunción brilló algo: era la bola, el pisapapeles de las nieves eternas de algodón, que siempre mantuvo un ridículo puesto de honor en la cómoda de la pared del fondo. La bola de vidrio cruzó el aire lanzada por feroz impulso. Oí un golpe seco, un quejido, luego una especie de sordo bramar; «vas a ver, puta, vas a ver quién soy yo, te vas a arrepentir de lo que has hecho», abrí un poco más la puerta, contemplé nuevamente las espaldas de Alí dirigiéndose hacia ella, en su diestra brillaba la vieja navaja cabritera y el paso de mi dueño era indeciso. Y en ese momento apareció por no sé dónde el miserable australiano, con pasmosa velocidad le sujetó el brazo armado, le propinó, ¡oh, no quisiera recordarlo!, un rodillazo en sus partes pudendas, recogió calmoso la navaja del suelo mientras observaba la figura acuclillada y retorcida de dolores de mi Alí. «Tú marchar a toda leche», decía Ted, chulo y burlón, con el chirlo resaltando extrañamente lívido en su cara, «tú fuera o te mato, ¿sabiste?, largo, si volveré a verte aquí te mato, ¿sabiste?». Y le agarró del cogote y del cinturón de cuero -su viejo cinturón, su vara de mando, su báculo patricio- y le levantó en volandas, y apenas tuve tiempo de apartarme de la puerta, y Ted pasó ante mí sin verme y le arrojó escaleras abajo, el eunuco arrojó a mi bello héroe.
Callé, consternado ante tal subversión de valores, ante tal apocalipsis. Vi cómo el sombrío bulto de Alí se incorporaba del suelo gruñendo quedamente y cómo cojeaba hacia el estrado, hacia el frío círculo de luz. Bajé tras él chitón y cauto y me acerqué al escenario. Le hamé. «Alí, Gran Alí», dije. Y él se volvió.
Cómo podría describir el infinito dolor, la melancolía, la mordedura ardiente que me causó su imagen. Estaba grueso, dilatado, calvo. Estaba, oh dioses, convertido en un desecho de sí mismo. Me costó trabajo reconocerle bajo la máscara de su rostro abotargado e inflamado: tenía los ojos muertos, la nariz enrojecida, el cráneo pelón y descamado, y, sobre una ceja, el sangriento moretón producido por el pisapapeles asesino.
Qué crueles habían sido esos ocho años de ausencia para él: le perdí siendo un dios, un guerrero, un titán, y le recuperé siendo un esclavo, un derrotado barrigudo, una condensación de sucesivas miserias. «Chepa», farfulló tambaleante, «ven aquí, Chepa, ven», añadió con aviesa mansedumbre. Me acerqué. Alí apoyaba su trastabilló de borracho en la mesita de laca del espectáculo. «Ven, ven», insistía. Me acerqué aún más, aunque hubiera preferido ocultar las lágrimas que me cubrían las mejillas. Alí extendió una mano torpe y me agarró del cuello. Hubiera podido evitar su zarpa fácilmente y sin embargo no quise. «Tú también, Chepa, ¿tú también quieres robarme y echarme de mi casa?», su mano apretaba y apretaba y yo lloraba negando con la cabeza, porque con la garganta no podía, tan cerrada la tenía por su tenaza y por mi propia tristeza. Sus ojos, que antaño fueron secretos, zainos y metálicos, estaban inyectados en sangre, con el blanco de color amarillento. Cuando ya me sentía asfixiar aflojó la mano y me soltó. «Los voy a matar, Chepa», decía con soniquete loco, «los voy a matar, conseguiré una pipa y los lleno de plomo, yo los mato». Y entonces su cara se retorció en una convulsión de miedo, sí, miedo, miedo, mi Alí, miedo, mi dueño, miedo babeante, indigno miedo. Fue en ese momento cuando comprendí claramente mi misión, cuando supe cuál era mi deber. Sobre la mesa de laca estaban los puñales del espectáculo, extendidos en meticulosa formación, y me fue fácil coger uno. Alí seguía mascullando ebrias amenazas, mordiendo el aire con apestado aliento de bodega. Me acerqué a él y el mango del cuchillo estaba helado en la fiebre de mí mano. Alí me miró, perplejo, como descubriéndome por primera vez.
Bajo sus ojos erráticos al puñal, boqueó un par de veces. Y entonces, oh tristeza, sus labios temblaron de pavor, empalideció dolorosamente y su cara se deshizo en una mueca de abyecta sumisión. «Qué haces», tartamudeó, «qué haces, Chepa, deja ese puñal, Chepa, por favor, ¿qué quieres? ¿Dinero? Te daré mucho dinero. Chepa te voy a hacer rico, Chepa, deja eso, Dios mío», había ido retrocediendo y estaba ya arrinconado contra el muro, gimiente, implorando mi perdón, sin comprenderme. Extendí el brazo y le hundí el acero en la barriga, a la altura de mis ojos y su ombligo. El cuchillo chirrió y Alí aulló con agudo lamento, y luego los dos nos quedamos mirando, sorprendidos. Retiré el arma y observé con estupor cómo la aguda punta emergía lentamente de su mango: en mi zozobra había cogido uno de los machetes trucados del espectáculo, uno que hundía la hoja en la cacha a la más mínima presión. Alí se echó a reír con carcajadas histéricas, «ay, Chepa, creí que querías matarme, era una broma, Chepa, una broma», había caído al suelo de rodillas y reía y lloraba a la vez. No perdí tiempo, pese a hallarme ofuscado y febril; retrocedí hasta la mesa, escogí la daga sarracena de feroz y real filo y corrí hacia él, ciego de lágrimas, vergüenza y amargura. La primera cuchillada le hirió aún de hinojos, se la di en el cuello, oblicua, tal como tenía medio inclinada la cabeza en sus náuseas de terror y de embriaguez. Alí gimió bajito y levantó la cara, la segunda cuchillada fue en el pecho, no gritaba, no decía nada, no se movía, se limitaba a mirarme estático, lívido, entregado, estando como estaba de rodillas le podía alcanzar mejor y en cinco o seis tajos conseguí acabarle, y cuando ya asomaba la muerte por sus ojos me pareció rescatar, allá a lo lejos, la imagen dorada y adorada de mi perdido Alí, y creí percibir, en su murmullo ensangrentado, la dignidad de la frase de César: Tu quoque, fili mí.
Quedé un momento tambaleante sobre su cuerpo, jadeando del esfuerzo, el puñal en la mano y todo yo cubierto de su pobre sangre. Escuché entonces un grito de trémolo en falsete y al volverme descubrí a Pepín. «Asesino, asesino», chirriaba atragantado,
«socorro, socorro, policía». No sé por qué me acerqué a él con la navaja. Quizá porque Pepín había sido un innoble testigo de la degradación última de Alí, o quizá porque pensé que él merecía menos la vida que mi dueño. Pepín me miraba con la cara descompuesta en un retorcido hipo de terror. «Por Dios», farfullaba, «por Dios, señor Chepa, por la Santísima Trinidad, por el Espíritu Santo ... », decía santiguándose temblorosamente, «por la Inmaculada Concepción de la Virgen María», añadía entre pucheros, «no haga una locura, señor Chepa», era la primera vez que alguien me llamaba señor a lo largo de toda mi existencia, «no haga una locura, señor Chepa, por todos los Apóstoles y Santos», apreté suavemente la punta del cuchillo contra su desmesurada y fofa barriga, «Iiiiiiii», pitaba el cuitado con agudo resoplido, las grasas de su vientre cedían bajo la presión del puñal sin hacer herida, como un globo no del todo hinchado que se hunde sin estallar bajo tu dedo, «Mater Gloriosa, Mater Amantísíma, Mater Admirabilís...», balbuceaba Pepín con los ojos en blanco; en el cenit de su bamboleante vientre se formó un lunar de sangre en torno a la punta de la daga, eran sólo unas gotas tiñendo la camisa, el rezumar de un pequeño rasguño. Entonces me invadió una lasitud última y comprendí que todo había acabado, que mi vida no tenía ya razón de ser. Retiré el cuchillo y Pepín se derrumbó sobre el escenario con vahído de doncella. Alguien me arrebató el arma, creo que fue Ted, y lo demás ustedes ya lo saben.
Poco más me resta por añadir. Insistiré tan sólo en mi orgullo por la acción que he cometido. Mi abogado, un bienintencionado mentecato, quiso basar la causa en el alegato de defensa propia, pero yo me negué a admitir tal ignominia, que desvirtuaba la grandeza de mi gesto. Nadie supo comprenderme. Pepín clamó con obesa histeria que yo había querido asesinarle y que siempre pensó que yo era algo anormal. Asunción habló con ruin malevolencia sobre la supuesta crueldad de Alí, y en su sandez llegó a sostener con mi abogado que yo había actuado en mi defensa e incluso en la de ella: nunca la desprecié tanto como entonces. Todo el juicio fue un ensañamiento sobre el recuerdo de mi amado, una tergiversación de valores, una lamentable corruptela. Una vez más, hube de encargarme yo de poner las cosas en su sitio, y en mi intervención final desmentí a los leguleyos, hablé de mi amor y de mi orgullo y compuse, en suma, un discurso ejemplar que desafió en pureza retórica a las más brillantes alocuciones de Pericles, aunque luego fuera ferozmente distorsionado por la prensa y se me adjudicaron por él crueles calificativos de demencia. No importa. Me he resignado, como dije al principio, a saberme incomprendido. Me he resignado a saberme fuera de mi tiempo. Al acabar esta narración termino también con mi función en esta vida. Hora es ya de poner fin a tanta incongruencia.
Cuando ustedes lean esto yo ya me habré liberado de la cerrazón obtusa de esta sociedad. Mi descreimiento religioso me facilita el comprender que el suicidio puede ser un acto honroso y no un pecado. Con el adelanto que me ha dado la revista por estas memorias he conseguido que un maleante de la cárcel me facilite el medio para bien morir: en este mundo actual del que ustedes se sienten tan ridículamente satisfechos se consigue todo con dinero. El truhán que me ha vendido el veneno se empecinó al principio en proporcionarme una sobredosis de heroína: «Es lo más cómodo de encontrar», dijo, «y además se trata de una muerte fácil». Pero yo no quería fallecer en el deshonor de un alcaloide sintético, hijo de la podredumbre de este siglo. Así que, tras mucho porfiar, logré que me trajera algo de arsénico, medio gramo, suficiente para acabar con un hombre normal, más aún con mi discreta carnadura de varón menguado. Sé bien que el arsénico conlleva una agonía dolorosa, pero cuando menos es un veneno de abolengo, una ponzoña con linaje y siglos de muerte a sus espaldas. Ya que no poseo la gloriosa y socrática cicuta, al menos el arsénico dará a mi fin un aroma honroso y esforzado. Y cuando una posteridad más justa rescate mi recuerdo, podrán decir que Paulus Turris Pumilio supo escoger, al menos, una muerte de dolor y de grandeza.
Translation - English Paulo Pumilio
I am fully aware, as I begin to write these pages, that my contemporaries will not understand me. Among my many misfortunes is that of the inconvenience of my birth: I came into the world too early, or too late. In any case, out of my time. It will be many years before the readers of this confession will be able to understand my reasons, to gauge my developed sensitivity as well as the epic grandeur of my deeds. These are banal and flat times in which there is no longer room for epics. They call me a criminal, I am branded a madman and a degenerate. And yet I know that everything I did was fair, worthy and reasonable. I know you will not understand me, and yet I write. When the current affairs magazine, The Killer is on the Loose, asked me to publish the account of my story, I accepted the assignment immediately.
So I write for posterity, the fatal destiny of the works of genius. I write from this prison confinement so as not to forget myself.
But I'll start at the beginning: my name is Pablo Torres and I must be about forty-two, give or take a week or so. There is little to say about my childhood, except that my real mother didn’t understand me either and abandoned me, at only a few months old, at the door of a Guardia Civil barracks. My name written on a piece of toilet paper pinned to my bib. I suppose I was born in Madrid, or at least the barracks of this city was, and in any case I feel like a city kid and a Madrid cat through and through. A guard took me in, my pseudo-father, Corporal Mateo; old, married and childless, and I spent my childhood in the barracks, showing signs of my precocity from a very early age: at five years old I knew the regulations by heart and used to attend exercises and drills, perfectly executing all the movements with a wooden rifle that I made myself from a broomstick. Nurtured (or rather, suckled) in an atmosphere of military pride, I always had my sights set on a future of historic greatness: I wanted to join the Benemérito Corps and have a brilliant, heroic career. The martial airs inspired me and the melancholy moaning of the trumpet, when lowering the flag at dusk, moved me to tears with the intuition of deeds and glories to come, provoking in me a vague (and back then an incomprehensible) nostalgia for a past I had not lived through, and an intense admiration for all those gallant young men in noble uniforms.
With puberty, however, came the first bitterness, the first clashes with this present-day society, so blind and miserable that it does not understand the true stature of men: when I wanted to join the Corps, I discovered that I was unjustly excluded from service.
After the sad celebrity of my trial and the lurid emphasis placed by the newspapers on the shape of my person, I suppose I have no choice but to talk here about my physical appearance, even though many of you are familiar with it. However, I feel I must point out a few details that I believe were, and are, misrepresented by the press. I am not a dwarf. It is true that I am a short man: I am 2 foot 8 inches tall in bare feet and over 2 foot 9 in shoes. But my body is perfectly built, and, if I may say so, my build is both delicate and athletic: my head is small, wide and prim, my neck sturdy but slender, my shoulders broad, my arms sinewy, my waist agile. Only my legs are somewhat defective; I am slack at the oars, a little stooped and paunchy, and it was this peculiar malformation, I suppose, that daunted my real mother - the gods may have forgiven her by influencing her to abandon me; for even since my infancy, I have waddled like a duck. Of course, once I am dressed, the angle of my legs is not visible, and I can assure you that my figure is graceful and Apollonian.
From the venom spewed out by the press, there is a confusion that I would very much like to clear up: it is true that everyone knows me as el Chepa, which means, the Hunchback. But make no mistake: my back is free of any hump, my back is as smooth as a drum's skin, flat between the shoulder-blades, and, because I don't have one, I don't even have fat around the neck that some of you, perhaps many of you have, without offending or pointing fingers. My nickname is a source of pride for me, and I wear it with pride. It is true that when I was young and innocent, I sometimes had to put up with annoying nicknames: I was called Dwarf, Midget, Toadstool and even Shrimp. But once I reached manhood and the fullness of my knowledge and strength, they never dared to say such insults again. And woe betide anyone who dares to try it!: I am a peaceful man, but I have a clear conscience of dignity and courage enough to maintain it. It was my beloved Grand Ali who christened me Chepa, and I realised that it was an ironic epithet that emphasised the erectness of my bearing, a nickname that alluded precisely to the perfection of my back.
I would never have allowed, rest assured, an appellation that was offensive to my person. Chepa is laudatory, as I have just explained, and so I wear it with honour.
Misfortunes never come alone, as the proverb goes, and so my formal rejection to join the Benemérita was soon followed by the death of my stepfather, who was suffering from melancholy. A few months earlier, my poor stepmother had died of a kidney infection, and Corporal Mateo did not seem to know how to survive without her. Thus, with barely eighteen years under my belt, I found myself alone in the world, a repeat orphan and without a home or value, since I now had to leave the barracks. The post commander, however, seemed to take pity on my sad fate, and found me a job and a place for me with Father Tulledo, who ran the nearby parish and who had been a military chaplain during the upheavals of the civil war. I lived with him for about ten years as a sacristan, ten years that were fundamental to my life and education. Father Tulledo educated me in classical languages, ethics, logic and theology, and thanks to him I am everything I am. Yet I never really appreciated him, gods forgive me. Father Tulledo was a stuck-up, wiry man, a transfigurist with a propensity for ecstasy, an unhinged gaze and a nervous stuttering. I was especially irritated by the crude joke he used to repeat:
"God's Mercy has united a Tulledo (*Tulledo is a play on the word “tullido”, which means crippled or lame) with a cripple, my son, so that we may sing of His greatness," as if my body were malformed and twisted. I was also discouraged by his insistence on always dressing me in old, tattered altar boys' cassocks, in order to save the expense of my clothes; and more than one rheumy, short-sighted woman took me for a child on seeing me thus attired, addressing me with such disrespect - “hey, kid, boy, sonny" - that for my age and condition, I winced with indignation and spite.
Be that as it may, Father Tulledo's time also came, and a treacherous heart attack caused him to collapse one day, like a bony marionette with severed strings, over an evening cup of hot chocolate. I lived alone and homeless again, with the unique and priceless treasure of a book that the priest left me as an inheritance, a translation of Plutarch's Parallel Lives, a noble leather edition from 1942, with a prologue written by Father Tulledo in which he emphasised the parallel between the glorious, heroic deeds narrated by Plutarch and the heroes of our National Crusade. And I must say here that, even though this book is my sole possession, with it I felt and still feel like a millionaire, since it has been my ethical and human guide, my bedside missal, my true north.
I will spare you, because it is neither relevant nor interesting, the story of those first two years in search of work. Suffice it to say that I suffered from famine and cold, that I lived badly in sad shacks and that I saw more than one sunset through the veil of tears: I am not ashamed of it, heroes also cry, as did Achilles at the death of Patroclus. Eventually, when I reached my thirties, I fell, don't ask me how, into the miserable refuge of the Jawal, and I met the beloved Great Ali and the grotesque Asunción, to my glory and disgrace.
The Jawal was a shabby and smelly nightclub, nestled in an alley near Lavapiés. A ramshackle semi-basement decorated with Polynesian pretensions, with papier-mâché palm trees of dusty paper leaves, and drawings of indigenous people on the walls, muddy, deformed chocolate-coloured creatures in straw skirts. The owner, the oddly-named Pepín Fernández, was an obscenely fat fifty-something who dyed his hair and wore makeup, a man of such mindless, foolishness that, when I politely told him on arriving at the club that Hawaii was spelt with double “I” and not a “Y”, he folded his swollen hands in a gesture of pious remorse and replied in a high-pitched, raspy voice: "What can we do, Chepa? Christian resignation, resignation, the neon sign cost me dearly, I can't change it now, besides, I don't think people notice the mistake". Pepín implied that he was the son of a rural priest, and it may be that his vocation came from such a sacramental progenitor, since his greatest ambition, he said, was to become a saint and be raised to the altars. For this reason, Pepín spoke with cynical sweetness and, to mortify himself, being equal parts abstemious and weak as he was, he used to drink in one gulp glasses full of anisette, with which he would weep from heartburn and nausea, offering the spiritual sacrifice for his eternal salvation.
He used to spend his days in the box-room that served as a ticket office and cloakroom, fitting his flatulence and flesh into the narrow, neon-lit fishbowl, and there he drained his glasses of firewater, and prudish, he would cross himself profusely before each show. Because the Jawal had a show alright: lice-infested, quarter-Indian dancers who danced their flaccid belly dance, tone-deaf singers who hoarsely butchered popular tunes, and, as a finale and the finishing touch, the beautiful Grand Ali.
The dancers changed frequently although they all seemed to be the same girl, but the Great Ali had a fixed contract and only performed in the Jawal, wasting his art and his knowledge. For the Great Ali was a magician, a magnificent conjurer, a precise and subtle professional. He created multi-coloured handkerchiefs from the void, he pulled rabbits out of his sleeve, he pierced Asunción with swords and daggers: he was the closest thing to a god I have ever known. He seemed to come from divine lineage, indeed, when he came on stage, sparkling under the spotlights with the glitter of his Mozarabic attire. He was about my age and possessed a handsomeness of irresistible grace, the slender, tight-fleshed body, the somber, dreamy gaze, the Greek nose, the chin firmly lining a juicy, soft mouth, and his complexion was a miracle of toasted, matte silk.
I understand that Asunción loved him with an abject passion, but I can't understand why Ali was so determined to stay with her, with that woman with the huge contours; horse-faced, gigantic pendulous breasts, with a mouth as mean and crooked as her own gnat-like mind. Ali, on the other hand, had all the dignified air of an oriental prince, a king of kings. He was not a Moorish all, but a Spaniard, born in Algeciras, near Cádiz, and named Juan at baptism; but we all knew him as the Great Ali, partly because he preferred to reserve his real name as a precaution against police conflicts, but mainly because he was truly great and wondrous.
For the sake of perfect understanding of my story, I must change the thread and turn your gaze back to me, with your permission. I discovered my homosexuality years ago; you know about it from the press. I would like to take this opportunity, however, to try to make you understand that homosexuality is not the homosexuality that you condemn and clumsily assume. In the classical world, all the heroes, geniuses and saints were homosexuals. Plato was homosexuals, and Socrates, and Archimedes, and Pericles. Homosexuality is a natural result of extreme sensitivity and delicacy. One can be homosexual and heroic, homosexual and a dogged fighter. Like Alcibiades, the great general whose biography Plutarch narrates. Like the three hundred legendary heroes who formed the Sacred Band of Thebes, an unbeatable troop whose strength was based on being composed of lovers, of loving warrior couples who fought back to back and who redoubled their efforts in combat to defend their adored companion. Ah, if I had been born back then, in that era of giants, in that golden age of humanity, I would have been one more of those giants of mythical nobility, because the classical world measured men by their inner greatness, by their spiritual stature, and not by accidents and prejudices as we do now. Today I am poor Chepa, condemned to life imprisonment for having committed the reasonable crime of killing someone who needed to die. Once I would have been a warrior of that legendary Sacred Band. My stature would have made me invincible, I would have dealt fierce blows to my enemies, cutting their breath off at the knees, slicing them off at the legs, because back then armour did not usually cover the lower extremities well, and the shins of my opponents would have offered themselves to me helplessly and easily before the righteous iron of my sword. Perhaps I would have become a Roman general, a triumphant consul pacifying the barbarian provinces, and Plutarch would include me in his golden biographies: Paulus Turris Pumilio, four times imperial consul. For, as you know - though, on second thoughts, I fear you may well not - the word pumilio means in Latin "little man", since the Romans used to call themselves by a name referring to their physical appearance, a nickname that was only descriptive and never offensive, such was their greatness of spirit. And so the nickname of the great Claudius meant "lame", and that of the fierce Sulla meant "red-faced", and that of the illustrious Pumilius expressed my small but graceful stature. I would have been a hero, back then, and I would have loved heroes; homosexuality in the classical world was natural and understandable, for what better and more deserving object of passion could be found than those iron-willed fighters? Well, I loved my very beautiful Great Ali in the same way. I beg leave to make one more remark and end these tiresome personal references. Shortly after discovering my closeted amorous tendency, my religious faith experienced a certain shattering. Today I may consider myself a cynical believer or a credulous atheist; I suffer from a mild and resigned scepticism of every good theologian; in this I am closer to Seneca than to Lucretius. But let this suffice for me: I must hasten my narrative, for the magazine has only granted me twenty pages, and I must compress into them my whole life and sorrow.
That is that I became part of the miserable family of the Jawal. The owner, Asunción, Ali and I lived on the premises, in a gloomy old house with a thousand doors and endless corridors. I think that the gross, sinful Pepín was in love with Asunción, he loved her with the repressed desire of a self-righteous madman in one of those deviant passions that sometimes arise between unfortunate beings like them, and I suppose that is where the perks we enjoyed were born. I, however, had been hired by the Great Ali, and in the guise of an Oriental slave I assisted in his act, whilst off-stage I served as his valet, his faithful footman and companion. Ali was sober in speech and affection, he had a stoic disposition, tough and well tempered to the fire of life, and that made him, if possible, even more admirable. Everyone feared and respected him, and it was worth seeing how Pepín´s cheeks shook in terror at Ali's cold fury, or how Asunción would whimper foully, begging him for affection and forgiveness. But Ali was as implacable as any hero must be, for heroes do not know how to excuse human failings which they do not incur: mercy is but a fearful refuge for the weak, who forgive only to make sure that they will be forgiven in turn. I have to say that Ali aimed at my back several times with his strap, and always with sufficient reason, either because I spilled something when serving him, or because I was distracted on stage, or because I did not understand his state of mind. His disciplining, as I now know, chiseled and filed the softness out of me. His punishments were sober lessons in fortitude, for Ali dispensed just wisdom with the end of his leather strap, just as Lycurgus knew how to beat the iron of his Spartans into steel with the help of the hardness of his laws. Ali held me in good esteem, for I never dodged his punishments, nor was any complaint heard from my mouth, even when he struck me with his bronze buckle; and I did not even cry out the time I broke the glass of the levitating ball through sheer clumsiness and Ali broke my back with his staff. For more than three weeks I lay wheezing, crippled and cowering on my cot, and in the evening Asunción would come to feed me, and curl up at the foot of the bed, a ball of flesh and wrinkles, and look at me with her empty, vacant eyes, and exhale soft moans of impudent weakness. Her commiseration for me made me nauseous, and I had to bring it to her attention: "You are ungrateful," I said, "you don't understand anything, you don't know how to deserve him," and all she did in response to my words was increase her whimpering and wring her hands. Asunción was a despicable waste of a human.
Ali used to disappear from time to time. He would leave at the end of a show and not be heard from again for two or three days. Pepín would tell of his escapades as a great master in search of more favourable horizons, and Asunción would weep for him, pale and agitated every night.
Ali would return with a smell of exploits and risk in his hair, those dark eyes, the tint of his complexion full of vim and vigour, his skin burnished and taut against the delicate sharpness of his cheekbones. Experience taught me that these were painful moments for him, the moments when he lived the drama of his heroic destiny. I used to curl up next to him in silence, I would receive some slap or kick as a release from his tragic sadness, and then my lord, my good, my beloved, would confide in me.
"This life is no life, Chepa," he would say gloomily, his eyes full of foreboding, "this is a dog's life, I deserve another fate. Then he would take out his hunting knife, open it, run a thoughtful finger along the edge of the blade, "one day I'll do something crazy, better to die than live in this hell", and he would look at me with that divine contempt of his, and add, "of course what would you know about this, Chepa? What would you know what it is to be a man like me and be condemned to rot in this misery", and saying this, his eyes would gleam, reflecting the moonlight. He was so beautiful, so painfully beautiful in his anger. A cornered titan....
On one occasion it took him more than three weeks to return, and when he did he found that Pepín had hired a drag queen for the show´s finale. I saw him arrive, the show was half over and the transvestite was dancing on the stage with an uncertain step in her stiletto heels. I felt a sudden chill on the back of my neck and looked back: there stood Ali, like a rangy, ominously stained demigod, a shadow leaning against the entrance curtain. I watched as Pepín stirred in gelatinous trepidations of dread, and as he tried to sink into the scanty recess of the box-room and cower under the counter. Ali, however, paid him no heed: he came straight onto the stage, interrupted the siren song of the faded transvestite, grabbed her by the scruff of the neck to the paralysed stupor of the customers. "You crazy goat," she cried.
"Get out before I really get angry.” Ali raged. The creature writhed in his hands and protested in falsetto:
"Ay, ay, you brute! You brute! Let me go!” Ali pulled the earrings out of her ears, leaving two little trails of blood on her earlobes, and threw the earrings in the direction of the exit as if pointing her in the right direction.
“Get some air, pretty girl," he ordered the transvestite, signing his words with a few shoves, and the ill-fated one stumbled off on her heels, getting tangled up in her escape with the disorderly flight of the patrons towards the exit.
Ali then turned in the direction of the staircase, and made his way up to the flat.
I followed him, trotting along with his springy strides, joyfully inhaling the scent of my master, a warlike scent of fury. By that time, we must have been together for about four years, Asunción used to drink without moderation, nor restraint, and we found her prostrate on the bed, on a jumble of brownish, smeared sheets that smelled of sweat and the repugnant, secret stench of a female in heat. Asunción raised her face and saw us, her face was dull and lax, her gaze animalistic and colourless. "Ali..." she mumbled under ragged breath, "Ali," she repeated, and her eyes filled with rheumy tears and she began to hiccup drunkenly. "Three weeks without hearing from you," she gurgled, “awful man, three weeks, where did you go?". Ali removed his belt with a calm gesture, "ay, no, no, no, don't hit me, my love, don't hit me, you scoundrel", Asunción cried through her snot, slipping to the floor in her unsteady attempts to escape, zummmmmmm! the strap rattled as it cut through the air, bamp! it thumped dryly on her soft, milky flesh, zummmmmmmmm! bamp! zummmmmmmm! bamp! how beautiful was my lord, with his shirt ajar and the curly black hairs dressing his powerful chest with virility, zummmmmm! bamp! zummmmm! bamp! Asunción writhed, implored, moaned, zummmmm! zummmmmmm! zummmmmm! in one of her capers of pain she fell at my feet, her face was just inches from mine, a disjointed and debased face of an old hag. "Oh, Chepa! Chepa!” she implored me, “call the cops, he'll kill me!” her breath was burning with anis, and she seemed plague ridden.
At last Ali left without a word, and with a slam of the door he prevented me from following him.
We were left alone, then, Asunción and I, and she whimpered with exaggerated sobs, crumpled in a corner. "Ay, ay, ay, ay," she hiccupped rhythmically, "what a miserable life, what a wretch I am, what a wretch," with the back of her hand she wiped her mouth, swollen and dirty with blood and snot, "ay, ay, this is a punishment from God for having abandoned my daughter", because Asunción had a child lost in the world that she left to charity when she joined her life to Ali's, "ay, ay ay ay, who sent me here, I was so happy with my little house, with my little girl and my Don Carlos", once again she recited her tiresome string of past greatness, when she was a beautiful adolescent - at least that's what she claimed - and the long-term lover of an honest businessman from Bilbao - I do nothing but repeat her own words - "what poison this man gave me, rotten scoundrel", she continued in her lamentations, "it would have been better for me to have been killed by lightning the very first day I saw him, better dead than to be so miserable". It was then, and I think I am sincere in my recollection, the first time I thought of killing her, since she was crying out for it. That was the first time, I say, but as time went by, I thought about it several more times when I saw how she dragged along her worm-like existence was, with no desire or will to live.
I reread what I have written and I suspect once again that you will not be able to understand me, or any of it. You honest do-gooders, children of the century of hypocrisy, so often shocked because of prudish scruples at the realities of life.
I seem to be listening to your protests and condemnations of the violence deployed by my Ali, or your revulsion at my charitable desire to put an end to Asunción's sorrows. You voracious Pharisees cry mendacious aspersions at my story, yet you have no morals other than greed. What do you know of Ali's greatness in imposing his righteous laws: his fierce pride was the only value that brought order to our world of wretchedness. What do you know of the fairness of my murderous desires? What do you know of honour, when in your petty minds there is only room for money?
But I must proceed with my narrative, even though I waste its essence on Papists and creeping Jesus.
It was shortly after this that Ali decided that we should go and try our luck in the Americas. He found some money, I don't know where, for three plane tickets and we crossed the seas, arriving in New York in the spring, having been tearfully blessed by the sweaty Pepín on our departure. Let me pass briefly over the first fifteen months of our wandering in that giant country, even if they were the last happy moments of my life, and temporary. I will only say that the fields are even more deserted and dusty than in Castile, that the misery is even more wretched, and that Ali was at first mild and amiable, only to grow more and more sour as we travelled. One summer we landed in Nashville, a flat, ramshackle and inhuman city like any other, and we were hired at a nightclub where we alternated our show with naked women who wiggled their flesh on the tables of the joint. Of the shabbiness of the place, suffice it to say that it was only visited by a clientele of blacks and other lowlifes, mere slave fodder for the nobles of Greco-Roman civilisation. We were there, sweltering in the southern August heat, living poorly in a rented caravan whose sheet metal was red-hot in the sun. One afternoon, at the dense hour of siesta, Ali appeared with his delicate countenance pierced with darkness.
Asunción was drunk, as usual. She had just washed her hair and was lying on the floor of the club's toilet, leaning against the wall, drying her hair with the hot air from the automatic hand dryer, a mechanical ingenuity that she admired greatly. Ali stared at her, silent and sombre, while Asunción gave him a smile of fearful goofiness, tremulous and erratic. The club was silent, empty and still closed, and there was only the hum of the appliance blowing its sultry breath in the afternoon heat. Every now and then, the dryer would stop with a jolt, and she would reach out her hand to press the button again. She was scantily clad in a synthetic combination, dirty and torn, and a tremulous, ash-coloured breast spilled out over the slimy lace of her cleavage. She balanced precariously against the broken tiles of the wall, spread-eagled, her slippers half off her feet, and Ali's trained rabbit gnawed patiently at the crumbled plush toe of one of them. Ali squatted down in front of her and I sensed the unavoidable was about to happen.
"You," said my owner, shaking her gently by the shoulder, "you, listen to me, do you hear me?” Asunción looked at him squinted at him vacantly and made little bubbles of saliva.
"You're drunk," Ali growled in a scornful, hoarse voice, then fell silent for a moment, thoughtful. "Listen," he added at last, "listen, Asunción, listen, it's important, do you know how to do the levitating ball trick?" Asunción smiled and pressed the button on the hairdryer.
“How handsome you are, Ali, my man," she mumbled sardonically. Ali gave her a slap on the cheek, a gentle slap, pressing her, "you have to listen to what I say, Asunción, I don't have time for this", and his voice sounded tense and worried, "do you know the ball trick, remember you have to hold the line to the ceiling?" She nodded, nodding to who knows what, absent mindedly. "Listen," Ali became impatient, pulling her up against the wall, "listen, do you know about the handkerchiefs? After you put them in the black box you have to press the spring in the false bottom.... The false bottom spring! Listen! Do you know where it is? You have to learn it, Asunción, listen, you're going to need to or you'll starve to death", but her gaze was closed to all possible comprehension. Ali stood up, looked at her for a long time, his bronze profile frowning, scratched the rabbit's belly with the tip of his foot and left, without even looking at me, I think for fear of giving himself away.
We never saw him again. A few days later I found out that he had left with one of the table dancers, a teenage mulatto who wore Minnie Mouse ears. By all rights, since he had earned it, he had taken all the money, and two small pieces of jewellery from Asunción, and the portable radio. But in his magnanimity he had left all his magician's tools, the trick boxes, the four-sided handkerchiefs. Asunción, predictably, reacted abjectly. For days she sobbed rivers of alcohol infused tears.
She wept for his absence with impudent wailing and was unable to string together two consistent thoughts. We didn't have a damn dollar to eat with and, to make matters worse, Asunción was two months pregnant, an unpleasant manifestation that often befell her: her worn-out body somehow maintained a prolific rat-like fecundity. Once again, I had to be the one to save the situation. It was I who sought out one of the girls from the club to rid us of Asunción's discomfort. It was I who implored the owner of the club to hire her as a dancer, and I must point out that it was a hard sell, since Asunción was fat and dreadful and the owner was reluctant to employ her, and in the end granted only half pay. It was I who had to endure those first pitiful days of Asunción, her infernal moaning, her awkward pain. I remember the night she made her debut as a dancer. The day before, a piece of bamboo cane had been embedded in her uterus and she had shat out the foetus in the morning, so that when it was her turn to dance, Asunción's pale, white flesh was coloured with fever. She wiggled her arse on the table with less grace than a ram - she showed some truly surprising maidenly pouting - and even when dancing she whimpered through her teeth, so I had to stay by her side throughout the performance to keep her from babbling too much. "You're a fool," I said, "we're going to lose the job, after I worked so hard to get it," and, thanks to my composure, I saved the moment. It was I, in short, who gradually taught her all of Ali's magic tricks, tricks that I knew perfectly well, but which, due to my size, I was unable to perform, but we managed to put on a more or less acceptable show between the two of us. The thought of killing her crossed my mind again, as I understood her to be so wretched and miserable in those first days of solitude. But I dismissed the thought out of sheer strategy, holding on to poor Asunción in the ultimate hope of one day seeing Ali again. For I have not mentioned my sorrows and torments here out of decorum, but I must mention my dignified grief at the absence of my master, the loss of the meaning of my life, the piercing bitterness that almost drove me to insanity; and my torment was only lessened by the soothing thought of imagining him at last free, at last triumphant, glorious Ali, living the life that was truly his, a life of heroism and splendour.
We continued our tour of the American underworld for a few more years, taking our magic show to the clubs. When our visas expired we had to flee the ferrets from the State Department. We were wintering in the Chicago slums, trapped by the winds and snows, when one night, after the show, a hustler came into the dressing room. He was about forty, lean, squat-shouldered, scowling, with a purplish gash across his mug and a foolish expression brought on by the circles under his eyes. He came into the dressing room, I mean, he approached Asunción, laughing goofily, and said: "Ai laikyoo", which means "I like you" in English. I have a deep knowledge of Greek and Latin, and my natural intelligence helped me to speak and understand English remarkably quickly. But my forte is classical and noble languages, and I never had the slightest interest in learning that barbaric babble of the Anglo-Saxon tongue: indeed, I made a point of not learning it. Therefore, my English is by ear, and I am sure that in the transcription of it there will slip in some small error, which I hope you will understand and forgive this.
I was saying that the ruffian with the slit cheek told Asunción "ai laikyoo" and "yoo ar grait", which means you are great, magnificent, stupendous. But she, with surprising sanity, was wary and suspicious, and threw him out of the place without a second thought. The guy came back the next day and received the same treatment, and the scene was repeated for more than a week. At the end, on the ninth visit, Asunción hesitated, sighed and stared at him despondently. The creep took advantage of the moment and added with an idiotic gesture: “Ai lavyoo, yoo ar aloan an mee too", which means "you are alone and so am I", and then Asunción burst into tears, leaning against the wicker laundry basket. The guy came up to her, stroked her hair with an intolerably filthy hand, with long, dirt-caked nails, and then took out of his pocket a glass paperweight - a ball with the Statue of Liberty inside that snowed cotton shavings when turned upside down - and offered it to Asunción, "for yoo, moy daahling". From then on there were three of us, again.
I could never stand him. His name was Ted and he was a crude, uncouth Australian. He had a snake tattooed on his left forearm, which he made undulate and writhe with muscular tension. Ted smoked a lot, coughed a lot and occasionally spat blood. He also smoked opium, and then his eyes would go small and he would be sluggish and absent-minded. He couldn't talk about anything but his bloody war, "dat faaken woaah", as he put it.
He learnt to speak broken Christian in his own pitiful way and enjoyed mindlessly recounting the same story over and over again, while lighting one cigarette with another, those cigarettes that he would break in half in the crude hope of taking care of his tubercular lungs. He repeated incessantly how he went to Vietnam as a sound-man for an American television crew. How the crew turned back after a two-month stay, and how he decided to stay there, staying between Vietnam and Cambodia for nine years to inhale the scent of war. "I had nothing better to do," Ted explained, greedily sucking on his cigarettes, "in Vietnam you live not to be killed, that's a good reason to live. Then came being wounded in '73, finding himself in America again without a damn dollar, the war was over, "dous baastads finishd me woaah", he exclaimed indignantly, those bastards ended my war.
Asunción listened to him in religious silence AND loved him, yes, futile and feckless, like all women, she was incapable of bearing the absence of her master, and even stopped drinking, or at least stopped getting so drunk. It broke my heart to see how this Aussie rascal grew fatter and fatter in plain sight, how he got along so easily, how he was treated like a king. Ted let himself be pampered and snoozed on opium and took abundant naps.
He was good for neither work nor command, he was incapable of slapping anyone.
He would laze around all day, warming Asuncion's bed, and then, when we returned from the club performance, he would sit up on the cushions laughing with drugged-up glee, talking about his war, taking the snake on his forearm for a walk, pinching Asuncion's buttocks with a raucous cackle and calling her "daahling, sweeti, hunni", between fits of blood-spattered coughing. Ted wasn't a man, he was a rat-fink reprobate. And this eunuch had supplanted my lord and master, this eunuch intended to be the successor of the Great Ali.
I am well aware that my judicial condemnation was greatly influenced by the fact that I had attempted a second "assassination" (what an unfair, cruel world) after the consummation of the first.
How could I explain to you that there are people whose life is so banal that their death is the only dignified gesture, the only dramatic feat of their entire existence, and who seem to live only to die? Gods help me, now that I am approaching the end of the story, to find the right voice, the right words with which to express the profound depth of what has happened.
One day they decided to return to Madrid. And I say decided, because I was reluctant to leave those Americas where I knew my love must be. Nevertheless, and after some struggle, I agreed to accompany them, since the presence of Asunción still seemed to me to be the last possible recourse to connect me with Ali: I always had the intuition that my master would return one day to reclaim his property. So we arrived at the Jawal, which was still standing despite its portentous dilapidation, and Pepín greeted us with gaiety, a senile old man's false tearfulness and great trembling jowls. Pepín hastened to officiate the sacrifice of three glasses of orujo one after the other, thanking the heavens for our safe return, and did not even mention the absence of our beloved Ali, keeping a loathsome and fearful silence. I went back to my usual bedstead, after eight years away, and continued to drag out my desperate life month after month, performing in the club at night, drowning in nostalgia during the days, remembering my master's good looks and burning with the pain of his absence, which in the decor we had shared became all the more unbearable. Perhaps three years passed in this way, blind survival fuelled by inertia. Until finally it all happened.
The day dawned innocuously enough, neither more cheerful nor less sad than any other. It must have been mid-morning, and I was checking the material for that evening´s show, stretched out on the decayed wooden stage. Just then, I heard the sound of a door being closed gently. The room was empty and dark, only two spotlights illuminating my work on the stage. I tried to scan the darkness beyond the circle of light: by the entrance I saw an indistinct shadow, the figure of a man, who turned immediately and headed for the floor by the inner stairs. I don't know why…
Certainly by the clairvoyance of love - I suspected that this fleeting blur must be Ali, although I could not make him out precisely. My heart pounded against my ribs, and I felt my breath freeze in my chest. I left my wizard's gear behind and ran towards the flat with all the speed I could muster with my meagre legs. Before I entered the house, however, I stopped, and peered through the crack of the half-open door. At the end of the hall was Asunción, disheveled and red-eyed, staring at a fixed point in the room, her face petrified and unblinking.
And then I heard him. I heard my master. My Ali! My beloved, speaking from the other side of the door, hidden from my eyes, in a strange, broken voice: "Well, Asunción, won´t you greet your man," he said, "aren't you going to give me a kiss, after so many years? I'm home again and I'm not leaving this time," he added to my great joy, "come on, woman, come and give me a kiss if you don't want me to break your snout," he concluded, cagey and suspicious. His silhouette covered the crack in the door, I saw him from behind approaching Asunción, they struggled, I heard a loud slap, an outburst, a moan, Ali stumbled away from the woman, and in Asunción's hand something shone: it was the snow-globe, the paperweight of the eternal cotton blizzard, which always held a ridiculous place of honour on the chest of drawers on the back wall. The glass ball flew through the air. I heard a thud, a groan, then a kind of muffled bellowing; "You'll see, bitch! you'll see who I am, you'll regret what you've done!” I opened the door a little wider, I saw Ali from behind again moving towards her, in his right hand the old hunting knife glittered and my master's step was hesitant. And at that moment the wretched Australian appeared from I know not where, with astonishing speed he seized his arm, gave him, oh! I should not like to remember, a knee in his privates, calmly picked up the knife from the floor as he watched the crouching, writhing figure of my Ali in pain. “Get out of it," said Ted, cocky and mocking, with that scar standing out strangely livid in his face, "you get out or I'll kill you, hear me? Get out, if I ever see you here again I'll kill you! Hear me?” And he seized him by the crook of his neck and his leather belt - his old belt, his commanding rod, his patrician staff - and lifted him up, and I hardly had time to turn away from the door, and Ted passed me without seeing me and threw him down the stairs, the eunuch threw my beautiful hero down the stairs.
I was silent, dismayed at such a subversion of values, at such an apocalypse. I watched the grim bulk of Ali rise from the floor, grunting quietly, and hobble towards the dais, towards the cold circle of light. I went down after him, hushed, and cautiously approached the stage. I whispered. "Ali, Great Ali.” And he turned over.
How could I describe the infinite pain, the melancholy, the burning bite that his image caused me. He was fat, distended, and balding. He had, oh gods, become a shadow of his former self. I struggled to recognise him beneath the mask of his bloated, swollen face: his eyes were dead, his nose reddened, his scalp bald and peeling, and, above one eyebrow, the bloody bruise of the murderous paperweight.
How cruel those few years of absence had been for him: I lost him as a god, a warrior, a titan, and got him back as a slave, a defeated pot-bellied man, a condensation of successive miseries. "Chepa," he sputtered shakily, "come here, Chepa, come here," he added with avowed meekness. I approached. Ali leaned on the lacquer stage table, swaying drunkenly. "Come, come," he insisted. I came even closer, though I would have preferred to hide the tears running down my cheeks. Ali reached out an awkward hand and grabbed my neck. I could have easily avoided his paw, but I didn't want to. "You too, Chepa, do you also want to rob me and throw me out of my house?" his hand squeezed and squeezed and I cried, shaking my head, because my throat, being closed by his grip and by my own sadness could emit no sound. His eyes, which were once secret, slim and metallic, were bloodshot, their whites a yellowish colour. When I felt myself suffocating he loosened his hand and let go. "I'm going to kill them, Chepa," he said with a crazy rattling groan, "I'm going to kill them, I'll get a pistol and fill them with lead, I'll kill them". And then his face twisted in a convulsion of fear, yes, fear, fear, my Ali, fear, my master, drooling fear, unworthy fear. It was at that moment that I clearly understood my mission, when I knew what my duty was. On the lacquer table were the throwing knives of the show, spread out in meticulous formation, and it was easy for me to pick one up. Ali was still mumbling drunken threats, biting the air with stinking wine breath. I approached him and the knife handle was frozen in the fever of my hand. Ali looked at me, perplexed, as if discovering me for the first time.
He lowered his erratic eyes to the dagger, he gasped a couple of times. And then, oh sadness, his lips trembled with dread, he turned painfully pale and his face fell into a grimace of abject submission. "What are you doing?” he stammered, "What are you doing, Chepa, put down that dagger, Chepa, please, what do you want? Money? I'll give you lots of money. Chepa I'm going to make you rich, Chepa, put that down, my God," he had been backing away and was already cornered against the wall, groaning, begging for my forgiveness, not understanding me. I stretched out my arm and plunged the steel into his belly, at the level of my eyes and his navel. The knife screeched and Ali howled a high-pitched wail, and then we both stared, surprised. I withdrew the weapon and watched in amazement as the sharp point slowly emerged from its handle: in my haste I had picked up one of the trick machetes from the show, one that plunged the blade into the handle at the slightest pressure. Ali burst into hysterical laughter, "ay, Chepa, I thought you wanted to kill me, it was a joke, Chepa, a joke", he had fallen to the ground on his knees and was laughing and crying at the same time. I wasted no time, despite my daze and feverishness; I went back to the table, picked up the fierce, real-edged Saracen dagger and ran towards him, blind with tears, shame and bitterness. The first stab wounded him while he was still kneeling, I gave it to him in the neck, obliquely, just as his head was half bowed in his nausea of terror and drunkenness. Ali moaned softly and raised his face, the second stab was in the chest, he didn't scream, he didn't say anything, he didn't move, he just looked at me static, livid, surrendered, being as he was on his knees I could reach him better and in five or six slashes I managed to finish him off, and when death was already peering out of his eyes I seemed to rescue, from far away, the golden and adored image of my lost Ali, and I thought I perceived, in his bloody whisper, the dignity of Caesar's phrase: Et tu, fili mi? You too, my child?
I stood for a moment staggering over his body, panting from the effort, the dagger in my hand and all of me covered with his poor blood. Then I heard a tremulous cry in falsetto, and turning round I discovered Pepín. "Murderer, murderer!” he shrieked, choking,
“Help! Help! Police!”. I don't know why I approached him with the knife. Maybe because Pepín had been an ignoble witness to Ali's ultimate degradation, or maybe because I thought he was less deserving of life than my master. Pepín looked at me with his face broken in a twisted hiccup of terror. "By God," he mumbled, "by God, Mr. Chepa, by the Holy Trinity, by the Holy Spirit.... by the Immaculate Conception of the Virgin Mary", he added between pouts, "don't do something crazy, Mr. Chepa”, it was the first time someone had called me "mister" in my entire existence, "don't do something crazy, Mr. Chepa, by all the Apostles and Saints.” I gently pressed the tip of the knife against his flabby belly, “Eeeee!", he howled with a sharp snort, the fats of his belly gave way under the pressure of the dagger without making a wound, like a balloon not fully inflated that sinks without bursting under your finger, “Glorious Mother, Blessed Mother, Mother Superior...", Pepín mumbled with his eyes rolling; at the zenith of his swaying belly a spot of blood formed around the tip of the dagger, just a few drops staining the shirt, the ooze of a small scratch. Then a final lethargy came over me and I realised that it was all over, that my life no longer had any reason to exist. I withdrew the knife and Pepín collapsed on the stage with a maiden's turn. Someone snatched the weapon from me, I think it was Ted, and the rest you know.
I have little more to add. I will insist only on my pride in the deed I have committed. My lawyer, a well-meaning fool, wanted to base the case on the plea of self-defence, but I refused to admit to such ignominy, which would have undermined the grandeur of my gesture. Nobody understood me. Pepín cried out with obese hysteria that I had wanted to murder him and that he had always thought I was something abnormal. Asunción spoke with dastardly malevolence about Ali's supposed cruelty, and in her nonsense went so far as to argue with my lawyer that I had acted in my defence and even in hers: I had never despised her as much as I did then. The whole trial was an outrage to the memory of my beloved, a misrepresentation of values, a pitiful corruption. Once again, I had to set the record straight, and in my final speech, I defied the lawyers, spoke of my love and my pride and composed, in short, an exemplary speech that challenged in rhetorical purity the most brilliant speeches of Pericles, even if it was later ferociously distorted by the press and I was cruelly labelled as insane. No matter. I have resigned myself, as I said at the beginning, to being misunderstood. I have resigned myself to knowing that I am of a different era. At the end of this narration I also end my function in this life. It is time to put an end to so much incongruity.
By the time you read this, I will have freed myself from the obtuse closed-mindedness of this society. My religious unbelief makes it easier for me to understand that suicide can be an honourable act and not a sin. With the advance that the magazine has given me for these memoirs, I have managed to get a prison thug to provide me with the means to die well: in this present world of which you are so ridiculously satisfied, everything is achievable with money. The crook who sold me the poison at first insisted on giving me an overdose of heroin: "It's the easiest thing to find," he said, "and it's an easy death. But I didn't want to die in the dishonour of a synthetic alkaloid, a child of this century's rottenness. So, after a lot of prodding, I managed to get him to bring me some arsenic, half a gram, enough to kill a normal man, even more so with my discreet and dwindling flesh of a waning man. I know well that arsenic brings painful agony, but at the very least it is an ancestral poison, a poison with lineage and centuries of death behind it. Since I do not possess Socrates´ glorious hemlock, at least arsenic will give my end an honourable and strenuous aroma. And when a fairer posterity rescues my memory, they will be able to say that Paulus Turris Pumilio knew how to choose, at least, a death of pain and greatness.
Spanish to English: LOS BORBONES Y EL SEXO - De Felipe V a Felipe VI General field: Art/Literary Detailed field: History
Source text - Spanish Marta Cibelina
LOS BORBONES
Y EL SEXO
De Felipe V a Felipe VI
1.
FELIPE V.
El furor sexual de un bipolar al que le gustaba demasiado su mujer
En el palacio de La Granja, al salir de uno de sus pasillos repletos de cuadros, hay una puerta blanca con un inmenso ojo de cerradura. La reacción instintiva —al menos la mía— es agacharse para colocar el ojo en un acto de voyerismo y ver, sin ser vista, qué hay en el interior de la habitación. Lo hice, no sin cierto temor de que el fantasma de Felipe V, el antepasado de Felipe VI, apareciera desnudo ante mí. Pero solo vislumbré una tremenda claridad y lo que parecía una galería anexa a un enorme patio. Imaginé a Isabel de Farnesio y su marido adicto al sexo practicándolo al aire libre, y no en la Sala de Lacas del palacio, la que fue su dormitorio durante la remodelación de la fachada, un lugar absolutamente deprimente.
La abigarrada decoración resulta triste y agobiante. Una pasión tan desbordante como la de este monarca merecía amplísimos espacios. Y La Granja, el legado por el que más cariño sintió, los tiene. Se trata de un palacio en el que las mentes imaginativas e ilustradas perciben aromas almizcleros a pesar de las miles de violetas y peonías que aromatizan sus maravillosos jardines. ¿Por qué? Probablemente porque no hubo lugar que no bautizara este rey con su cetro. De creer los testimonios de aquellos que han escrito sobre la figura del primer Borbón de España, Felipe V jamás se cansó de practicar la coyunda con sus dos esposas. Varias veces al día durante casi toda su vida.
Doctores como el psiquiatra y escritor Vallejo-Nágera, abuelo de la cocinera que ejerce su reinado en Masterchef , lo han catalogado como bipolar. Probablemente lo era, pero también un garañón que había heredado las dotes amatorias de su abuelo, Luis XIV, quien atesoró cientos de amantes. Ma dame de Maintenon, la esposa morganática y beatona que el Rey Sol tuvo en sus últimos años de vida, se quejaba amargamente a su confesor. En unos tiempos en los que no existían ni el Vaginesil ni el divorcio le irritaba en todos los aspectos tener que hacer tanto el amor con su casi septuagenario esposo, que decidió tomar cartas en el asunto. Esperanzada, acudió a su asesor espiritual, al que preguntó bajo el amparo del secreto de confesión:
—Padre, ¿no es pecado hacer el amor más de dos veces al día a estas edades, cuando las esperanzas de procrear son inútiles?
La respuesta fue negativa. No había ninguna ofensa a Dios en satisfacer las necesidades sexuales del Rey Sol y así debía seguir haciéndolo, de modo que la reina tomó rumbo al dormitorio caminando despacio, con las piernas separadas, y preparada para una nueva maratón sexual.
De tal palo tal astilla, y el que a los suyos se parece honra merece. Felipe V envainaba y desenvainaba su palito como un sátiro persiguiendo a sus dos reinas, María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio. Tal era el furor sexual del rey por su segunda esposa, que llegó a celebrar consejos de ministros jun to a la parmesana en la cama, sin que las crónicas narren si aprovechaba tales momentos para practicar el acto, lo que les hubie ra convertido en uno de los primeros exhibicionistas reales, sin que quiera yo decir que los haya habido con posterioridad.
Felipe V, el rey que reinó dos veces, instaurador de la dinastía de los Borbones en España, llegó al mundo el 19 de diciembre de 1683 en Versalles. Su padre era Luis de Francia, el Gran Delfín, quien nunca llegó a reinar porque cuenta la leyenda que en su nacimiento un hada mala predijo que sería hijo de rey, padre de rey, pero nunca rey. (Con el tiempo le sucedería lo mismo a uno de sus descendientes, don Juan de Borbón). Y así ocurrió. Falleció el 14 de abril de 1711, a los cuarenta y nueve años de edad, sin haber descansando sus posaderas sobre el trono real.
La madre de Felipe V fue María Ana Victoria de Baviera, culpable, según los historiadores francófilos, de los desórdenes mentales que sufriría a lo largo de su vida nuestro protagonista. Era una Wittelsbach, como Luis II de Baviera, el rey loco y abiertamente homosexual que revolucionó en el siglo xix las cortes europeas y terminó sus días ahogado en un lago. También era una Wittelsbach Sissi emperatriz, ídolo de las niñas nacidas en los años sesenta por obra y gracia de la colección de libros de Historias Selección. Cocainómana y anoréxica, Sissi, prefería a sus amigos aristócratas húngaros y a sus caballos a la compañía de su marido, Francisco José. Su hijo, el depresivo príncipe Rodolfo, «suicidó» a su amante María Vetsera en el pabellón de caza de Mayerling, para luego descerrajarse un tiro en la sien. Trágica historia la de los Wittelsbach.
María Ana Victoria de Baviera, progenitora de Felipe V, adolecía de un temperamento hipocondriaco y pusilánime, según se cuchicheaba por los mentideros de Versalles. Aunque sus dolencias eran reales, a todo lo que no tenía una explicación para la rudimentaria medicina de aquellos tiempos le daban el nombre de «vapores». Y si la madre era vaporosa, el hijo también lo fue.
De niño, en la corte, Felipe V mostró un carácter, diríamos, atontolinado. Así lo describió su tía abuela, la princesa del Palatinado, esposa de Luis Felipe de Orleans, hermano de Luis XVI. Hablaremos más adelante largo y tendido de esta mujer, cuya copiosa y divertida correspondencia nos ofrece deliciosos detalles y picantes cotilleos sobre la forma de vida de los poderosos en las cortes europeas, pero esto es lo que dijo del niño Felipe:
Parece austriaco, con la boca siempre abierta, se lo he señalado miles de veces. Cuando se le dice, la cierra, porque es muy dócil, pero en cuanto se le olvida la vuelve a tener abierta… Si lo pusiéramos ante cien bocas de fuego diciéndole «quédate ahí», él aguantaría firme como una pared. En cambio, si alguna de las personas a las que él está acostumbrado le dijera: «Quítate de ahí», se iría. No tiene confianza en sí mismo. Todo lo que uno le dice que haga, lo hace, pero nada más. 1
Normal era que el muchacho tuviera la boca abierta. Se había quedado así al conocer que el vasto corazón de su abuelo había abarcado amor para varias familias. Y es que anduvo sobrado de testosterona hasta muy avanzada edad. Tenía para él y para sus descendientes, habiendo llegado su peculiar legado hasta Juan Carlos I, como mínimo.
Las mujeres se rifaban al Rey Sol, quien no fichaba sus conquistas en las todavía inexistentes revistas del cuore , ni podía asomarse a la pequeña pantalla a seleccionar starlettes , cantantes, presentadoras norteñas o actrices, que morían por abrazar con sus piernas las escurridas nalgas reales, como las de todos los Borbones. Él tenía a su disposición a todas las mujeres que habitaban Versalles, ya fueran nobles o plebeyas, criadas o duquesas. Luis XIV tenía el corazón muy grande y amor para todas. Sobre otros aspectos de su anatomía no han trascendido datos, lo que no habla a su favor. Pero eso importaba poco en su caso.
En aquellos tiempos, ser amante fija u ocasional del rey reportaba muchísimos beneficios: joyas, tierras, la posibilidad de otorgar prebendas y favores a familiares y amigos… poder, en suma. En ese sentido, poco ha cambiado el cuento. Muy pocos osaban resistirse. Y era esta una costumbre que venía de lejos. Brantôme, en Las damas galantes , 2 habla en estos términos del rey Luis XIII, antecesor en el trono de Francia de Luis XIV:
He oído hablar de que el rey quiso una vez acostarse con una dama de su corte a la que amaba. Encontró a su marido espada en mano para matarla, pero el rey puso la suya en su garganta y le ordenó, por su vida, no hacerle mal alguno, y que si le hacía la menor cosa, le mataría allí mismo o le mandaría cortar la cabeza públicamente. Por aquella noche lo envió fuera y ocupó su puesto. Esta dama fue bien dichosa de haber encontrado tan buen campeón y protector para su c…, pues en adelante el marido no se atrevió a decirle nada y le dejó hacer todo a su capricho.
Siempre existía la posibilidad de que los maridos utilizaran el veneno para quitarle el capricho al rey o para lavar su honor, o que recurrieran a intentar disuadir al monarca o evidenciar sus abusos mediante el escándalo. Un caso remarcable fue el del marido de la Montespan, Louis-Henri de Pardaillan de Gondrin, marqués de Montespan. Tras visitar al rey para expresarle sus quejas y recordarle que el adulterio estaba penado con el infierno, se vistió de luto. Cuando le preguntaron por quién vestía de negro, respondió que por su esposa. Se despidió de la corte e incluso organizó funerales en su memoria, llegando a organizar un cortejo fúnebre en dirección a París. Cuenta la leyenda que la carroza fúnebre iba adornada con unos cuernos dorados.
Luis XIV se enfureció tanto que pensó tomar medidas más graves contra él que el exilio, pero Athénaïs restó importancia a los hechos ridiculizando a su esposo, de quien decía que, junto con su loro, eran los dos «personajes» que más habían hecho reír a la corte.
Pese al miedo que tenía a perder su espléndida figura y su belleza, Athénaïs tuvo siete hijos naturales con el rey, que fueron legitimados tras la muerte de su marido. Las amantes de Luis XIV sabían que, de producirse un embarazo, cabía la posibilidad de que pudieran conseguir títulos de nobleza muy importantes para esos hijos naturales. Sobrado de energía sexual, rodeado de mujeres que mariposeaban a su alrededor como polillas dispuestas a ponerle los cuernos a sus maridos, Luis XIV se reveló como un prolífico garañón. Sus espermatozoides raramente fallaban.
El abuelo del primer rey francés que se sentó en el trono de España tuvo seis hijos legítimos y al menos dieciséis fuera del matrimonio. De esta quincena larga de hijos naturales legitimó ocho. Les otorgó el rango de príncipes, con el apellido Borbón, y los convirtió en posibles herederos al trono. Hizo incluso más por ellos, ya que para ennoblecerlos casó a los descendientes fruto del pecado con ramas colaterales de la casa real francesa, lo cual originó algún rifirrafe antológico, con bofetadas incluidas, del que nos ocuparemos en páginas sucesivas. Un bastardo, por muy hijo de rey que fuera, era un bastardo en el siglo xviii y ahora, especialmente para los tiquismiquis de los Borbón-Condé y los Borbón-Orleans.
De este modo, el pequeño Felipe, cuya educación se encomendaría al muy pío obispo y teólogo Fénelon, y al que dejamos párrafos atrás con la boca abierta al conocer los devaneos de sus antepasados, supo que su abuelito zascandil había formado, aparte de la familia oficial con la infanta María Teresa, una familia con mademosielle de La Vallière, otra con madame de Montespan y otra con madame de Maintenon, con quien contrajo matrimonio en 1683. Esta última, la hipócrita y beatona exniñera de la prole de la Montespan, consiguió cambiar a Luis XIV. Era incluso más lista que Corinna. Desde que juraron los votos no tuvo ojos para otra.
Felipe llegaría al trono de España por ser nieto de la infanta María Teresa de Austria, a la que no conoció. Vino al mundo el mismo año en que su abuelo se casaba con la Maintenon, e intentó llevarse lo mejor posible con ella. Esta señora, a quien en la serie Versalles da vida la actriz Catherine Walker, tuvo una influencia decisiva en la corte de nuestro país.
A pesar de la pobre opinión que tenían las mujeres de la familia sobre el augusto zagal Felipe, Luis XIV sentía tanto afecto por él que muchos en la corte llegaron a pensar si no estaría interesado en que lo sucediera, saltándose la línea hereditaria. La relación del Rey Sol con su hijo Luis de Francia, padre de Felipe V, siempre estuvo cargada de tensión porque era el único que se atrevía a decirle lo que pensaba de él. El rey, molesto, alentó a los cortesanos a que llamaran Monseñor a su heredero, lo que no era sino una forma de burlarse de él.
La esposa de Luis de Francia, la princesa bávara María Ana Victoria, murió en 1690 a los veintinueve años, dejando a los tres príncipes nacidos de este matrimonio huérfanos a muy temprana edad. Felipe solo tenía siete años.
Su padre decidió casarse en secreto con una mujer plebeya, mademoiselle de Choin, que se hizo célebre por su fealdad. Nadie se explicaba en la corte cómo el heredero de la Corona había tomado por esposa a una mujer de tan escaso atractivo, haciendo correr el rumor las afiladas lenguas cortesanas de que el Delfín había sido víctima de un embrujo. María Emilia de Joly era la presunta hechicera. No era una mujer especialmente casta, sino una simple cortesana, dama de compañía de la princesa de Conti, la hija bastarda preferida de Luis XIV, fruto de su relación con mademoiselle de La Vallière.
Luis se enamoró perdidamente de ella, aunque no era el único. Compartía su lecho con el conde François-Alphonse de Clermont-Chaste. Al Gran Delfín no pareció importarle el doble juego que al parecer mantenía al principio. La dejó embarazada y decidió contraer matrimonio con ella. Tuvieron un niño enfermo, al que se envió a una zona rural, y que solo sobrevivió dos años.
Era de esperar que, en una corte con semejantes mimbres, Felipe de Anjou, el primer Borbón que reinó en España, se convirtiera en un libertino que importaría las costumbres francesas a nuestro país. Su tío abuelo, Luis Felipe de Orleans, era un homosexual declarado, que, para conseguir realizar el acto sexual con su esposa, la aguda princesa del Palatinado, se envolvía el miembro en medallas religiosas para sentirse motivado y tener éxito, pidiéndole a los santos su intercesión para que aquello funcionara. Su gran amor fue el caballero de Lorena, un hombre de extraordinaria belleza, perteneciente a la Casa de Guisa. Los excesos de ambos se hicieron célebres en Versalles y las orgías que organizaban eran épicas. En una ocasión decidieron comerse una tortilla sobre el vientre de un pobre desgraciado de la corte, el coronel Wallon, famoso por su enorme barriga. Clavaron como vampiros sus caninos sobre las carnes fofas del buen hombre, que se retorcía en el suelo, aplastado por aquellos viciosos que habían inventado el body sushi en versión tortillerica sin haber viajado nunca a Japón. En otra de sus célebres fiestas acudieron a un burdel para introducir petardos en las vaginas de las prostitutas. Francia era un país muy permisivo en materia de sexo, y muestra de ello es que hasta el siglo xvii una calle parisina llevaba el nombre de Poil-au-con, que puede traducirse como «pelo del coño». Más tarde fue rebautizada como de Pelicon.
Los seres humanos forjan su carácter por imitación o por reacción a la educación o al ambiente en el que han vivido. La psicología de Felipe de Anjou, hijo, nieto y sobrino-nieto de unos familiares tan promiscuos, se forjó a la contra. En aquellos momentos estaba convencido de que jamás en su vida sería infiel a la mujer que tomara por esposa. Asqueado de tanta depravación, decidió elegir el camino de la castidad. De hecho, al contrario que otros reyes de la dinastía de los Borbones, llegó virgen al matrimonio.
Luis XIV adoraba a su nieto. El hermano mayor de Felipe V, el duque de Borgoña, heredero al trono tras la muerte del padre de ambos, murió de sarampión en 1712, tres años antes del fallecimiento del Rey Sol, pero por aquel entonces Felipe V era rey de España.
Felipe V fue el instaurador de la dinastía de los Borbones en nuestro país, pero su llegada al trono no fue un asunto baladí. Su derecho a la Corona de España estaba sustentado en el hecho de ser nieto de la reina más bajita de la historia de Francia, María Teresa de Austria.
Felipe V, duque de Anjou, era Borbón y descendía de los Capetos, pero por línea femenina también de los Austrias y de los Trastámara. Sus cabellos eran tan rubios como los de Isabel la Católica, nieta de los Lancaster. Los ojos almendrados, claros, como los de Felipe VI. La nariz recia, larga, como la de Juan Carlos I…, una napia magnífica que parece querer insi nuar magnitudes correlativas semejantes en la entrepierna, pero que, con el tiempo, termina cayendo hacia abajo, siguiendo las leyes de la gravedad. Una nariz cuya puntita, redonda y lacia, corre el peligro de convertirse en el termómetro de la cantidad de vasos de vino que se han bebido o de copas ingeridas.
La belleza de este joven, que aparece en diversos retratos al principio de su reinado, muy pronto decayó. El cuadro La fa milia de Felipe V , obra de Louis-Michel van Loo, un óleo sobre lienzo de cuatro por cinco metros, pintado en el año 1743, es un fino ejercicio de retrato psicológico de sus protagonistas. Al rey, de cincuenta y siete años, se le ve derrotado, hundido, mientras mira entre ido, aburrido o embelesado a su segunda esposa, Isabel de Farnesio, con ojos de carnero degollado. Está diciendo claramente: «Aquí la que manda es ella». Siempre tuvo la mandíbula algo adelantada, vestigio de la sangre Habsburgo que corría por sus venas, sin llegar ni de lejos al marcado prognatismo de Carlos V.
Con su llegada a España hubo un cambio de monarquía, eso es cierto, pero, como se diría vulgarmente, «eran los mismos perros con distintos collares», en este caso apellidos. Y es que, a esas alturas, las monarquías europeas eran ya una maraña endogámica de primos y reprimos casados entre ellos, lo que acabaría derivando en nefastas consecuencias para la salud.
Cuando Carlos II el Hechizado, rey de España, amenaza con morir sin descendencia, las potencias europeas comienzan a hacer planes para repartirse el imperio español en trocitos. José Fernando de Baviera era el candidato de los Austrias, por ser sobrino nieto de Carlos II y bisnieto de Felipe IV. Fue el primer elegido por el rey Hechizado. Una advertencia, en aquellos tiempos los reyes se casaban muy jóvenes, por lo que era habitual ser abuelo o tío-abuelo a muy temprana edad. En el primer tratado de La Haya, firmado en el año 1698, también denominado Primer Tratado de Partición de España y suscrito por Inglaterra, los Estados Generales de los Países Bajos y Francia, las potencias europeas se repartían los despojos de España.
Por aquel entonces, Carlos II intentaba recurrir aún a todo tipo de trucos para concebir un hijo junto a Mariana de Austria. Un estudio publicado en Archivos Españoles de Urolo gía 3 resulta muy revelador al respecto y confirma que Carlos II presentaba hipospadias, que en cristiano es una anomalía congénita por la cual el pene no se ha desarrollado de forma normal. El agujerito por el que ha de salir la orina o el semen se encuentra entre el pene y el escroto, cerca del perineo. También tenía, atendiendo a la literatura de la época, un solo testículo, y además atrófico y «negro como el carbón», según describe su autopsia. El mismo estudio concluye que, «Carlos II presentó un estado intersexual con genitales ambiguos. Su fenotipo físico inclina más hacia un hermafroditismo y sobre todo a un varón XX, que a un síndrome de Klinefelter, que ha sido el más atribuido. Es probable su asociación con un síndrome X frágil». No obstante, la única forma de verificar estas teorías sería estudiar sus restos, que se encuentran en el monasterio de El Escorial.
Carlos II se había casado con María Luisa de Orleans en primeras nupcias, y un año después de la boda aún no se había consumado el matrimonio. Cuentan que el embajador de Francia —un adelantado a su época, pero sin medios tecnológicos adecuados— ideó un plan para saber si era estéril. Mediante el soborno a una lavandera hizo robar los calzoncillos del rey vecino para comprobar si tenía o no espermatozoides. Los médicos no le sacaron de dudas, había diversidad de opiniones. El pueblo, muy poco caritativo con las dos mujeres, y a pesar del espantoso aspecto del rey, le echó en cara a la primera esposa la falta de herederos. La copla que entonaban no podía ser más cruel.
Parid, bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España,
si no parís, a París.
Tras su muerte se buscó una sustituta, Mariana de Neoburgo. Fue elegida no por su pelo pelirrojo ni por su carácter, sino porque se le presumía una fertilidad pasmosa: su madre había parido veinticuatro hijos. A pesar de los embarazos que fingió para afianzar su posición en la corte, más de media docena que, por supuesto, terminaban en abortos, el pueblo, que ya empezaba a coscarse de que algo le ocurría en sus partes bajas a Carlos II, creó otra canción para ella.
Tres vírgenes hay en Madrid:
la Almudena, la de Atocha,
y la reina nuestra señora
Se recurrió a todo tipo de métodos para intentar que el rey y le reina engendrasen un hijo, hechizos y contrahechizos, jugo de ciruela por el culete, veneno de víbora diluido en chocolate… Evidentemente, con semejante aparato urogenital, resultaba muy complicado que el rey engendrara un hijo. No hubo suerte. Para colmo, el candidato austriaco, José Fernando de Baviera, murió de varicela. Se preparó el Segundo Tratado de Partición, firmado a espaldas de España. El trono estaba destinado al archiduque Carlos, hijo del emperador Leopoldo, un Habsburgo de pura cepa. Francia, por supuesto, no estaba de acuerdo. Y contra todo pronóstico, Carlos II sorprendió a toda Europa designando heredero en su testamento a Felipe, su sobrino, el apuesto nieto de Luis XIV.
Podríamos llenar páginas y páginas sobre este episodio de la Historia de España que tanta importancia tuvo para nuestro país, pero correríamos el riesgo de aburrir al lector. Pasemos por él de modo somero para contar que se inició en 1701 y finalizó en 1713. Cataluña, que entonces formaba parte del reino de Aragón, apoyó mayoritariamente la causa austriaca. Y firmado el Tratado de Utrecht entre las potencias que participaron el conflicto, el principado de Cataluña resistió hasta el 13 de septiembre de 1714, a pesar de que Carlos hacía tiempo que había abandonado el país para hacerse cargo de más altos designios: el puesto de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
En España se quedó su mujer, Isabel Cristina de Brunswick, primero, y más tarde como virrey el príncipe Starhemberg. Su única función era intentar negociar una capitulación lo más digna posible y preservar los fueros de catalanes y valencianos. Mallorca se rendiría en julio de 1715. Felipe V no aprendió ni una frase en catalán. Odiaba a los catalanes por los quebraderos de cabeza que le dieron, y fueron muchos los consejeros que intentaron disuadirle de algunos de sus errores de juicio, como la abolición de los fueros y de la Generalitat, que debía haber conservado por los catalanes que le habían sido leales, habida cuenta de que se mantuvieron los de Navarra y el País Vasco por el apoyo prestado a la causa borbónica.
¿Quién ganó la guerra? Las potencias que sacaron tajada. El Reino Unido, que apoyó a Austria, se quedó con Gibraltar y Menorca, además de obtener amplísimas facilidades para traficar con esclavos en las Indias españolas. Los Países Bajos católicos se quedaron con Nápoles y Cerdeña, Sicilia fue a parar al duque de Saboya, y Milán correspondió en el reparto al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, ya convertido en Carlos VI. Perdió un trono, pero ganó un imperio y un ducado. Una curiosidad: Milán siempre ha sido un lugar en el que a Juan Carlos I, descendiente de Felipe V, le ha gustado perderse, como buen italiano de nacimiento.
Su antepasado no se quedó muy contento con los bocados que habían dado las potencias europeas a España, e inició diversas intentonas para recuperar lo perdido, sin éxito . Hay que decir de Felipe V que era un hombre valiente, al que llamaban el Animoso por el arrojo que demostraba en las batallas. Desde muy joven había dado muestras de un temperamento ciclotímico que, si bien en un principio no podría diagnosticarse como un bipolar de libro, evidenciaba que tenía el sistema nervioso algo movidito. Los bipolares pasan de la fase maniaca a la depresiva en apenas un instante. Un día se creen los reyes del universo —Felipe casi lo era— y al día siguiente pueden sentirse una brizna de paja. Entonces no existían ni el litio ni la quetiapina, y el rey tuvo que soportar a pelo los terribles vaivenes de su estado de ánimo . Tampoco había psicoterapeutas y, con muy buen tino, el monarca los sustituyó por un confesor al que le contaba absolutamente todo, primero, y por el sexo, después.
Pero regresemos al solemne momento en el que, tras la muerte de Carlos II el Hechizado, el 1 de noviembre de 1700, a Luis XIV, sentado en un orinal, le llega la noticia de que su nieto es el nuevo rey de España. El monarca francés era una de las pocas personas que no hacía sus necesidades en los pasillos de Versalles, uno de los lugares más sucios del mundo en el siglo xviii . ¿Nunca se había preguntado el lector por qué Francia se convirtió en la capital europea del perfume? La respuesta es esta: para poder soportar semejantes pestes.
Mientras hacía de vientre, Luis XIV valoró los pros y los contras de aceptar semejante legado para su nieto. El 16 de noviembre el Rey Sol dio entrada al embajador de España en las Cortes Reales. Se trataba del marqués de Castelldosríus (antepasado de Agatha Ruiz de la Prada, cuyo título ostenta actualmente).
Después de darle algunos consejos a su nieto, el Rey Sol dejó que el tatatatarabuelo de Agatha actuara. El marqués, rodilla en tierra, rindió homenaje a su monarca con un brevísimo discurso en castellano. Después, el ilustre abuelito pronunció aquella frase célebre: «Sed un buen español, pues tal es ahora vuestro deber primero; pero acordaos de que habéis nacido francés y mantened la unión entre ambas naciones; tal es el modo de hacerlas dichosas y conservar la paz de Europa».
Por aquel entonces, Felipe no había cumplido aún los diecisiete años y todavía era virgen, algo del todo impropio en la época y en su estirpe. Intuía ya el muchacho que estaba tan dotado para el amor como su abuelo —la naturaleza es la naturaleza—, pero aborrecía de la concupiscencia que reinaba en Versalles. Aspiraba a ser casto, pero no célibe. De acendrados principios religiosos, estaba dispuesto, al contrario que la mayor parte de los descendientes que le han seguido en el trono, a ser fiel a la mujer que tomara por esposa para toda la vida. En su caso fueron dos, pero eran tantos los impulsos amatorios descontrolados del «marido más marido de todos los maridos», como lo denominó un diplomático, que no sería de extrañar que sus dos esposas hubieran agradecido el relevo de algún que otro pubis caritativo, alguien que les ayudara a satisfacer y frenar a ese garañón desbocado que tantas escoceduras les provocaba mañana, tarde y noche.
La primera mujer de Felipe V fue María Luisa Gabriela de Saboya. El abuelo la eligió para él porque quería ganarse el favor de su papá, el duque. Tenía solo trece años, los ojos azules enmarcados en unos párpados pesados, el pecho breve y una boquita sensual con el labio inferior más prominente que el superior, que hechizó a nuestro rey loco. Era lista, resolutiva, valiente e inteligente, capaz de solucionar los problemas uno a uno sin perder los nervios, y a pesar de no ser guapa había algo en ella que llamaba la atención. El duque de Gramont la describió así: «No puede decirse que sea una belleza, pero sí que su figura agradará siempre a cualquier hombre de gusto delicado». Una de sus damas, la condesa de la Roca, dijo de ella: « María Luisa era de talla pequeña, pero había en toda su persona una elegancia notable. Sus cabellos eran castaños, sus ojos casi negros, llenos de fuego y de vivacidad. Su fisonomía conservó largo tiempo una expresión infantil pero muy inteligente, en una agradable mezcla de ingenuidad y de gracia pueril. Su tez era de notable blancura y, como su hermana la duquesa de Borgoña, tenía las mejillas gruesas, talle airoso, pies pequeños y manos encantadoras». 5
Llegó la reina a España procedente de su tierra natal. Se suponía que su marido debía esperarla en palacio; sin embargo, se lanzó a caballo hacia La Junquera, vestido como un gentilhombre. La saludó con mucho respeto sin revelarle quién era, ya que contaba con la complicidad de la princesa de los Ursinos, todo un personaje, mano derecha y amante de Luis XIV y enviada para ejercer su voluntad a distancia sin preocuparse de disimular. Espía, consejera, ministra en la sombra, cronista y hasta mamporrera, su influencia fue radical durante el reinado de Felipe V mientras vivió su primera esposa.
El rey, como ya ha quedado apuntado, tenía diecisiete años y María Luisa solo trece. Tan entusiasmado estaba con lo que vio dentro de la carroza, que abandonó su caballo y viajó en el estribo con tal de estar cerca de quien era su mujer, ya que se habían casado por poderes el 11 de septiembre de 1701. La boda definitiva tuvo lugar en Figueres y el banquete que se sirvió provocó que la noche de bodas no fuera la deseada e imaginada por su majestad y que el malestar de la reina se prolongara durante días.
No fue que tomaran algo en mal estado y enfermaran, no. El propio duque de Saint-Simon contaba con mucha gracia en sus memorias qué provocó que Felipe V tardara más de lo deseado en poder consumar su unión con la jovencita.
El banquete estaba compuesto por platos españoles y franceses, pero las damas españolas decidieron por su cuenta y riesgo que ningún plato realizado a la francesa llegara a la mesa de la joven reina niña. Simulando que tropezaban los dejaban caer al suelo con escaso disimulo, y gracias a su estratagema solo llegaron a la mesa los platos adobados «a la española». Pese a ser apenas una niña, María Luisa comprendió que esa no era forma de tratar a una reina. Ella y Felipe V se retiraron a sus habitaciones malhumorados, y allí estalló en llanto. Llegó a decir que quería volver a su país, no estaba dispuesta a ser servida por damas tan soberbias y desconsideradas, capaces de salpicar a su reina con tal de reivindicar los usos y costumbres españoles. El berrinche le duró tres días, y solo gracias a las buenas palabras y a la diplomacia de Marie Anne de la Trémoille, princesa de los Ursinos, transigió en cumplir con el débito conyugal.
A ambos les gustó, pero más a Felipe V, que descubrió los placeres de la carne con su esposa y ya no quiso parar. Hasta tal punto se obsesionó el rey con el fornicio, que la princesa sujetavelas, la de los Ursinos, se asombraba en una carta dirigida a madame de Maintenon, afirmando que el rey no se cansaba de cumplir con el débito conyugal una y otra vez y que no salía de la alcoba de su esposa. Un cortesano, el francés Louville, llegó a decir: «El rey decae a ojos vista por el excesivo comercio con la reina [...], vigorosa y que lo soporta todo». 6
No era tan cierto el vigor presupuesto ni la capacidad de soportarlo todo, porque lo que realmente ocurrió fue que tanta cama debilitó a la joven. Algunos historiadores consideran que el uso y abuso del débito conyugal contribuyó a minar el débil organismo de la reina y a llevarla a la tumba antes de tiempo. Tuvieron cuatro hijos: Luis, el heredero, el futuro Luis I, que llegó al mundo cuando su madre contaba aún diecinueve años. Dos años después, el 2 de julio de 1709, nació el infante Felipe, que solo sobrevivió seis días. Tras él nació Felipe Pedro, el 7 de junio de 1712, que sobrevivió seis años; y, por último, Fernando VI, nacido el 23 de septiembre de 1713.
El rey había comenzado a experimentar, siempre con el beneplácito de su confesor.
La postura ortodoxa para el coito, en aquella época, era la tradicional del misionero, el hombre arriba y la mujer abajo. El primer Borbón nunca fue muy dado a la ortodoxia, al menos en el aspecto sexual. Los confesores permitían que dicha postura se invirtiera siempre y cuando el hombre acabara polucionando en lo que la Iglesia llamaba el «vaso natural» de la mujer y cuya finalidad era la procreación.
A pesar de la intensa vida marital de la pareja, cierto es que nadie se muere por exceso de sexo. María Luisa contrajo la tuberculosis, se cree que tras su primer parto, y bastante duró en aquella época en la que no existían los antibióticos. Con el ánimo de curarla le aplicaron todo tipo de remedios que solo contribuyeron a hacerle la vida imposible: le dieron de mamar de una nodriza y le raparon el pelo para embadurnarle el cráneo con sangre de pichón. Aun con su cabeza calva, para su esposo seguía siendo la mujer más bella del mundo, y no dudó en dormir con ella hasta el día de su muerte, como había hecho incluso cada vez que daba a luz, sin miedo a la terrible tuberculosis.
Una historia de amor como la suya rondaba lo macabro. El rey practicó sexo con su esposa hasta el último momento, cuando era lo más parecido a un cadáver. El 14 de noviembre, Marie Anne se lo llevó de la habitación casi a rastras. Por cuestiones de etiqueta los reyes no podían presenciar la muerte de sus seres queridos, ni en Francia ni en España.8
Es un hecho reconocido que el rey estaba obsesionado por el sexo, y son muchos los documentos escritos que han llegado a nuestros días y que así lo atestiguan. El duque de Saint-Simon revelaba: « De placeres solo concede la caza y el matrimonio, y si algo puede abreviar la larga vida que le promete su temperamento nervioso, vigoroso, sano y de buena complexión, será el exceso de comida y de ejercicio del deber conyugal, en el que trata de excitarse con algunos socorros continuos». 9
Parece más creíble esta tesis en un rey obsesionado en la misma medida por el sexo y el pecado, que recurría constantemente a su confesor para que le absolviera, deducen los historiadores, de la culpa y la debilidad de la masturbación. De creer lo que afirman las numerosas biografías escritas so bre este desdichado monarca, Felipe V se pasaba el día dándole al manubrio, solo o en compañía. No hace falta una imaginación muy retorcida para pensar en él encaramado a una de las bellísimas arañas de cristal que adornan el palacio de La Granja, como un mono en una palmera de un zoo, dando el espectáculo.
Ahora lo llamarían adicción al sexo, trastorno compulsivo, acudiría a terapia y, en el peor de los casos, tomaría medicación. En aquellos momentos, solo tenía que aprender a gestionar la relación con su conciencia, que no era precisamente idílica.
Cuenta el autor José María Solé en Los pícaros Borbones que «cualquier episodio masturbatorio al que se viese obligado a recurrir, se convertía para él en fuente de las más aniquiladoras torturas morales, sumiéndose en profundas postraciones. En el palacio real de Nápoles protagonizó más adelante públicos episodios de abierto masoquismo exhibicionista, como cuando, ante el estupor de los cortesanos, obligaba a sus propios bufones a golpearle con dureza y a escupirle en el rostro»; 10 una forma de expiar sus pecados sin tener que recurrir a sus confesores. El rey sabía que, si se buscaba manga ancha en materia sexual, el mejor confesor posible entonces y ahora es y será siempre un miembro de la Compañía de Jesús. Consciente de ello, se rodeó de jesuitas.
Ya entonces, un caballero escribía a un religioso dominico preguntándole sobre «la nouedad que se rezela, de que el rey nuestro señor don Phelipe V no confiesse con religiosos de dicha religión». 11 Así, Antonio Arbiol, en su libro Estragos de la luxuria y sus remedios , asegura: «Conforme a las divinas escrituras y santos padres de la Iglesia escribe engaño pernicioso de algunas personas las que buscan confesores nada escrupulosos, que fácilmente les absuelvan con penitencias leves». 12
Así eran los confesores de Felipe V, muy tolerantes con la barra libre que el rey tenía con las mujeres con las que se casó, aunque, si era dentro del matrimonio, ¿cuánto sexo había que tener para ser considerado pecado? Y es que no se trataba solo de la cantidad, sino también de la calidad.
Arbiol, contemporáneo del monarca, opinaba que «hierran los hombres que piensan que toda torpeza les es lícita con sus mujeres propias. Esto no es así; porque San Bernardino de Sena dice, y es así, que también puede el hombre embriagarse con el vino de su propia cuba si lo bebe con exceso notable y con moderación dañosa y prohibida. El segundo engaño es imaginar que con su propia mujer no está prohibida la sodomía. Este es un engaño muy pernicioso, porque la misma naturaleza les enseña; que en todos es pecado gravísimo semejante congreso. Se dice pecado nefando, por su grande fealdad. Por él abrasó Dios las cinco ciudades, como se refiere en la Divina Escritura. El engaño tercero es el de aquellos casados que con indebida postura se juntan, exponiéndose a frustrar el santo fin del matrimonio emitiendo semen extra vasija». 13
Ni imaginar podemos la cantidad de semen extra vasija que derramaría el monarca durante sus prácticas masturbatorias, esas que emponzoñaban su conciencia y su corazón, ya que era más que consciente de la opinión que las autoridades eclesiásticas tenían sobre la masturbación en aquellos tiempos, a pesar de que él, como rey, obtuviera siempre la ansiada ab solución:
Algunas criaturas se vician en tocamientos impúdicos y deshonestos frecuentísimos desde los primeros años de su vida, y con el tiempo suelen ir de aumento con feísimas poluciones. Con ellas se inficionan hasta los huesos, de tal modo, que con ellos van sus pecados hasta la sepultura, como lo dice el Santo Job. 14
A buen seguro que el Santo Job, el de la famosa paciencia, no tenía tanta como las dos esposas de Felipe V. Cuando mu rió María Luisa urgía encontrar una sustituta, y de nuevo Marie Anne, princesa de los Ursinos, se erigió como la mejor celestina. Ella conocía al rey a la perfección, y así describió a su jefe, Luis XIV, la dramática situación de su nieto:
A cada instante que transcurre se hace más urgente la necesidad de buscar una esposa para el rey. Como no ignoráis, decía al abate Alberoni que la continencia produce violentos dolores de cabeza y sudores a S.M. y no es posible siquiera apelar al simple remedio de una amante, ya que la conciencia del rey continúa siendo tan fuerte como su ardor temperamental. 15
¡Ay, abate Giulio Alberoni, asesor de la de los Ursinos! Todo un personaje, un homosexual declarado que hizo carrera alabando el culo del duque de la Vendôme. Suya es la frase que describe el ardor sexual monógamo del primero de los Borbones españoles: «No tiene más que un instinto animal con el cual ha pervertido a la reina. No necesita más que un reclinatorio y los muslos de una mujer». 16
La reina había muerto, pero el rey no estaba hecho para ser un casto viudo. Necesitaba una mujer. Los mentideros se lanzaron a murmurar, y lo que comenzó como un rumor pronto adquirió categoría de certeza. Se decía que entre la casa de la princesa Marie Anne y el palacio de Medinaceli, donde se hospedaba provisionalmente el rey, existía un pasadizo secreto que la aristócrata francesa recorría por las noches para acudir a consolar al monarca, viudo a los treinta y tres años. La princesa ya había cumplido los setenta y cuatro, y aunque era una mujer de muy buen ver, cuesta trabajo creer que tuviera trato carnal con el rey, aunque es cierto que ejerció de «mamporrera» cuando María Luisa y él no acababan de encontrarse la medida de recién casados. No sería de extrañar que, con la excusa del cariño que tenía a su difunta esposa, y para calmar los nervios del joven viudo, le hubiera suministrado algún tipo de consuelo manual de los que tanto gustaba. Como tantos otros Borbones que le sucedieron en el reino de España, necesitaba descargar las escopetas, las de verdad —el mismo día de la muerte de su esposa se fue a cazar pajaritos—, y la que guardaba entre sus piernas y a la que tanto uso dio durante toda su vida.
Marie Anne de La Trémoille no era una MILF . 17 Tenía edad de ser abuela, pero la matronolagnia, o atracción por una mujer extremadamente mayor, en la corte de Francia no estaba vista como una perversión. Ninon de Lenclos, considerada la mujer más bella de Francia, gran amiga de madame de Maintenon, fue una mujer muy deseada incluso después de cumplir los ochenta. Suya es una frase que no funcionaba con Felipe V, pero que pasó a la historia: «El amor nunca muere de hambre, sino frecuentemente de indigestión». Por mucho que comiera, Felipe nunca se hartaba. Y no había nacido para el ayuno sexual.
La princesa de los Ursinos, muy crecida, pidió consejo a Alberoni —que, en realidad, si entendía de algo, era de culos—, y este le recomendó a Isabel de Farnesio, una princesa parmesana a la que describió como medio boba, algo gorda y manejable, acostumbrada a atiborrarse de queso y mantequilla y con nulas ambiciones y capacidades. Nada más alejado de la realidad. La Farnesio era una mujer muy culta, inteligente y preparada, dotada para todo lo que se proponía, desde la pintura a la música y, por supuesto, los asuntos de Estado.
Fue aleccionada por el propio Alberoni, que escribió una carta a su padre, el duque de Parma, para que disimulara ante la princesa de los Ursinos, la mano derecha del rey, antes de conseguir enamorar a su marido. La confianza de Isabel de Farnesio en sí misma era del tamaño del palacio de Riofrío, la casita que se construyó en Segovia cuando se quedó viuda, y donde no pernoctó ni una sola noche.
El abate intrigante le chivaba todo al papá de la futura esposa de Felipe V. Que nunca podría sustituir a María Luisa en el corazón del rey, que le había preparado un recibimiento muy pobre… Que si el dormitorio que le habían acondicionado en El Pardo estaba mucho peor arreglado que el que había ordenado decorar para ella… Mil y una maldades que fueron encorajinando a la futura reina.
El 22 de septiembre salió de Parma con dirección al puerto de Sestri Levante que la conduciría hacia Alicante. Todo estaba organizado para que en seis días pisara tierras españolas, dispuesta a conocer a su impaciente marido. No llegaron a tiempo, y el dux de Génova le ofreció sus barcos para que pudiera ganar tiempo y ser despedida desde un puerto más importante, digno de una reina, como era el de Génova.
Una tempestad cambió los planes iniciales y quizás también la historia de España. Mareos, vómitos, chinches… la futura reina pasó por todas estas penalidades y cuando llegó a Génova espetó a un perplejo marqués de los Balbases que no estaba «dispuesta a volver a subirse a un barco».
Así, la llegada a España se demoró varios meses porque decidió viajar por tierra, mientras Felipe V ardía en impaciencia de conocer a su esposa. Él no contraía matrimonio por segunda vez por motivos políticos, ni para asegurar descendencia. Ya tenía varios hijos. Quería casarse para poder copular a todas horas, como los conejos que cazaba por El Pardo. La tardanza de Isabel de Farnesio hacía crecer el deseo hacia ella. Los cronistas la describen como una mujer alta y fuerte, de busto generoso y anchas caderas. Solo tenía un defecto: su rostro estaba picado de viruelas, pero tal era su gracia y la viveza de su conversación que resultaba muy atractiva. Así hablaba de ella el duque de Saint-Simon: «Era absolutamente encantadora (…) con un aire de grandeza y una majestad que siempre le acompañaban».
Era majestuosa y también despiadada. Marie Anne imaginaba que había capturado un dulce polluelo de veintidós años que podría dominar a su antojo y enseñarle a cantar a su gusto. Pero se encontró con un águila que la destrozó con sus garras. El encuentro entre las dos mujeres fue un auténtico choque de trenes. Tuvo lugar en Jadraque, en la provincia de Guadalajara, un pequeño pueblo perteneciente a La Alcarria, cuya población actual no supera los mil quinientos habitantes. Allí, en la Casa de las Cadenas, las dos protagonizaron una escena tan teatral como violenta, que se ha convertido en legendaria.
Marie Anne de La Trémoille se había adelantado a recibir a la futura reina, ansiosa por conocer el percal para poder doblarlo a su gusto. Se trataba de una casa de postas donde recalaban los viajeros de cierto nivel. Hay varias versiones sobre cómo se originó el conflicto. Se sabe que una fuerte nevada descompuso el atuendo de Isabel de Farnesio quien, cansada y agotada, no estaba para tonterías. Unos cuentan que la princesa de los Ursinos le reconvino sobre su aspecto, y apoyando la mano en la cadera de Isabel, como quien valora un trozo de carne en el mercado, le hizo ver que estaba demasiado gorda. Otros aventuran que simplemente pretendía abrazarla.
Más creíble resulta que no le hiciera las reverencias necesarias a su rango y que le insinuara que en su mano estaba que las cosas entre ella y su futuro esposo estuvieran en el sitio que tuvieran que estar. ¿Quiso aludir a su condición de celestina real que ya ejerció con la inexperta María Luisa?
Cualquiera de las dos versiones resulta verosímil. Pero lo que es absolutamente cierto, y está recogido en todas las crónicas históricas con pelos y señales, es que Isabel montó en cólera y pidió al jefe de la Guardia de Corps que retiraran «a esta loca de mi presencia», gravemente ofendida. Hay quien afirma incluso que abofeteó a la anciana. El militar al mando solicitó la orden por escrito y al punto la obtuvo firmada de puño y letra por la indómita parmesana. Esa misma noche, prácticamente con lo puesto, la princesa de los Ursinos era deportada a Francia, y, poco después, el obispo y cardenal italiano, Giulio Alberoni, era nombrado primer ministro con el apoyo de Isabel.
Y así, pisando fuerte, se inicia el reinado de Isabel de Farnesio, una mujer valiente, inteligente e indómita que desde el primer día supo cómo dominar a su marido. La noche de bodas fue interminable.
Nada más poner un pie por primera vez en el palacio del Buen Retiro, la residencia de la familia real, Isabel de Farnesio fue conducida directamente a la alcoba en la que había fallecido su predecesora. La habitación, oscura y asfixiante, llevaba sin ventilarse los diez meses transcurridos desde la muerte de María Luisa Gabriela. Felipe cumplió con el capricho morboso de yacer con su segunda esposa por primera vez en palacio en el mismo tálamo en el que había agonizado la primera. 18
Aquella noche descubrieron que en la cama se entendían a la perfección, y tanto era el uso que dieron al débito conyugal que hicieron de su dormitorio el centro de todas sus actividades. Saint-Simon describe la situación de este hombre, buen padre, demasiado buen marido, muy reservado, aunque quizás no siempre para la reina y su confesor.
Tienen las sillas taladradas en el mismo sitio, no se separan nunca, la misma mesa, las mismas cosas, las audiencias juntos. El príncipe comió solo cinco o seis veces. Duermen en la misma cama y les ha sucedido verse atacados de fiebre a la vez sin haberlos podido convencer que se separaran, uno haciendo llevar otra cama al lado de la suya. En la que los he visto no tiene ni cuatro pies de ancha, con columnas y muy baja. Hace cinco años el rey estuvo muy enfermo durante varios meses, y la reina durmió siempre con él durante su enfermedad. Lo mismo ocurre cuando la reina da a luz y en cualquier otra ocasión. Con la difunta reina solo dejó de dormir dos días antes de su muerte. 19
En la cama recibía Felipe V a sus ministros, y a los pies del lecho, a veces tras un biombo, esperaba el confesor, a quien Felipe e Isabel hacían partícipe con sus gemidos de placer, de sus creativas y divertidas prácticas sexuales. El matrimonio tuvo siete hijos.
En su libro La corona maldita , la periodista y escritora Mari Pau Domínguez retrata a Felipe como un avanzado en cuestiones sexuales, y alude a los dildos 20 de la época como posibles instrumentos amatorios usados por el rey quien, según se cuenta, se auxiliaba con un vino llamado de Alicante, mezclado con clavo, yemas de huevo y otros ingredientes, vino al que también era muy aficionado su abuelo y al que hace alusión el doctor Cabanès en Le mal héréditaire .
No lo pasó mal Felipe V durante su reinado. El rey no reinó de un tirón. Abdicó en su hijo, Luis I, y tras la muerte de su primogénito tuvo que volver a ocupar el trono. A esas alturas, su salud estaba ya muy deteriorada. A lo largo de su doble reinado no solo se distinguió por sus proezas sexuales y su rendimiento en la cama, sino también por sus ataques de locura.
En una ocasión creyó que María Luisa, desde el otro mundo, había convertido sus sábanas en fosforescentes para recordarle que no había encargado suficientes misas por ella. Luego le dio por no cambiarse de ropa, obsesionado con que querían ponerle veneno en las camisas, y solo se vestía si antes se las había probado su mujer.
Melchor Rafael de Macanaz, fiscal del Consejo de Castilla, llegó a sospechar que Isabel de Farnesio podría haber envenenado al hijo mayor del rey para acortar el camino a su descendencia, aunque no se atrevió a abrir una investigación oficial. Luis I había muerto de viruela, y ¿qué habría sido más fácil, dado su carácter contagioso, que darle la camisa de alguien que hubiera padecido esta enfermedad? ¿Y si Felipe no estaba loco, y en el fondo sospechaba de su mujer?
Lo cierto es que, con el tiempo, cayó en el desaseo más desagradable. Su habitación apestaba. No se cortaba las uñas de los pies y estas se convirtieron en garras de más de diez centímetros. Apenas podía andar y su peluca, sucia y retorcida, parecía un cisne muerto.
En una etapa de su vida creyó que el sol le hacía daño, y cambió los horarios de toda la corte. Trabajaba de noche y dormía de día. En sus peores momentos llegó incluso a pegar a su esposa, y quiso montar en los caballos que adornaban los tapices del palacio de La Granja. También croaba como una rana y pegaba saltos por los pasillos de palacio en cuclillas. Un día se escapó desnudo del palacio, vestido solo con una camisa.
Para tratar de calmarlo, y siguiendo el dicho que afirma que la música calma a las fieras, Isabel contrató al castrato Farinelli, el mejor cantante de su época. Durante diez años estuvo actuando cada noche el famoso artista para los reyes de España, ofreciendo un concierto solo para ellos, pero lejos de tranquilizarlo, a Felipe V le dio por imitarlo. Así lo contaba el embajador inglés a su rey, Jorge II: «Le da por lanzar tantos gritos y gemidos que se intenta por todos los medios que el espectáculo no tenga testigos».
Al final de sus días apenas daba la lata. Permanecía abotargado, pero seguía llamando a su esposa al lecho conyugal hasta varias veces al día cuando se espabilaba. El 9 de julio de 1746, se sintió indispuesto; presintió la muerte e hizo llamar a su confesor. Sufrió un desmayo antes y las venas de la frente se le hincharon. El confesor no llegó a tiempo, y aquel rey tan pío, que obligaba a escuchar escenas pornográficas casi a los pies de la cama a los curas que velaban por su salud espiritual, murió sin recibir la extremaunción, en brazos de su esposa, quien siempre estuvo disponible y al alcance de la mano para él.
Translation - English SEX and THE BOURBONS
Felipe V to Felipe VI
1.
FELIPE V.
The sexual furore of a bipolar king who liked his wife too much
In the palace of La Granja, on leaving one of its corridors full of paintings, there is a white door with an immense keyhole. The instinctive reaction (at least mine) is to bend down to place the eye in an act of voyeurism and see, unseen, what is inside the room. I did so, not without some fear that the ghost of Felipe V, Felipe VI's ancestor, would appear naked before me. But I only glimpsed a tremendous clarity and what looked like a gallery attached to a huge courtyard. I imagined Isabella of Farnese and her sex-addicted husband having sex outdoors, and not in the palace's Sala de Lacas, which was her bedroom during the remodelling of the façade, an utterly depressing place.
The motley décor is sad and stifling. A passion as overflowing as the monarch's deserved ample space. And La Granja, the legacy for which he was most fond, has it. It is a palace in which imaginative and enlightened minds perceive musky aromas despite the thousands of violets and peonies that scent its marvellous gardens. Why? Probably because there was no place that this king did not baptise with his sceptre. If the testimonies of those who have written about the figure of Spain's first Bourbon are to be believed, Felipe V never tired of having sex with his two wives. Several times a day for most of his life.
Doctors such as the psychiatrist and writer Vallejo-Nágera, grandfather of the famous chef and judge, Samantha Vallejo-Nágera, who reigns supreme on Masterchef, have described him as bipolar. He probably was, but he was also a child who had inherited the amatory gifts of his grandfather, Louis XIV, who had hundreds of mistresses. Madame de Maintenon, the morganatic and beatific wife of the Sun King in the last years of his life, complained bitterly to her confessor. At a time when neither Vagisil nor divorce existed, it irritated her in every way to have to make love to her almost septuagenarian husband so much that she decided to take matters into her own hands. Hopeful, she went to her spiritual advisor, to whom she asked under the protection of the secrecy of confession:
“Father, is it not a sin to make love more than twice a day at this age, when the hopes of procreation are futile?”
The answer was in the negative. There was no offence to God in satisfying the Sun King's sexual needs and so she must continue to do so, so the queen headed for the bedroom, walking slowly, legs apart, and ready for another sexual marathon.
Like father, like son, and like breeds like. Felipe V sheathed and unsheathed his sword like a satyr chasing his two queens, Maria Luisa Gabriela of Savoy and Isabella Farnese of Parma. Such was the king's sexual furore for his second wife that he even held councils of ministers together with the Parmesan in bed, although the chronicles do not report whether he took advantage of such moments to practice the act, which would have made him one of the first royal exhibitionists, although I do not mean to say that there have been any since then.
Felipe V, the twice-reigning king who established the Bourbon dynasty in Spain, came into the world on 19 December 1683 at Versailles. His father was Louis of France, the Grand Dauphin, who never reigned because legend has it that at his birth an evil fairy foretold that he would be the son of a king, the father of a king, but never a king (the same would eventually happen to one of his descendants, Don Juan de Borbón). And so it happened. He died on 14 April 1711, at the age of forty-nine, without ever having rested his buttocks on the royal throne.
Felipe V's mother was Maria Anna Victoria of Bavaria, guilty, according to Francophile historians, of the mental disorders that our protagonist suffered throughout his life. She was a Wittelsbach, like Ludwig II of Bavaria, the mad and openly homosexual king who revolutionised the European courts in the 19th century and whose days were ended drowned in a lake. She was also a Wittelsbach Sissi empress, the idol of girls born in the 1960s thanks to the Historias Selección book collection. A cocaine addict and anorexic, Sissi preferred her Hungarian aristocratic friends and their horses to the company of her husband, Franz Joseph. Her son, the depressed Prince Rudolf, "committed suicide" with his mistress Maria Vetsera in the hunting lodge at Mayerling, shot himself in the temple. The tragic story of the Wittelsbachs.
Maria Anna Victoria of Bavaria, the progenitor of Felipe V, suffered from a hypochondriac and faint-hearted temperament, according to the whispers in the Versailles gossip circles. Although her ailments were real, anything that could not be explained by the rudimentary medicine of the time was called "vapours". And if the mother was vaporous, so was the son.
As a child, at court, Felipe V displayed a character that was, shall we say, dull-witted. This is how he was described by his great-aunt, the Princess of the Palatinate, wife of Louis-Philippe d'Orléans, brother of Louis XVI. We shall speak at length about this woman, whose copious and amusing correspondence offers us delicious details and piquant gossip about the way of life of the powerful at the European courts, but this is what she had to say about the boy Felipe:
He looks Austrian, with his mouth always open, I have pointed that out to him a thousand times. When he is told, he closes it, because he is very docile, but as soon as he forgets, he leaves it open again... If we put him in front of a hundred mouths of fire telling him to "stay there", he would stand firm as a wall. On the other hand, if one of the people he is used to were to say to him: "Get out of there", he would go. He has no self-confidence. Whatever you tell him to do, he does, but nothing else.[1]
It was normal for the boy's mouth to hang open. He had stayed that way when he learned that his grandfather's vast heart had encompassed love for several families. And he was full of testosterone until very old age. He had enough for himself and his descendants, and his peculiar legacy extended to Juan Carlos I, at least.
The Sun King, who did not sign his conquests in the yet to exist “OK!" magazines, nor could he look at the small screen to select starlets, singers, TV presenters or actresses, who were dying to embrace with their legs the slippery royal buttocks, like those of all the Bourbons. He had at his disposal all the women who lived in Versailles, whether they were nobles or commoners, maids or duchesses. Louis XIV had a big heart and love for them all. No information has come to light about other aspects of his anatomy, which does not speak in his favour. But that mattered little in his case.
In those days, being the king's regular or occasional mistress brought many benefits: jewels, land, the possibility of granting privileges and favours to family and friends... in short, power. In that sense, little has changed. Very few dared to resist. And this was a custom that went back a long way. Brantôme, in Les Dames Gallantes,[2] speaks in these terms of King Louis XIII, Louis XIV's predecessor to the throne of France:
I have heard that the king once wanted to sleep with a lady of his court whom he loved. She found her husband with sword in hand to kill her, but the king put his sword to his throat and ordered him, for his life, to do her no harm, and that if he did the least thing to her, he would kill him on the spot or have his head cut off publicly. That night he sent him away and took his place. This lady was very fortunate to have found such a good champion and protector for her c…, for henceforth her husband dared not say anything to her, and let her do everything as she pleased.
There was always the possibility that husbands might use poison to take away the king's whim or to regain their honour, or that they might resort to trying to dissuade the monarch or to expose his abuses by scandal. A notable case was that of Madame de Montespan's husband, Louis-Henri de Pardaillan de Gondrin, Marquis de Montespan. After visiting the king to express his grievances and remind him that adultery was punishable by hell, he dressed in mourning. When asked who he was wearing black for, he replied that it was for his wife. He bade farewell to the court and even organised funerals in her memory, going so far as to organise a funeral procession to Paris. Legend has it that the hearse was adorned with golden horns.
Louis XIV was so enraged that he considered taking more serious measures against him than exile, but Athénaïs played down the events by ridiculing her husband, whom she said, along with his parrot, were the two "characters" who had made the court laugh most.
Despite her fear of losing her splendid figure and beauty, Athénaïs had seven natural children with the king, who were legitimised after her husband's death. Louis XIV's mistresses knew that, in the event of a pregnancy, there was a chance that they could obtain very important titles of nobility for these natural children. Surplus to sexual energy, surrounded by women who hovered around him like moths ready to cheat on their husbands, Louis XIV proved to be a prolific stud. His sperm rarely failed.
The grandfather of the first French king to sit on the Spanish throne had six legitimate children and at least sixteen out of wedlock. Of these fifteen or so natural children, he legitimised eight. He gave them the rank of princes, with the surname Bourbon, and made them potential heirs to the throne. He did even more for them, as to ennoble them he married off his descendants of the sin to collateral branches of the French royal house, which led to some anthological brawls, including slaps in the face, which we will deal with in the following pages. A bastard, no matter how much of a king's son he was, was a bastard in the 18th century and now, especially for the discriminating Bourbon-Condé and Bourbon-Orléans.
Thus, little Felipe, whose education would be entrusted to the very pious bishop and theologian Fénelon. And whom we left open-mouthed a few paragraphs ago on learning about the dalliances of his ancestors, learned that his grandfather had formed, apart from the official family with the Infanta Maria Theresa, a family with Mademoiselle de La Vallière, another with Madame de Montespan and another with Madame de Maintenon, whom he married in 1683. The latter, the hypocritical and beatific former nanny of the Montespan offspring, managed to change Louis XIV. She was even cleverer than Corinna. From the moment they swore vows, he had eyes for no one else.
Felipe would come to the Spanish throne as the grandson of the Infanta Maria Theresa of Austria, whom he never met. He came into the world the same year that his grandfather married the Maintenon, and tried to get on as well as possible with her. This lady, played in the series Versailles by the actress Catherine Walker, had a decisive influence on the court of Spain.
Despite the poor opinion that the women of the family had of the august young Felipe, Louis XIV was so fond of him that many at court wondered whether he might not be interested in succeeding him, bypassing the hereditary line. The Sun King's relationship with his son Louis of France, Felipe V's father, was always fraught with tension because he was the only one who dared to tell him what he thought of him. The king, annoyed, encouraged the courtiers to call his heir Monsignor, which was nothing more than a way of mocking him.
Louis of France's wife, the Bavarian princess Maria Anna Victoria, died in 1690 at the age of twenty-nine, leaving the three princes born of this marriage orphans at a very young age. Felipe was only seven years old.
His father decided to marry in secret a commoner, Mademoiselle de Choin, who became notorious for her ugliness. No one at court could explain how the heir to the Crown had taken such an unattractive woman as his wife, leading the sharp court tongues to spread the rumour that the Dauphin had been the victim of a bewitchment. Maria Emilia de Joly was the alleged enchantress. She was not a particularly chaste woman, but a simple courtesan, lady-in-waiting to the Princess of Conti, Louis XIV's favourite bastard daughter, the fruit of his affair with Mademoiselle de La Vallière.
Louis fell madly in love with her, although he was not the only one. She shared her bed with Count François-Alphonse de Clermont-Chaste. The Grand Dauphin did not seem to mind the double game he apparently played at first. He got her pregnant and decided to marry her. They had a sick child, who was sent to a rural area, and who only survived for two years.
It was to be expected that, in a court with such a background, Felipe of Anjou, the first Bourbon to reign in Spain, would become a libertine who would import French customs to Spain. His great-uncle, Louis Philippe d'Orléans, was an avowed homosexual, who, in order to achieve the sexual act with his wife, the sharp princess of the Palatinate, wrapped his member in religious medals to motivate him to succeed, asking the saints for their intercession so that it would work. Her great love was the knight of Lorraine, a man of extraordinary beauty from the House of Guise. Their excesses became famous in Versailles and the orgies they organised were epic. On one occasion they decided to eat an omelette on the belly of a poor wretch of the court, Colonel Wallon, famous for his enormous belly. They stuck their canines like vampires into the flabby flesh of the good man, who writhed on the floor, crushed by those vicious men who had invented the omelette version of body sushi without ever having travelled to Japan. At another of their famous parties, they went to a brothel to put firecrackers in the vaginas of the prostitutes. France was a very permissive country when it came to sex, as evidenced by the fact that until the 17th century a Parisian street bore the name Poil-au-con, which can be translated as "pussy hair". It was later renamed Pelican.
Human beings forge their character by imitation or by reaction to the upbringing or environment in which they have lived. The psychology of Felipe of Anjou, son, grandson and great-nephew of such promiscuous relatives, was forged in the opposite way. At that time he was convinced that he would never in his life be unfaithful to the woman he would take as his wife. Sickened by such depravity, he decided to choose the path of chastity. In fact, unlike other kings of the Bourbon dynasty, he was a virgin at marriage.
Louis XIV adored his grandson. Felipe V's older brother, the Duke of Burgundy, heir to the throne after the death of their father, died of measles in 1712, three years before the Sun King's death, but by then Felipe V was King of Spain.
Felipe V was the founder of the Bourbon dynasty in Spain, but his accession to the throne was no trivial matter. His right to the Spanish crown was based on the fact that he was the grandson of the shortest queen in the history of France, Maria Theresa of Austria.
Felipe V, Duke of Anjou, was a Bourbon and descended from the Capets, but through the female line also from the Habsburgs and the Trastámara. His hair was as blond as that of Isabella the Catholic, granddaughter of the Lancastrians. Her eyes were almond-shaped, clear, like those of Felipe VI. The long, strong nose, like that of Juan Carlos I..., a magnificent nose that seems to want to insinuate similar correlative magnitudes in the crotch, but which, with time, and following the laws of gravity, ends up drooping downwards. A nose with a rounded tip, yet long and straight, that is in danger of becoming a thermometer of how much wine has been drunk.
The beauty of this young man, who appeared in various portraits at the beginning of his reign, soon declined. The painting The Family of Felipe V by Louis-Michel van Loo, an oil on canvas measuring four by five metres, painted in 1743, is a fine exercise in psychological portraiture of its subjects. The fifty-seven-year-old king is seen defeated, sunken, as he gazes at his second wife, Isabella of Farnese, with eyes like a ram with its throat slit. He is clearly saying: "She's the boss here". His jaw was always slightly forward, a vestige of the Habsburg blood that ran through his veins, but nowhere near the marked underbite of Carlos V.
With his arrival in Spain there was a change of monarchy, it is true, but, as the saying goes, “old wine in a new bottle”, in this case surnames. By this time, the European monarchies were already an inbred tangle of cousins and cousins married to each other, which would end up having dire consequences for health.
When Carlos II the Bewitched, King of Spain, threatened to die without offspring, the European powers began to make plans to divide the Spanish empire into small pieces. Joseph Ferdinand of Bavaria was the Habsburg candidate, as the great-nephew of Carlos II and great-grandson of Felipe IV. He was the first chosen by the Bewitched King. A word of warning, in those days kings married very young, so it was common to be a grandfather or great-uncle at a very young age. In the first Treaty of The Hague, signed in 1698, also called the First Partition Treaty (of Spain) and signed by England, the States General of the Netherlands and France, the European powers divided up the spoils of Spain.
At the time, Carlos II was still trying all sorts of tricks to conceive a child with Mariana of Austria. A study published in Archivos Españoles de Urolo gía [3] is very revealing in this respect and confirms that Carlos II had hypospadias, which in layman´s terms is a congenital anomaly whereby the penis has not developed normally. The small hole through which urine or semen is supposed to exit is instead located between the penis and the scrotum, near the perineum. He also had, according to the literature of the time, only one testicle, which was atrophic and "black as coal", as described in his autopsy. The same study concludes that, "Carlos II presented an intersexual state with ambiguous genitalia. His physical phenotype is more inclined to hermaphroditism, and especially to an XX male, than to Klinefelter's syndrome, which has been the most commonly attributed. Its association with Fragile X syndrome is likely". However, the only way to verify these theories would be to study his remains, which are in the monastery of El Escorial.
Carlos II married Marie-Louise d'Orléans in his first marriage, and a year after the wedding the marriage had not yet been consummated. The story goes that the French ambassador (ahead of his time, but without adequate technological means) devised a plan to find out if he was sterile. By bribing a washerwoman, he had the neighbouring king's pants stolen to test whether or not he had sperm. The doctors were not able to convince him, there was a diversity of opinions. The people, very uncharitable towards the two women, and despite the king's dreadful appearance, blamed the first wife for the lack of heirs. The couplet they sang could not have been more cruel.
Parid, bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España,
si no parís, a París.
*Loosely (Give birth, beautiful fleur-de-lis,
that in such strange affliction,
if birthed, birthed in Spain,
If no birth given, to Paris.)
After her death a replacement was sought, Mariana of Neoburg. She was chosen not because of her red hair or her character, but because she was presumed to be astonishingly fertile: her mother had given birth to twenty-four children. Despite the pregnancies she faked to secure her position at court, more than half a dozen of which, of course, ended in miscarriages, the people, who were already beginning to realise that something was going on in Carlos II's lower parts, created another song for her.
There are three virgins in Madrid:
the Almudena, the Atocha,
and the Queen Our Lady [4]
All sorts of methods were used to try to get the king and queen to father a child, spells and counter-spells, plum juice enemas, viper's venom diluted in chocolate... Evidently, with such urogenital apparatus, it was very difficult for the king to produce a child. No such luck. To make matters worse, the Austrian candidate, Joseph Ferdinand of Bavaria, died of chickenpox. The Second Partition Treaty was prepared and signed behind Spain's back. The throne was destined for Archduke Charles, son of Emperor Leopold, a full-blooded Habsburg. France, of course, did not agree. And against all odds, Carlos II surprised the whole of Europe by designating Felipe, his nephew, the handsome grandson of Louis XIV, as heir in his will.
We could fill pages and pages about this episode in Spanish history, which was so important for Spain, but we would run the risk of boring the reader. Let us briefly review it to tell you that it began in 1701 and ended in 1713. Catalonia, which was then part of the Kingdom of Aragon, overwhelmingly supported the Austrian cause. The Treaty of Utrecht was signed between the powers involved in the conflict, and the principality of Catalonia held out until 13 September 1714, despite the fact that Charles had long since left the country to take up higher duties: the post of Holy Roman Emperor.
His wife, Elizabeth Christine of Brunswick, remained in Spain, first, and later the count of Starhemberg came as viceroy. His sole function was to try to negotiate as dignified a capitulation as possible and to preserve the Catalan and Valencian charters. Mallorca surrendered in July 1715. Felipe V did not learn a single sentence of Catalan. He hated the Catalans for the headaches they had given him, and there were many advisors who tried to dissuade him from some of his errors of judgement, such as the abolition of the charters and the Generalitat (Catalan government), which he should have preserved for the Catalans who had been loyal to him, given that those of Navarre and the Basque Country were maintained for their support of the Bourbon cause.
Who won the war? The powers that profited from it. Great Britain, which supported Austria, took Gibraltar and Menorca, as well as obtaining extensive facilities to traffic slaves in the Spanish Indies. The Catholic Netherlands got Naples and Sardinia, Sicily went to the Duke of Savoy, and Milan went to the Holy Roman Emperor, now Charles VI. He lost a throne, but gained an empire and a duchy. A curiosity: Milan has always been a place where Juan Carlos I, a descendant of Felipe V, liked to lose himself, as a good Italian by birth.
His ancestor was not very happy with the morsels that the European powers had given Spain, and made several unsuccessful attempts to regain what he had lost. It must be said of Felipe V that he was a brave man, who was called el Animoso (the valiant or energetic one) for the courage he displayed in battle. From a very young age he had shown signs of a cyclothymic temperament which, although at first could not be diagnosed as a textbook bipolar, showed that his nervous system was a little shaky. Bipolar people go from manic to depressive in the blink of an eye. One day they think they are the kings of the universe (Felipe almost was) and the next day they can feel like a blade of straw. There was no lithium or quetiapine then, and the king had to endure the terrible ups and downs of his moods bareback. There were no psychotherapists either, and the monarch wisely superseded them with a confessor to whom he told absolutely everything, first, and later, about sex.
But let us return to the solemn moment when, after the death of Carlos II the Bewitched on 1 November 1700, Louis XIV, sitting on a chamber pot, receives the news that his grandson is the new king of Spain. The French monarch was one of the few people who did not relieve himself in the corridors of Versailles, one of the dirtiest places in the world in the 18th century. Have you ever wondered why France became the perfume capital of Europe? The answer is this: to be able to withstand such pestilence.
While on his other throne, Louis XIV weighed up the pros and cons of accepting such a legacy for his grandson. On 16 November the Sun King ushered in the Spanish ambassador to the Royal Courts. He was the Marquess of Castelldosrius (ancestor of Agatha Ruiz de la Prada, whose title he currently held).
After giving some advice to his grandson, the Sun King let Agatha's great-great-grandfather act. The Marquess, on his knees, paid homage to his monarch with a very short discourse in Spanish. Then the illustrious great-grandfather uttered that famous speech: “Be a good Spaniard, for such is now your first duty; but remember that you were born a Frenchman, and maintain the union between the two nations; that is the way to make them happy and preserve the peace of Europe”.
Felipe had not yet reached the age of seventeen and was still a virgin, something quite unbecoming at the time and for his lineage. Already the boy sensed that he was as gifted for love as his grandfather (nature is nature) but he abhorred the concupiscence that reigned at Versailles. He aspired to be chaste, but not celibate. A deeply religious man, he was willing, unlike most of his descendants who have followed him on the throne, to be faithful to the woman he would take as his wife for life. In his case there were two, but the uncontrolled amatory impulses of the "husband most husbandly of all husbands", as one diplomat called him, were so great that it would not be surprising if his two wives would have appreciated the relief of a charitable pubis or two, someone to help them satisfy and restrain that unbridled stallion who caused them so much chafing morning, noon and night.
Felipe V's first wife was Maria Luisa Gabriela of Savoy. His grandfather chose her for him because he wanted to curry favour with her father, the Duke. She was only thirteen years old, with blue eyes framed by heavy eyelids, a small chest and a sensual little mouth with a lower lip more prominent than the upper one, which enchanted our mad king. She was clever, resolute, brave and intelligent, able to solve problems one by one without losing her temper, and although she was not beautiful there was something about her that caught the eye. The Duke of Gramont described her as follows: "It cannot be said that she is a beauty, but her figure will always please any man of delicate taste". One of her ladies, the Countess de la Roca, said of her: "Marie-Louise was small in stature, but there was a remarkable elegance about her whole person. Her hair was brown, her eyes almost black, full of fire and vivacity. Her physiognomy retained for a long time a childish but very intelligent expression, in a pleasant mixture of naivety and childish grace. Her complexion was of remarkable whiteness and, like her sister the Duchess of Burgundy, she had thick cheeks, a graceful waist, small feet and charming hands”.[5]
The queen arrived in Spain from her native land. Her husband was supposed to wait for her at the palace; however, he rode on horseback to La Junquera, disguised as a gentleman. He greeted her with great respect without revealing who he was, as he had the complicity of the Princess of the Ursins; a real character, right-hand woman and mistress of Louis XIV, sent to exercise his will from a distance without bothering to conceal it. A spy, adviser, shadow minister, chronicler and often, fixer, her influence was radical during the reign of Felipe V while his first wife was alive.
The king, as has already been noted, was seventeen years old and Maria Luisa only thirteen. So enthusiastic was he about what he saw inside the carriage that he left his horse and rode on the footboard in order to be near his wife, as they had been married by proxy on 11 September 1701. The final wedding took place in Figueres, and the banquet that was served meant that the wedding night was not what Her Majesty had wished for, nor imagined, and the the new queen's discomfort lasted for days.
It was not that they drank something bad and fell ill, no. The Duke of Saint-Simon himself told with grace in his memoirs what caused Felipe V to take longer than he wished to consummate his union with the young lady.
The banquet was composed of Spanish and French dishes, but the Spanish ladies decided, at their own peril, that no dish made in the French style should reach the table of the young child queen. Pretending to trip, they dropped them on the floor with little disguise, and thanks to their stratagem, only the dishes marinated in the "Spanish-style" reached the table. Although she was only a child, Maria Luisa understood that this was no way to treat a queen. She and Felipe V retired to their rooms in a bad mood, and there she burst into tears. She went so far as to say that she wanted to return to her country, she was not willing to be served by such haughty and inconsiderate ladies, capable of splashing their queen in order to vindicate Spanish customs and habits. The tantrum lasted three days, and only thanks to the good words and diplomacy of Marie Anne de la Trémoille, Princesse des Ursins, did she agree to fulfil the conjugal duty.
Both liked it, but more so Felipe V, who discovered the pleasures of the flesh with his wife and did not want to stop. The king became so obsessed with fornication that the princess of the Ursins, the candlestick princess, was astonished, and wrote to Madame de Maintenon, stating that the king never tired of fulfilling the conjugal duty over and over again and that he never left his wife's bedchamber. One courtier, the Frenchman Louville, went so far as to say: "The king is falling into decay at the sight of the excessive trade with the queen [...], vigorous and enduring everything".[6]
The presupposed vigor or the ability to endure everything was not so true, because what really happened was that so much bedding weakened the young woman. Some historians consider that the use and abuse of the marital debt contributed to undermining the queen's weak body and brought her to an early grave. They had four children: Louis, the heir, the future Louis I, who was born when his mother was still nineteen years old. Two years later, on 2 July 1709, the infant Felipe was born, who survived only six days. He was followed by Felipe Pedro, born on 7 June 1712, who survived for six years, and finally Fernando VI, born on 23 September 1713.
The king had begun to experiment, always with the approval of his confessor.
The orthodox position for intercourse at that time was the traditional missionary position, the man on top and the woman on the bottom. The first Bourbon was never much given to orthodoxy, at least in the sexual aspect. The confessors allowed this position to be reversed as long as the man ended up polluting what the Church called the woman's "natural vessel", the purpose of which was procreation.[7]
Despite the couple's intense marital life, it is certain that no one dies from too much sex. María Luisa contracted tuberculosis, following her first childbirth it is believed, and in the pre-existence of antibiotics she lasted a long time before succumbing. In an attempt to cure her, she was given all kinds of remedies that did nothing but make her life impossible: she was breastfed by a wet nurse and her hair was shaved off to smear her scalp with pigeon's blood. Even with her bald head, she was still the most beautiful woman in the world to her husband, and he did not hesitate to sleep with her until the day she died, as he had done every time she gave birth, without fear of the terrible tuberculosis.
A love story like theirs bordered on the macabre. The king had sex with his wife until the very last moment, when she was the closest thing to a corpse. On 14 November, Marie Anne dragged him out of the room. As a matter of etiquette, kings were not allowed to witness the death of their loved ones, either in France or in Spain.[8]
It is an acknowledged fact that the king was obsessed with sex, and there are many written documents that have survived to the present day that attest to this. The Duke of Saint-Simon revealed: "Of pleasures he grants only hunting and marriage, and if anything can shorten the long life that his nervous, vigorous, healthy and well-built temperament promises him, it will be the excess of food and of the exercise of conjugal duty, in which he tries to excite himself with continuous aids”.[9]
This thesis seems more credible in a king obsessed to the same extent by sex and sin, who constantly appealed to his confessor to absolve him, historians deduce, of the guilt and weakness of masturbation. If the numerous biographies written about this unfortunate monarch are to be believed, Felipe V spent his days banging the bishop, alone or in company. It doesn't take a very twisted imagination to think of him perched on one of the beautiful crystal chandeliers that adorn the palace of La Granja, like a monkey on a palm tree in a zoo, putting on a show.
Now they would call it sex addiction, compulsive disorder, he would go to therapy and, in the worst case scenario, take medication. At that time, he just had to learn to manage his relationship with his conscience, which was not exactly idyllic.
The author José María Solé recounts in Los pícaros Borbones (The Bourbon Rogues) that "any masturbatory episode to which he was forced to resort became for him a source of the most annihilating moral tortures, plunging him into deep prostrations. In the royal palace in Naples, he would later engage in public episodes of open exhibitionist masochism, such as when, to the astonishment of the courtiers, he would force his own jesters to beat him severely and spit in his face”[10]; a way of atoning for his sins without having to appeal to his confessors. The king knew that, if he was looking for leeway in sexual matters, the best possible confessor then and now was and always would be a member of the Society of Jesus. Aware of this, he surrounded himself with Jesuits.
Even then, a gentleman wrote to a Dominican friar asking him about "the novelty that is revealed, that the king our lord Don Felipe V must not confess to the authorities of said religion”.[11] Thus, Antonio Arbiol, in his book Estragos de la luxuria y sus remedios (The Ravages of Lust and its Remedies), states: "According to the divine scriptures and the holy fathers of the Church, it is a pernicious deception of some people who seek unscrupulous confessors, who easily absolve them with light penances".12
Such were the confessors of Felipe V, who were very tolerant of the free bar that the king had with the women he married, although, if it was within marriage, how much sex did you have to have to be considered a sin? It was not just a question of quantity, but also of quality.
Arbiol, a contemporary of the monarch, was of the opinion that "men boil who think that all rutting is licit with their own women. This is not so; for St. Bernardine de Seine says, and it is so, that a man can also get drunk with the wine from his own vat if he drinks it with notable excess and with harmful and forbidden moderation. The second deception is to imagine that with his own wife sodomy is not forbidden. This is a very pernicious deception, because nature itself teaches them that in everyone such a congress is a most grievous sin. It is called a heinous sin, because of its great ugliness. By it God burned the five cities, as it is mentioned in the Divine Scriptures. The third deception is that of those married couples who come together in an improper posture, visiting upon themselves to frustrate the holy end of marriage by emitting semen outside the vessel”.[13]
Nor can we imagine the amount of extra-vessel semen that the monarch would spill during his masturbatory practices, those that poisoned his conscience and his heart, since he was more than aware of the opinion that the ecclesiastical authorities had about masturbation in those times, despite the fact that he, as king, always obtained that longed-for absolution:
Some creatures corrupt themselves by very frequent indecent and dishonest touching from the earliest years of their lives, and in time they usually increase the practice, with very ugly pollutions. With them, they become infected to the bone that their sins go with them to the grave, as saint Job says. 14
Surely the saintly Job, with his famous patience, was not as patient as Felipe V's two wives. When María Luisa died, it was urgent to find a replacement, and once again Marie Anne, Princess of the Ursins, emerged as the best matchmaker. She knew the king inside out, and so she described the dramatic situation of her grandson to her boss, Louis XIV:
Every moment that passes, the need to find a wife for the king becomes more urgent. As you are not unaware, he told the Abbé Alberoni that abstinence produces violent headaches and sweating in H.M., and it is not even possible to appeal to the simple remedy of a mistress, since the king's conscience remains as strong as his temperamental ardour. 15
Alas, Abbé Giulio Alberoni, adviser to the Ursini! A real character, an avowed homosexual who made a career out of praising the ass of the Duke of Vendôme. His is the phrase that describes the monogamous sexual ardour of the first of the Spanish Bourbons: "He has only an animal instinct with which he has perverted the queen. He needs nothing more than a recliner and a woman's thighs”.[16]
The queen was dead, but the king was not meant to be a chaste widower. He needed a wife. The gossips began to murmer, and what began as a rumour soon became a certainty. It was said that between the house of Princess Marie Anne and the palace of Medinaceli, where the king was temporarily staying, there was a secret passageway that the French aristocrat went through at night to comfort the monarch, widowed at the age of thirty-three. The princess was already seventy-four, and although she was a very good-looking woman, it is hard to believe that she had carnal relations with the king, although it is true that she acted as a "madam" when María Luisa and he had not yet found the measure of newlyweds. It would not be surprising if, on the pretext of her affection for his late wife, and to calm the young widower's nerves, she had provided him with some of the kind of manual comfort he was so fond of. Like so many other Bourbons who succeeded him in the kingdom of Spain, he needed to unload his shotguns, the real ones (on the very day of his wife's death he went bird hunting) and the one he kept between his legs and to which he made so much use throughout his life.
Marie Anne de La Trémoille was no MILF. She was old enough to be a grandmother, but gerontophilia, or attraction to an extremely old woman, was not seen as a perversion at the court of France. Ninon de Lenclos, considered the most beautiful woman in France, a great friend of Madame de Maintenon, was a very desirable woman even after her eightieth birthday. She had a phrase that did not work with Felipe V, but which has gone down in history: "Love never dies of hunger, but often of indigestion". No matter how much he ate, Felipe could never get enough. And he was not born for sexual fasting.
The Ursin princess, now grown up, sought advice from Alberoni (who, in fact, if he knew anything, knew about backsides) and he recommended Isabella of Farnese, a Parmesan princess whom he described as half-witted, somewhat fat and manageable, used to gorging herself on cheese and butter and with no ambition or ability. Nothing could be further from the truth. Farnese was a highly cultured, intelligent and educated woman, gifted in everything she set her mind to, from painting to music and, of course, affairs of state.
She was tutored by Alberoni himself, who wrote a letter to her father, the Duke of Parma, to hide her talents from the Princess of the Ursins, the king's right-hand woman, before she succeeded in seducing her husband. Isabella de Farnese's self-confidence was the size of the palace of Riofrío, the (im)modest house she built for herself in Segovia when she was widowed, and where she did not spend a single night.
The scheming abbot told the father of Felipe V's future wife everything. That she could never replace Maria Luisa in the king's heart, that he had prepared a very poor reception for her... that the bedroom that had been fitted out for her in El Pardo was much worse than the one she had ordered to be decorated for her... one of a thousand evils that gradually enraged the future queen.
On 22 September she left Parma for the port of Sestri Levante, which would take her to Alicante. Everything was arranged for her to set foot on Spanish soil in six days, ready to meet her impatient husband. They did not arrive in time, and the Doge of Genoa offered her his ships so that she could gain time and be seen off from a more important port, worthy of a queen, such as Genoa.
A storm changed the initial plans and perhaps also the history of Spain. Dizziness, vomiting, bedbugs... the future queen endured all these hardships and when she arrived in Genoa she told a perplexed Marquess of the Balbases that she was "not willing to get back on a ship”.
Thus, her arrival in Spain was delayed for several months because she decided to travel by land, while Felipe V was burning with impatience to meet his wife. He was not marrying a second time for political reasons, nor to ensure offspring. He already had several children. He wanted to marry so that he could copulate at all hours, like the rabbits he hunted in El Pardo. Isabel de Farnesio's tardiness made his desire for her grow. The chroniclers describe her as a tall, strong woman, with a generous bust and wide hips. She had only one defect: her face was pockmarked, but such was her grace and the liveliness of her conversation that she was very attractive. This is how the Duke of Saint-Simon spoke of her: "She was absolutely enchanting (...) with an air of grandeur and majesty that always accompanied her”.
She was majestic but also ruthless. Marie Anne imagined she had captured a sweet twenty-two-year-old chick that she could tame at will and teach it to sing as she pleased. Instead, she encountered an eagle that tore her apart with its talons. The encounter between the two women was a real train wreck. It took place in Jadraque, in the province of Guadalajara, a small village belonging to La Alcarria, whose current population does not exceed one thousand five hundred inhabitants. There, in the Casa de las Cadenas, the two starred in a scene as theatrical as it was violent, which has become legendary.
Marie Anne de La Trémoille had gone ahead to receive the future queen, anxious to learn all about the girl so that she could bend it to her liking. It was an inn for travellers of a certain level. There are several versions of how the conflict originated. It is known that a heavy snowfall spoiled the attire of Isabella of Farnese, who, tired and exhausted, was in no mood for nonsense. Some say that the Princess of the Ursins reprimanded her about her appearance, and resting her hand on Isabella's hip, like someone appraising a piece of meat in the market, she pointed out that she was too fat. Others speculate that she was simply trying to embrace her.
More credible is that she did not bow to her rank and insinuated that it was up to her to ensure that things between her and her future husband were where they should be. Did she mean to allude to her status as royal matchmaker, which she had already exercised with the inexperienced María Luisa?
Either version is plausible. But what is absolutely certain, and is recorded in all the historical chronicles, is that Isabella, seriously offended, flew into a rage and asked the head of the Royal Guard to remove "this madwoman from my presence". Some say she even slapped the old woman. The military commander asked for the order in writing and promptly obtained it in the handwriting of the indomitable Parmesan woman. That same night, practically with only the clothes on her back, the Ursine princess was deported to France, and shortly afterwards the Italian bishop and cardinal, Giulio Alberoni, was appointed prime minister with Isabella's support.
Thus began the reign of Isabella of Farnese, a brave, intelligent and indomitable woman who knew how to dominate her husband from day one. The wedding night was interminable.
No sooner had she set foot for the first time in the Buen Retiro palace, the residence of the royal family, than Isabella of Farnese was led straight to the bedchamber where her predecessor had died. The room, dark and stifling, had not been ventilated for ten months since the death of Maria Luisa Gabriela. Felipe fulfilled the morbid whim of lying with his second wife for the first time in the palace, in the same marriage bed in which the first wife had died.[17]
That night they discovered in bed that they understood each other perfectly, and so much use was made of the conjugal debit that they made their bedroom the centre of all their activities. Saint-Simon describes the situation of this man, a good father, too good a husband, too reserved, though perhaps not always for the queen and her confessor.
They have their chairs fixed in the same place, they never separate, the same table, the same things, the same audiences together. The prince ate only five or six times. They sleep in the same bed, and it has happened to them to be taken ill at the same time without being able to persuade them to separate, sleeping in twin beds. The one I have seen them in is not even four feet wide, columned and very low. Five years ago the king was very ill for several months, and the queen always slept with him during his illness. It is the same when the queen gives birth and on any other occasion. He only stopped sleeping with the late queen two days before her death.[18]
Felipe V received his ministers in bed, and at the foot of the bed, sometimes behind a screen, the confessor was waiting, whom Felipe and Isabella would share their creative and amusing sexual practices with their moans of pleasure. The couple had seven children.
In her book La corona maldita (The Accursed Crown), the journalist and writer Mari Pau Domínguez portrays Felipe as being sexually advanced, and alludes to the dildos of the time as possible love instruments used by the king who, it is said, used to help himself with a wine called Alicante, mixed with cloves, egg yolks and other ingredients, a wine to which his grandfather was also very fond and to which Dr. Cabanès alludes in Le mal héréditaire (Hereditary evil) .
Felipe V did not have a bad time during his reign. The king did not reign all at once. He abdicated to his son, Louis I, and after the death of his first-born he had to return to the throne. By this time, his health was already very poor. Throughout his double reign he was not only noted for his sexual prowess and performance in bed, but also for his fits of madness.
On one occasion he believed that Maria Luisa, from the next world, had turned his sheets phosphorescent to remind him that he had not ordered enough masses for her. Later, he refused to change his clothes, obsessed with the idea that they wanted to put poison in his shirts, and would only dress if his wife had tried them on first.
Melchor Rafael of Macanaz, public prosecutor of the Council of Castile, came to suspect that Isabella of Farnese might have poisoned the king's eldest son to shorten the path to her own offspring, although he did not dare to open an official investigation. Louis I had died of smallpox, and what could have been easier, given his contagious nature, than to give him the shirt of someone who had suffered from the disease? What if Felipe was not mad, and deep down suspected his wife?
The truth is that, in time, he fell into a most unpleasant state of disrepair. His room stank. He did not cut his toenails and they became claws of more than ten centimetres. He could barely walk and his wig, dirty and twisted, resembled a dead swan.
At one stage in his life he thought the sun was hurting him, and he changed the schedules of the entire court. He worked at night and slept during the day. In his worst moments he even beat his wife, and wanted to ride the horses that adorned the tapestries of the palace at La Granja. He also croaked like a frog and hopped around the palace corridors in a crouching position. One day he ran away semi-naked from the palace, dressed only in a shirt.
To try to calm him down, and following the saying that music calms wild beasts, Isabella hired the castrato Farinelli, the best singer of his time. For ten years the famous artist performed every night for the king and queen of Spain, giving a concert just for them, but far from calming him down, Felipe V began to imitate him. The English ambassador told his king, George II: "He is given to shouting and moaning so much that every effort is made to ensure that the spectacle has no witnesses”.
At the end of his days, he was hardly ever a nuisance. He remained in a dull state, but on waking he would still call his wife to the marital bed up to several times a day. On 9 July 1746, he felt unwell; he sensed death and sent for his confessor. He had fainted earlier and the veins in his forehead swelled. The confessor did not arrive in time, and this pious king, who forced the priests who watched over his spiritual health to listen to pornographic scenes at the foot of his bed, died without receiving the last rites, in the arms of his wife, who was always available and within reach for him.
Spanish to English: 11,4 Sueños Luz General field: Art/Literary Detailed field: Poetry & Literature
Source text - Spanish Trank
Lo que hace adicto a un adicto varía en cada persona, pero todos teníamos una cosa en común: huíamos de algo. Mis compañeros del programa de reeducación sonreían, ya habían estado varias veces allí. Yo también, aunque me juré que aquella vez sería la definitiva. Sabía que seguiría tomando trank hasta que me muriera, como lo sabíamos los que estábamos allí. Lo importante era conseguir de nuevo la rehabilitación oficial del gobierno, para poder comprar de nuevo de manera legal.
El trank es la droga que cambió el mundo. Desde entonces, solo los mugrosos utilizan otras sustancias que no sean trank. El trank es una droga inteligente. Se puede combinar para provocar el efecto de cualquier otro fármaco del pasado: NDRI, GHB, THC, MDMA, LSD, NMDA, PAM, DCI y un largo etcétera. A mí no me lo enseñaron, pero hoy día la historia del trank es obligatoria en la escuela, y con frecuencia emiten documentales divulgativos en los holos de los canales públicos. En las farmacias, donde la venden a cualquiera que tenga los papeles en regla, disponen de toda la información que uno precise. Desde su desarrollo, a principios del siglo XXII, supuso el fin de la lucha contra el narcotráfico: una droga fácil de producir, sin dependencia física y sin efectos secundarios a largo plazo. Una droga de uso social, limpia y controlada por el estado. El trank podía hacerte sentir bien o hacer que no sintieras nada. Todo depende de cómo la uses. Los que asistimos a aquel curso lo sabíamos, de hecho, se podría decir que éramos más expertos que los funcionarios que daban las charlas. Llevábamos años abusando y probando combinaciones que no se describían en ningún manual.
Así que allí estaba yo, mirando cara a cara a las otras siete personas capaces de pagar y poner sus papeles en regla. Nos miramos con curiosidad. Por el aspecto de mis compañeros, ninguno de ellos era un mugroso, sino más bien lo contrario. Conocía a algunos, coincidencias en algún evento social. En París aquellos que estaban arriba se conocían. Y yo, a pesar de todo, lo estaba. En el pasado aquellos programas pretendían desintoxicar adictos. En teoría con el fin de lograr su reinserción en un mundo sin drogas. En nuestro caso era un plan de reeducación para drogarnos mejor, de forma más eficiente, el único camino para volver a tener permiso y poder comprar trank en las farmacias. En el mercado negro resultaba prohibitivo. Los que estábamos allí éramos ricos y famosos de una u otra manera, sin embargo todos teníamos el mismo problema: En algún momento se nos fue de las manos y perdimos el derecho a comprar trank. Antes de poder optar al curso de rehabilitación, estuve casi medio año sin licencia, el período más largo en los veinte que llevaba en París. Nunca pensé que sería capaz de hacer los disparates que hice por una dosis.
El cabrón de Singleton no hacía más que sonreír cada vez que le miraba. Seguro que recordaba lo mismo que yo, a pesar de todo el trank ilegal que nos habíamos metido. El trank ilegal no estaba alineado con el ADN, de forma que muchas veces no ocasionaba el efecto que uno buscaba. Era como intentar correr sobre una pista de hielo. Aun así yo inflé mi deuda sin compasión. Había pasado de acostarme con mis modelos a hacer de proxeneta con ellas.
Sin trank no hay diversión. En cualquier local o evento social, todo el mundo comparte estados de ánimo gracias a él. Sin él, estás fuera. En los últimos seis meses, antes del aquel curso, perdí la mayor parte de mis proyectos profesionales y muchos de mis modelos dejaron de hablarme. Algunas con más de un motivo para hacerlo. El alcohol y el sexo son pobres sustitutos de algo tan poderoso como el trank. Sin el trank, para aliviar mi ansiedad, me transformé en un ser insoportable, especialmente para mí mismo. Me costó mucho reunir el dinero necesario del programa de reenganche al trank. Para casi todos los presentes, estas jornadas formaban parte de una rutina por la que pasaban una o dos veces al año. Singleton era sin duda el personaje más notorio. Sus fiestas eran un desfase colosal. Se podía permitir transgredir prácticamente cualquier norma. En la última fiesta a la que fui invitado acabé metido de lleno en una de sus legendarias orgías. Decían que siempre descubrías algo de ti mismo que no conocías acerca del sexo. Por desgracia, en mi caso, ya había probado todo lo que me podían ofrecer. Mi acompañante no. Perdí a una modelo y gané a un amigo. Singleton era un personaje digno de conocer, sobre todo si lograbas que te recordara después de la fiesta. Él se acordaba de mí, y entre sesión y sesión me preguntaba por mis últimos sueños vívidos y todo eso. Un caballero, aunque el último recuerdo que tenía de él, difuso, era mucho menos caballeroso. Tuve el buen juicio de no hacer preguntas sobre la modelo que nunca me volvió a llamar.
Lo mejor del programa, sin duda, estaba en la parte práctica. Era obligatorio elaborar y probar cada una de las combinaciones principales y explorar cada uno de los efectos del trank. Odiaba los viajes psicodélicos, por suerte tenía trank de sobra para compensar la ansiedad que me generaban. Aunque éramos ocho participantes, cuatro hombres y cuatro mujeres, daba igual: el sexo que acompañaba a los efectos sociales de la droga siempre terminaba degenerando en una mezcla, donde era indiferente la paridad y el género. Gracias al trank todo se veía de otra manera. Fue una semana, una semana intensa.
❖
Una vez conseguida la autorización del gobierno para consumir trank, pude volver a mi vida de siempre. Deseaba trabajar de nuevo. Dejé la clínica y tomé un taxi hasta mi apartamento, pensando en los primeros pasos que iba a dar como el adicto habilitado que era ya. La mayoría de mis modelos tenían otros planes, así que pensé que debía de rascar en la agenda y llamar a aquellas chicas que todavía estaban por explorar. Volver a los orígenes, a lo que me había hecho ser Ariel de Santos. Sin mi trabajo, no existía. No tuve más que encender mi pad para que la realidad volviera sin piedad. Decenas de llamadas perdidas y mensajes de todos los colores. Los acreedores llamaban a la puerta. Me bajé del taxi y saludé a los porteros del edificio. Crucé el gigantesco vestíbulo de mármol y, sin hacer caso a ninguna de las personas que me miraban o señalaban, tomé el ascensor de servicio. Me gustaba subir en el más lento, ese que paraba en cada piso, el que tardaba casi diez minutos en alcanzar mi planta. Con el rabillo del ojo veía incrementarse el número que indicaba el piso, mientras leía los mensajes que tenía pendientes desde hacía días. La gente del servicio ya me conocía y me dejaba en paz. Estaba arruinado y demasiado lúcido para evitar ignorar lo obvio. Al llegar a la planta trescientos dos, recorrí las docenas de metros que separaban mi puerta del ascensor deseando no tener que encontrarme con alguien. Nadie me esperaba. Abrí la puerta, rezando por no encontrarme con aquel sobre negro en la entrada. Durante los últimos cuatro años de mi vida no había faltado a su cita. Allí estaba el sobre negro. Esperándome como cada mes; llegaba tarde al pago, era doce de julio. Solía recibir la carta a inicios de la segunda semana de cada mes. Abrí el sobre. La fotografía era nueva, no la había visto hasta aquel momento, en ella se veía a la chica de frente y a mí, algo desdibujado, detrás. La nota, escrita a mano, tan solo especificaba una suma de dinero, una cuenta y la misma ironía de siempre: "Un poco joven, ¿no cree, señor de Santos?". Asqueado, estrujé la nota y la fotografía y las tiré al suelo.
El apartamento estaba tal y como lo dejé. En la oscuridad, solo mi reflejo en el cristal del inmenso mirador del salón interrumpió la ilusión de estar flotando sobre la ciudad. Mis pensamientos caían delante de mí en caída libre. Nunca se gana de verdad. Por mucho que lo parezca, por mucho que tú mismo te lo expliques cada mañana delante del espejo, la gente no sabe cuál es el amargo precio de la victoria. Triunfar no era más que otro paso en falso, en dirección al abismo. Ese abismo de la realidad inapelable, del que provienen todas las imágenes y los sonidos que componen nuestras pesadillas. Esos reflejos que a veces creemos ver en el espejo y que, cuando volvemos a mirar con atención, ya no están ahí. El triunfo era la metáfora definitiva de la nada; siempre habrá una meta nueva que alcanzar, hasta caer en la sima definitiva. Me afeité buscando ese brillo oculto. El tipo que veía enfrente de mí sonrió irónico; como todas las mañanas cuando, de forma insistente, buscaba al desconocido dentro del espejo. Era día de pago: mis acreedores me daban apenas un día como fecha límite. Había agotado mis promesas y mis sonrisas. Ya solo me quedaban los huesos y la carne. Mi sangre no valía demasiado. Tenía que hacer frente a deudas inacabables y lo único que podía ofrecerles era un compromiso de pago, un proyecto a cuenta, promesas con mi firma. Mi vida sería suya durante unos cuantos años más.
Una nueva sesión. Una chica desconocida. Un proyecto. ¿Qué más podía pedir?
Ariel de santos
«Bien. Inspira profundo. Con calma, sin prisa. Escucha, recuerda, siente: estás con él, sobre la cama, a su lado. Está dormido enfrente de ti. Nota la suavidad de tus sábanas bajo tus pies y tus manos. Siente la brisa entrar por la ventana, su fragancia. Ponte cómoda, observa cómo duerme, plácido y feliz junto a ti. Respira lentamente, evoca su olor sobre la almohada, el calor de su cuerpo junto al tuyo. Su respiración, el tacto de sus pies sobre los tuyos. Disfruta su sonrisa al despertar y verse a tu lado. Inspira. Disfruta de ese recuerdo. Mantenlo en tu memoria, gózalo. Fíjalo, estíralo. Bien, bien, bien. Ahora abre los ojos despacio, muy despacio».
Las lágrimas bañaron lentamente los ojos de Andrea. Su rostro se iluminó y la magia comenzó. Después de tantos meses sin trabajar, aquello me trajo de vuelta. Transmitía una ternura húmeda. Podía llevarla a través de sus recuerdos y provocar sensaciones, sentimientos reales, en ella. No era bonita, sin embargo, su mirada transmitía vida de una forma tan pura, que calaba hondo. A eso me dedicaba: capturar las emociones, modelarlas y transformarlas en un producto que otros pudieran vender. No eran las facciones de esa chica las que transportaba a los sueños vívidos de mis clientes, mi trabajo consistía en adaptar su apariencia y su voz, y transformarlas en la de los seres queridos -o las fantasías- de aquellos que me pagaban.
Durante muchos años el arte de la manipulación digital de la imagen se había perfeccionado tanto, que apenas se podía discriminar la ficción de la realidad. Sin embargo, los verdaderos sentimientos eran todavía difíciles de falsificar. En un mundo donde todo se podía comprar y vender, las emociones puras eran de gran valor para aquellos que no podían tenerlas o querían más: el amor de una mujer, el abrazo de un ser querido o las conversaciones con un padre que había muerto hace tiempo. Se trataba de experiencias que se reconstruían con un conocimiento que era mitad arte y mitad ciencia: los sueños vívidos.
La sesión había terminado y acerqué un pañuelo a su rostro. Temblaba de emociones contradictorias. Desearía profundizar más, rebuscar en el origen de aquel dolor, de aquel amor huérfano. Pero sabía que no debía hacerlo si quería mantener la distancia necesaria para trabajar con ella. Tenía un pedazo de su alma; podía moldearla a mi antojo, fácilmente podría emborracharme de sus abrazos y sus susurros. No me interesaba Andrea, solo el origen de esos sentimientos.
—Estás muy callado —dijo ella, rompiendo el silencio, después de esnifar una raya de trank azul, del tipo que relajaba todo, lo físico y lo mental.
Se secaba las lágrimas de forma mecánica, evitando estropear la textura de su piel. No podía permitirse un maquillaje programable y usaba productos baratos que causarían espanto a cualquier modelo profesional.
—Ha estado muy bien —contesté con mi voz seca y amarga, la que usaba para evitar acercarme a la gente.
No quería hablar con ella. Estaba de vuelta de un período oscuro de mi vida y no podría soportar volver a ese juego: sexo a cambio de éxito. Tan fácil, tan estéril. Desanimado de tantas decepciones. Trataba a mis modelos como si fueran juguetes, precisamente para evitar recordar que eran seres humanos. A veces yo mismo me creía mis excusas, la mayoría de las veces me bastaba con culparme por ser tan duro conmigo mismo, por no saber disfrutar lo que la vida me ofrecía.
Andrea salió del estudio en silencio, observándome con curiosidad, analizando por qué me mostraba tan taciturno, preguntándose, probablemente, si había sido por su culpa. Ella no tenía forma de saber que estaba de regreso al mundo tras pasar por el purgatorio, todavía anestesiado por la vuelta a la realidad. No quería estropearlo. Nos despedimos formalmente hasta la siguiente sesión, sin más. Ni siquiera una mirada prolongada o una sonrisa nerviosa. Nada. Caminó hacia el ascensor y desapareció tras la puerta. Respiré aliviado.
❖
Me quedé solo en mi loft. Desde la calle era tan solo una diminuta luz encendida en lo más alto de una de las torres más importantes de aquella megalópolis en que se había trasformado París en el siglo XXIII. No podía ver las estrellas, pero sí los cientos de kilómetros cuadrados que ocupaba la ciudad en todas direcciones. Clavada en ella, como una estaca divina, la gran torre MoHo, desde donde podía contemplar, como un semidiós, a casi cincuenta millones de almas bajo mis pies. Andrea ya no estaba y mi ansiedad había regresado. Conecté el holovid. Publicidad. Vainas traslúcidas KH-303PRO para la inmersión más profunda en los mundos virtuales. Miles de muertes en un país pobre de sudamérica, afectados por un virus patentado y cuya vacuna, propiedad de Symiodari, subía de precio de la noche a la mañana. Veluss y el nuevo proyecto de la humanidad. Me reí con todos aquellos cretinos en un parque de plástico pretendiendo ser felices en otro planeta. Un nuevo atentado de Arcadia en la sede de Zaarak. Noticias. Me había convertido en un adicto a las noticias. La guerra en el norte de África seguía igual. No era una guerra, era una frontera. ¿Cuándo dejó de ser una guerra? Nadie, que yo conociera aquí, tenía idea de cómo o por qué empezó. No les importaba una mierda, yo sabía bien la razón. ¿Cómo podría olvidarlo? Pobres desgraciados sin nada que perder intentando entrar en el Valhalla. Eran los suburbios del sur de Europa: Marruecos, Túnez, Argelia, Libia. Daba igual, mismos uniformes, mismos propósito: no dejar entrar a nadie en Europa. Gracias a eso podían vivir ellos, como perros guardianes, sirviendo al amo del norte. Los informativos seguían narrando el progreso de la barrera definitiva: un tercer muro de hormigón, de cincuenta metros de altura, que impediría las miles de muertes anuales por electrocución. Cambié de canal. Más muerte. Más ignorancia. Más noticias. Sabía que nunca cambiaría nada. Para cualquier territorio fuera de los cuatro grandes bloques económicos, el resto del mundo no existía. Fuera, en los destruidos países sin bandera, no existía ninguna esperanza: sobrevivir a manos de señores de la guerra, o algo peor, metacorporaciones ávidas de materias primas imponiendo su ley salvaje sin tener que responder ante nadie. Había gastado media vida para llegar hasta donde estaba, en una carrera frenética, vendiendo mi alma. Usé mi pod para hacer la transferencia anónima de ese mes. Pagué, consciente de que no podría hacer frente al próximo pago. Ni tampoco al alquiler. Miré mi reflejo en el cristal. Me veía atrapado en una torre que jamás pagaría del todo, lleno de deudas y promesas en el aire, atrapado por mis propias fábulas, por mi ansia de estar en un lugar mejor. Aunque, al menos, ahora, tenía trank de nuevo.
Abriendo mercado
El destino quería que volviera a coincidir con Richard Singleton en apenas un mes. Él también intentaba volver a la normalidad, y nada mejor que una fiesta para comenzar esa nueva etapa de su vida. La caza de nuevos amigos se le daba bien, y yo uno de sus tantísimos trofeos. Sus fiestas eran su forma de exhibir sus triunfos; aquella debía ser la cuarta vez que me invitaba a una de ellas. La excusa: la reforma que había hecho en su ático. Su casa, un palacio del siglo XVIII en pleno casco histórico de París. La torre Eiffel dominaba las vistas, que podían admirarse desde su grandioso ático. Una réplica exacta de la que destruyeran veinte años antes los terroristas del EGIE. Siempre me pareció muy hermosa, no me cansaba nunca de contemplarla. Me impresionaba, no por su tamaño, sino por la historia que transpiraba de sus formas de otros tiempos, donde lo feo y lo hermoso estaban íntimamente mezclados.
En la cola de seguridad me tropecé con algunos conocidos, como Eduard, un catalán adinerado, cliente mío, con el que había coincidido en varias fiestas y que, según había observado, tenía un gusto exquisito para el arte. Aunque pudiera parecer repulsivo como persona, me había demostrado, en múltiples ocasiones, que lo mejor estaba en lo que no se veía de forma evidente. Gran conocedor de las tendencias y modas sobre sueños vívidos, me había puesto en contacto con varios productores y gente famosa, como el propio Singleton. Resultaba fácil caer en el error y pensar que estabas hablando con una persona profundamente hedonista. Lo era, pero también soñador y sabio a su manera. También sabía transformarse en alguien encantador y mantener una conversación brillante. Si hubiera tenido rostro de mujer, hubiera sido mucho más fácil para mí seguirle la corriente, pero estaba muy alejado de mi concepto de una belleza femenina. Una mata de rizos morenos crecía despreocupadamente sobre su cabeza, ajenos a su edad, ya superior al medio siglo. La nariz, grande y ligeramente regordeta, gobernaba su rostro, marcado por arrugas profundas en la frente, que formaba un triángulo alrededor de la boca, parcialmente oculta tras una barba rala y cuidada. Sus ojos, tristes y grandes, estaban realzados por sus gruesas y angulosas cejas. No tenía un rostro vulgar, pero distaba de ser hermoso. Las veces que habíamos intercambiado unas pocas palabras, intentaba adivinar qué sería lo auténtico de aquel personaje, si su tristeza lejana, enterrada bajo aquella mirada, o lo marginal de sus historias.
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Aquellos pensamientos hicieron olvidarme de lo inmediato. Una luz parpadeante y un bip me trajeron de nuevo de vuelta. Tras pasar por el lector de retina, mi verdadera realidad irrumpió de golpe. El guardia me habló de forma brusca, en un inglés tosco:
—Lo siento, no puede pasar. Esta fiesta es para ciudadanos de la Unión. Este sector de la ciudad está restringida para usted. No me queda más remedio que llamar a la policía, por favor, no se mueva de donde está —dijo el guardia, tenso, con una voz demasiado potente.
La posición del codo derecho fue pista suficiente para saber que llevaba algún tipo de arma encima de su pierna. Sin alterarme, le repliqué en francés:
—Por favor, mire en la lista de invitados especiales. Debo estar ahí: Ariel de Santos. Tengo una invitación personal del señor Singleton —expliqué despacio y sonriendo.
Odiaba lo que iba a pasar después, y más con Eduard a mi lado, que ya empezaba a cuchichear con los que tenía cerca.
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Sus ojos buscaron mi nombre en la lista, los segundos para él fueron más largos que para mí. Al final me encontró. El pobre tipo parpadeó un par de veces y asumió que un invitado podía ser extranjero, incluso de fuera de un bloque. Inconcebible en él, pero reaccionó disculpándose. Luego se olvidó de mí y pude pasar. Muchos de los invitados estuvieron pendientes de toda la escena, sorprendidos. Aquellos a los que el trank potenciaba sus oídos y su lengua, intentaron averiguar todo sobre mí. Los que flotaban sobre una alfombra mullida gracias al trank, sonrieron, deleitándose con una escena en donde todo sucedía muy rápido y terminaba en un final feliz. Algunos conocidos, la mayoría no. Mujeres hermosas, hombres extraordinarios. Poder. Dinero. Si aquella confianza y liderazgo que respiraba se pudiera guardar en botes, sería un gran negocio: Olimpo, la fragancia del destino. Era un buen nombre. Sí, estaba entre dioses, titanes y hadas. También había algún ángel caído, como Eduard, que me señalaba, sentado entre dos chicas jóvenes no muy lejos de la entrada de seguridad, intrigado por mi situación. Los tres me esperaban en un sofá, rodeados de velas, cojines y esculturas romanas, auténticas o copias. Mutiladas y hermosas. Brillaban bajo la luz de la Luna y las velas.
Las vistas eran excepcionales, la tenue iluminación surgía del suelo, desde cientos de holovelas de colores cálidos. Pequeños farolillos colgados de un tejado de mimbre y madera aportaban el resto de la luz. El cielo estaba despejado y cubierto de estrellas artificiales. Las auténticas no se podían ver con la polución atroz que sufría París. Aquella noche no faltaba nada. La luna llena, junto a la tenue iluminación de la fiesta, proyectaban un ambiente mágico. Sentía que estaba en una hoguera de campamento en mitad de la nada. El agua caía en pequeñas cascadas invisibles y corría bajo el suelo, debajo de largas planchas de cristal, que hacían las veces de tarima. La fresca humedad y el perfume vegetal del musgo flotaban en el ambiente. Resultaba fácil caer en el engaño. El lugar era amplio y estaba repleto de todo tipo de sillones, sofás, cojines, sillas y alfombras; de forma que cada hueco de aquel inmenso ático, parecía un oasis diferente al resto, protegido por traslúcidas sedas y hojas de parra.
Eduard, impaciente, me preguntó con voz suave, en un francés refinado y sinuoso, sabiendo que le estaba prestando atención:
—¿Te vas a sentar con nosotros o esperas una invitación formal? —preguntó.
Sabía bien lo que quería: una oportunidad para empezar una conversación profesional; así que pensé en contar, de nuevo, aquella vieja historia. Me senté con ellos, al lado de una de sus chicas. Nos presentamos con tres besos. Su perfume no parecía barato. Se llamaba Chloe y me contemplaba tras unos grandes iris de color violeta, dilatados y chispeantes gracias a una chispa de trank. Tenía unos carnosos labios naranjas y una piel clara, casi blanca. Su pelo, de un rubio brillante, integraba un rostro infantil con el flequillo cayéndole de lado. Todavía una niña, una niña peligrosa con formas de mujer, dispuesta a abrir la tapa de la caja de Pandora. Me presentó a su amiga, Sara. También rubia, más alta y mucho menos niña. Eduard se rodeaba siempre de mujeres hermosas y demasiado jóvenes. Chloe me observaba, esquiva, pero sin poder evitarlo; Sara con una sonrisa incipiente, sin rubor alguno. Suponía que a esas alturas Eduard ya les habría hablado de mí, y habrían regado un poco sus expectativas con algo más de trank, así que me limité a sonreír.
—Hace una noche estupenda —comencé sin pensar—, me encanta París. Siempre me trae imágenes de otros tiempos, tiempos más románticos, ¿no os parece?
Ellas empezaron a hablar al unísono, interrumpiéndose, pero yo solo prestaba atención a Eduard. Observando su espera, agazapado, aguardé paciente a que el tema que ansiaba se pusiera a tiro. Me gustaba su juego. Aprendía mucho de él, era un maestro tratando con la gente. Esperé y esperé, bailando con los temas de conversación, evitando a Sara y jugando con Chloe. Él disfrutaba analizándome y azuzó a sus chicas contra mí, presentándome como el más sensual diseñador de sueños vívidos de toda la EcoSur.
Chloe quería ser modelo. Sara ya lo era. Me intentó impresionar con varios nombres de directores de moda, revistas e incluso algunos directores de sueños vívidos. Conocía a algunos de ellos, no estaba mal. Sin embargo, yo nunca hubiera aceptado trabajar con una chica así, era vulgar y evidente, las peores cualidades de una modelo.
—Bueno, yo estoy más cercano al mundo de la interpretación que al de la moda. Al fin y al cabo, lo que mis clientes ven no es a la chica que grabo, sino a la que ellos quieren ver. Lo importante es la expresión, no se puede engañar al subconsciente.
—¿Cómo lo haces? —se interesó Chloe, echando un par de gotas rosas de trank en su bebida.
—Yo no hago nada, lo hacen todo mis modelos. Por eso es tan importante su trabajo; pero bueno, es mi punto de vista. Al fin y al cabo, cada profesional tiene su manera de hacer su trabajo —aclaré. Me aburría hablar de la técnica.
—¡Qué modesto eres Ariel!, para mí eres un genio —aseguró Eduard, interviniendo por primera vez. Tenía una bonita voz profunda y aterciopelada de barítono. Era otro de sus encantos.
—Gracias Eduard. Sabes bien que no lo soy, pero gracias. Todavía me queda mucho por aprender. Nunca podré agradecerte lo suficiente que me abrieras la mente sobre los clásicos de la pintura del romanticismo. ¿Sabéis vosotras que Eduard es uno de los mayores coleccionistas de arte romántico de toda EcoSur? —dije, interrumpiendo el juego de Eduard y provocando que ellas volvieran a prestarle atención. Fue efímero.
—¿Con quién trabajas ahora? —preguntó Eduard con una profundidad casi sombría.
Por alguna razón me incomodó y él lo notó, impasible, bebiendo de su vaso de whisky.
—Una desconocida, como casi siempre. No la conoces. Es una francesa menudita y simpática que conocí en un casting.
—Esos castings secretos tuyos —lanzó. No piqué—. Pronto la conoceremos, espero —aventuró.
—Sí. Tiene madera. Cuando comienza una escena, la consume. Me recuerda un poco a Vicky cuando empezó, ¿recuerdas su mirada? —pregunté.
Vicky fue su amante después de trabajar para mí como modelo. Gracias a ella nos conocimos, pero no acabaron bien, ella aireó situaciones personales, demasiado personales. Imagino que eso era lo que los unía a ambos: los secretos. Me hizo recordar el motivo del juego: mi numerito de inmigrante ilegal en la puerta de acceso.
—Supuse que conocías mi pasado, que Vicky te lo habría contado..., ya sabes, mi extraño acento y mi encantadora sonrisa —le dije, forzando el acento norteafricano, exagerándolo. Aproveché para dejarles en suspenso mientras pedía a un camarero una copa de algo fuerte.
—¡Ah! —se hizo el sorprendido—. Sabía que no eras francés, pero la verdad, nunca pensé que no fueras europeo; después de todo, lo que haces implica una educación, una visión, un… —reí con ganas. Mi biografía era pública y estaba seguro de que Eduard la conocía, al fin y al cabo, nunca me había escondido, únicamente había cambiado mi nombre por uno más artístico.
—Abu Muhammad Alí ibn Ahmad, es quien debería recibir los premios. No yo, él fue quien educó mis sentidos —aclaré.
Alcé la copa y brindé en árabe. Logré sorprender a las chicas con aquello. Hablar en árabe, allí, tan cerca de la torre Eiffel, era casi una provocación. Su expresión hubiera merecido una fotografía, un antiguo retrato en blanco y negro. De haber tenido una cámara a mano, lo hubiera hecho. Sí. Qué lástima. África, me supo amarga esa palabra bajando por mi garganta. Amarga y ácida, como la ginebra espolvoreada con lima algo pasada.
Translation - English Trank
What makes an addict an addict varies from person to person, but we all had one thing in common: we were running away from something. My colleagues in the re-education program smiled, they had been here several times before. So had I, although I swore to myself that this time would be the last time. I knew I would keep taking trank until I died, as did everyone here. The important thing was to get official government rehabilitation again, so that I could buy it legally.
Trank is the drug that changed the world. Since then, only scum use substances other than trank. Trank is a smart drug. It can be combined to produce the effect of any other drug of the past: NDRI, GHB, THC, MDMA, LSD, NMDA, PAM, and a long etcetera. It wasn't taught in my school days, but nowadays the history of trank is compulsory learning, and they often show informative documentaries on public holos. In pharmacies, where they sell it to anyone with valid papers, they have all the information you need. Since its development at the beginning of the 22nd century, it meant the end of the fight against drug trafficking: a drug that was easy to produce, without physical dependence and without long-term side effects. A drug for social use, clean and controlled by the state. Trank could make you feel good or make you feel nothing at all. It all depends on how you use it. Those of us who attended that course knew that, in fact, we were probably better experts than the officials giving the lectures. For years we’d been abusing and trying combinations that were not described in any manual.
So there I was, looking face to face with seven other people able to pay and get their papers in order. We looked at each other curiously. From the looks of my companions, none of them were scum, but rather the opposite. I knew some of them, by coincidence at some social event here or there. In Paris, those at the top knew each other. And I, in spite of everything, was somehow in this “class”. In the past, these programs were intended to detoxify addicts. In theory with the aim of reintegrating them into a drug-free world. In our case it was a re-education plan to get high better, more efficiently, the only way to get permission to buy trank in pharmacies again. It was prohibited on the black market. Those of us who were here were rich and famous in one way or another, but we all had the same problem: At some point it got out of hand and we lost the right to buy trank. Before I was eligible for the rehabilitation course, I had been almost half a year without a license, the longest period in the twenty years since I came to Paris. I never thought I would have been able to do the crazy things I did just for a single dose.
That bastard Singleton kept smiling every time I looked at him. I'm sure he remembered what I remembered, despite all the illegal trank we'd been on. The illegal trank wasn't aligned with your DNA, so it often didn't have the effect you were looking for. It was like trying to run on an ice rink. Yet I inflated my debt mercilessly. I had gone from sleeping with my models to pimping them.
Without trank nothing is fun. At any venue or social event, the mood is shared because of it. Without it, you're out. In the last six months, before this course, I lost most of my professional projects and a lot of my models stopped talking to me. Some with more than one reason to do so. Alcohol and sex are poor substitutes for something as powerful as trank. Without trank, to relieve my anxiety, I became unbearable, especially to myself. I had a hard time raising the necessary money for the trank re-engagement program. For almost everyone here, these days were part of a routine that they went through once or twice a year. Singleton was undoubtedly the most notorious character. His parties were a colossal riot. He could afford to transgress almost any rule. At the last party I was invited to, I ended up getting caught up in one of his legendary orgies. They say you always discover something from sex about yourself that you didn't know. Regrettably, in my case, I had already tasted everything they had to offer. My escort had not. I lost a model and gained a friend. Singleton was a character worth knowing, especially if you could get him to remember you after the party. He remembered me, and between sessions he would ask me about my last Vivid Dream and all that. A gentleman, although my last, fuzzy memory of him was far less gentlemanly. I had the good sense not to ask questions about the model who never called me back.
The best part of the program was undoubtedly the practical part. It was mandatory to work out and test each of the main combinations and explore each of the effects of trank. I hated psychedelic trips, luckily I had plenty of trank to compensate for the anxiety they generated. Although there were eight of us, four men and four women, it didn't matter: the sex that accompanied the social effects of the drug always ended up degenerating into a mix, where parity and gender were irrelevant. Thanks to trank, everything looked different. It was a week, an intense week.
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Once I got permission from the government to use trank, I was able to go back to my usual life. I wanted to work again. I left the clinic and took a taxi to my flat, thinking about the first steps I was going to take as the empowered addict that I was. Most of my models had other plans, so I thought I should scratch the calendar and call those girls who were yet to be explored. Back to the origins, to what had made me Ariel de Santos. Without my work, I didn't exist. I only had to turn on my pad for reality to return mercilessly. Dozens of missed calls and messages of all colors. Creditors were knocking at the door. I got out of the taxi and waved to the doormen of the building. I crossed the gigantic marble lobby and, ignoring any of the people staring or pointing at me, took the service lift. I liked to take the slower one, the one that stopped at every floor, the one that took almost ten minutes to reach my floor. Out of the corner of my eye, I watched the number indicating the floor increase, while I read the messages I had had pending for days. The service workers already knew me and left me alone. I was broke and too lucid to avoid ignoring the obvious. Arriving on the 32nd floor, I walked the dozens of meters to my door from the lift, hoping I wouldn’t bump into anyone. No one was waiting for me. I opened the door, praying I wouldn't find that black envelope at the entrance. For the last four years of my life I had not missed its appointment. There it sat. Waiting for me like every month; I was late for the payment, it was the twelfth of July. I used to receive the letter at the beginning of the second week of each month. I opened the envelope. The photograph was new, I hadn't seen it before that moment, it showed the girl from the front and myself, somewhat blurred, behind. The note, handwritten, only specified a sum of money, an account and the same irony as always: "A bit young, don't you think, Mr. de Santos?” Disgusted, I crumpled up the note and the photograph and threw them on the floor.
The flat was just as I had left it. In the darkness, only my reflection in the glass of the huge bay window in the living room interrupted the illusion of floating above the city. My thoughts fell before me, an endless rain. You never really win. No matter how much it seems like it, no matter how much you explain it to yourself every morning in front of the mirror, people don't know the bitter price of victory. Winning was just another false step towards the abyss. That abyss of grim reality, from which come all images and sounds that make up our nightmares. Those reflections that we sometimes think we see in the mirror and that, when we look carefully again, are no longer there. Triumph was the ultimate metaphor for nothingness; there will always be a new goal to reach, until we fall into the ultimate abyss. I shaved, looking for that hidden glow. The guy I saw in front of me smiled wryly; like every morning when I persistently searched for the stranger inside the mirror. It was payday: my creditors had given me just one day as a deadline. I had exhausted my promises and smiles. I had only flesh and bones left. My blood was not worth much. I had endless debts to face and all I could offer them was a commitment to pay, a project on account, promises with my signature. My life would be theirs for a few more years.
A new session. An unknown girl. A project. What more could I ask for?
Ariel de Santos
"Good. Take a deep breath. Calmly, don’t rush. Listen, remember, feel: you are with him, on the bed, beside him. He is asleep in front of you. Feel the softness of your sheets on your feet and hands. Feel the breeze coming through the window, his fragrance. Make yourself comfortable, watch him sleep, placid and happy next to you. Breathe slowly, evoke his scent on the pillow, the warmth of his body next to yours. His breathing, the feel of his feet on yours. Enjoy his smile when he wakes up and sees himself next to you. Breathe in. Enjoy that memory. Keep it in your memory, enjoy it. Fix it, stretch it. Good, good, good. Now open your eyes slowly, very slowly".
Tears slowly welled up in Andrea's eyes. Her face lit up and the magic began. After so many months without work, it brought me back. She transmitted a warm tenderness. I could take her through her memories and provoke sensations, real feelings, in her. She wasn't pretty, but her gaze conveyed life in such a pure way that it touched me deeply. That's what I did: captured emotions, shaped them and transformed them into a product that others could sell. It was not the girl's features that I transported into the dreams of my clients, my job was to adapt her appearance and her voice, and transform them into those of loved ones, or fantasies, of those who paid me.
For many years the art of digital image manipulation had been so perfected that one could hardly discriminate fiction from reality. However, true feelings were still difficult to fake. In a world where everything could be bought and sold, pure emotions were of great value to those who couldn’t have them or wanted more: the love of a woman, the embrace of a loved one or conversations with a long-dead parent. These were experiences that were reconstructed with a knowledge that was half art and half science: Vivid Dreams.
The session was over and I held a handkerchief to her face. She trembled with contradictory emotions. I wanted to go deeper, to dig into the source of that pain, that orphaned love. But I knew I shouldn't if I wanted to keep the necessary distance to work with her. I had a piece of her soul; I could mould it to my whim, I could easily get drunk on her hugs and whispers. I wasn't interested in Andrea, only in the source of those feelings.
“You're very quiet," she said, breaking the silence, after snorting a line of blue trank, the kind that relaxed everything, physically and mentally.
She wiped her tears mechanically, avoiding ruining the texture of her skin. She could not afford programmable make-up and used cheap products that would scare any professional model.
“It was very good," I replied in my dry, bitter voice, the one I used to avoid getting close to people.
I didn't want to talk to her. I was back from a dark period in my life and I couldn't bear to go back to that game: sex for success. So easy, so sterile. Discouraged by so many disappointments. I treated my models as if they were toys, precisely to avoid remembering that they were human beings. Sometimes I believed my own excuses, most of the time it was enough to blame myself for being so hard on myself, for not knowing how to enjoy what life had to offer.
Andrea left the studio in silence, watching me curiously, analyzing why I was so quiet, wondering, probably, if it was her fault. She had no way of knowing that I was back in the world after passing through purgatory, still anesthetized by the return to reality. I didn't want to spoil it. We said goodbye formally until the next session, professionally. Not even a lingering glance or a nervous smile. Nothing. She walked to the lift and disappeared behind the door. I breathed a sigh of relief.
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I was alone in my loft. From the street I was just a tiny light on the top of one of the most prominent towers of the megalopolis that Paris had become in the 23rd century. I couldn't see the stars, but I could see the hundreds of square kilometers of the city in all directions. Nailed to it, like a divine stake, the great MoHo tower, from where I could contemplate, like a demigod, almost fifty million souls beneath my feet. Andrea was gone and my anxiety had returned. I switched on the holovid. Advertisement. KH-303PRO translucent pods for the deepest immersion in virtual worlds. Thousands of deaths in a poor South American country, affected by a patented virus whose vaccine, owned by Symiodari, was going up in price overnight. Veluss and the new project of humanity. I laughed at all those cretins in a plastic park pretending to be happy on another planet. A new Arcadia attack on Zaarak headquarters. News. I had become a news junkie. The war in North Africa was still going on. It wasn't a war, it was a border. When did it stop being a war? Nobody, that I knew of here, had any idea how or why it started. They didn't give a shit, I knew the reason why. How could I forget? Poor bastards with nothing to lose trying to get into Valhalla. They were the suburbs of southern Europe: Morocco, Tunisia, Algeria, Libya. It didn't matter, same uniforms, same purpose: not to let anyone into Europe. Thanks to that they could live, like watchdogs, serving the master in the north. The news continued to narrate the progress of the definitive barrier: a third concrete wall, fifty meters high, that would prevent the thousands of annual deaths by electrocution. I changed the channel. More death. More ignorance. More news. I knew it would never change anything. For any territory outside the four big economic blocs, the rest of the world did not exist. Outside, in the destroyed countries without flags, there was no hope: survival at the hands of warlords, or worse, commodity-hungry mega-corporations imposing their savage law without having to answer to anyone. I had spent half my life to get to where I was, in a frantic race, selling my soul. I used my pod to make that month's anonymous transfer. I paid, knowing I couldn't afford the next payment. Nor the rent. I looked at my reflection in the glass. I saw myself trapped in a tower I would never fully pay off, full of debts and promises in the air, trapped by my own fables, by my longing to be in a better place. At least now, though, I had trank again.
Opening market
Fate would have it that I would meet Richard Singleton again in barely a month's time. He was also trying to get back to normality, and there was nothing better than a party to start this new stage of his life. He was good at hunting for new friends, and I was one of his many trophies. His parties were his way of showing off his triumphs; this must have been the fourth time he invited me to one of them. The excuse: the renovation he had done to his attic. His house, an 18th century palace in the heart of the historic centre of Paris. The Eiffel Tower dominated the views, which could be admired from his grandiose attic. An exact replica of the one destroyed twenty years earlier by the EGIE terrorists. I always found it very beautiful, I never tired of looking at it. It impressed me, not because of its size, but because of the history that transpired from its forms of other times, where the ugly and the beautiful were intimately mixed.
In the security queue I bumped into some acquaintances, such as Eduard, a wealthy Catalonian, a client of mine, with whom I had met at several parties and who, I had observed, had exquisite taste in art. Although he might seem repulsive as a person, he had shown me, on many occasions, that the best was in what was not obvious. A great connoisseur of trends and fashions in Vivid Dreams, he had put me in touch with various producers and famous people, such as Singleton himself. It was easy to fall into the trap of thinking that you were talking to a profoundly hedonistic person. He was, but also dreamy and wise in his own way. He could also transform himself into a charmer and hold a brilliant conversation. If he had had a woman's face, it would have been much easier for me to play along, but he was far from my concept of a feminine beauty. A clump of brunette curls grew nonchalantly on his head, oblivious to his age, already well over half a century. His nose, large and slightly plump, ruled his face, marked by deep wrinkles on his forehead, and which formed a triangle around his mouth, partially hidden behind a sparse, well-kept beard. His eyes, sad and large, were set off by his thick, angular eyebrows. His face was not vulgar, but it was far from beautiful. The times we had exchanged a few words, I tried to guess what was real about him, whether it was his distant sadness, buried under that gaze, or the marginality of his stories.
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Those thoughts took my mind off the immediate. A flashing light and a beep brought me back. After passing through the retina reader, my true reality suddenly burst in. The guard spoke to me gruffly, in crude English:
“I'm sorry, you can't come in. This party is for Union citizens. This section of the city is restricted, for you. I have no choice but to call the police, please stay where you are," said the guard, tense, his voice too loud.
The position of his right elbow was enough of a clue that he was carrying some kind of weapon on his leg. Unperturbed, I replied in French:
“Please look at the list of special guests. I must be there: Ariel de Santos. I have a personal invitation from Mr. Singleton," I explained slowly and smiling.
I hated what was going to happen next, especially with Eduard next to me, who was already starting to whisper to those around me.
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His eyes searched for my name on the list, the seconds for him longer than for me. Finally he found me. The poor guy blinked a couple of times and came to terms with the reality that a guest could be a foreigner, even from outside a bloc. Unimaginable for him, but he reacted apologetically. I was able to pass and he instantly forgot about me. Many of the guests were watching the whole scene, surprised. Those who had their ears and tongues perked up by the trank tried to find out all about me. Those who floated on a fluffy carpet thanks to the trank, smiled, taking delight in a scene where everything happened very quickly and had a happy ending. Some familiar, most not. Beautiful women, extraordinary men. Power. Money. If that confidence and leadership they breathed could be stored in jars, it would be big business: Olympus, the fragrance of destiny. It was a good name. Yes, I was among gods, titans and fairies. There were also some fallen angels, like Eduard, who pointed at me, sitting between two young girls not far from the security entrance, intrigued by my situation. The three of them were waiting for me on a sofa, surrounded by candles, cushions and Roman sculptures, real or copies. Mutilated and beautiful. They glowed in the moonlight and flickering flame.
The views were exceptional, the soft lighting rose from the ground, from hundreds of warmly colored holovelas. Small lanterns hanging from a wicker and wooden roof provided the rest of the light. The sky was clear and covered with artificial stars. The real ones could not be seen for the atrocious pollution from which Paris was suffering. Nothing was missing that night. The full moon, together with the dim lighting of the party, created a magical atmosphere. I felt like I was at a campfire in the middle of nowhere. Water cascaded in invisible little waterfalls and ran under the ground, under long sheets of glass, which served as a stage. The cool humidity and luscious scent of moss hung in the air. It was easy to fall for the deception. The place was spacious and filled with all kinds of armchairs, sofas, cushions, chaise longues and carpets, so that every alcove of the huge attic seemed an oasis different from the rest, protected by translucent silks and vine leaves.
Eduard, impatient, asked me in a soft voice, in refined and sinuous French, knowing that I was paying attention to him:
“Are you going to sit with us or are you waiting for a formal invitation?“ he asked.
I knew well what he wanted: a chance to start a professional conversation, so I thought I'd tell that old story again. I sat down with them, next to one of their girls. We introduced ourselves with three kisses. Her perfume didn't smell cheap. Her name was Chlöe and she gazed at me with large violet eyes, dilated and sparkling with a spark of trank. She had full orange lips and clear, almost white skin. Her hair, a bright blonde, integrated a childlike face with fringes falling to one side. Still a child, a dangerous child in the shape of a woman, ready to open the lid of Pandora's box. She introduced me to her friend, Sara. Also blonde, taller and much less of a girl. Eduard always surrounded himself with beautiful, too-young women. Chlöe was watching me, aloof, but unable to help it; Sara with a budding smile, not blushing at all. I assumed that by now Eduard would have told them about me, and they would have watered their expectations a little with some more trank, so I just smiled.
“It's a beautiful night," I began without thinking, "I love Paris. It always brings back images of other times, more romantic times, don't you think?
They began to speak in unison, interrupting each other, but I paid attention only to Eduard. Watching them waiting, crouching, I waited patiently for the subject I longed for to come into range. I liked his game. I learned a lot from him, he was a master at dealing with people. I waited and waited, dancing with the topics of conversation, avoiding Sara and playing with Chlöe. He enjoyed analyzing me and baited his girls for me, introducing me as the most sensual designer of Vivid Dreams in all of EcoSur.
Chlöe wanted to be a model. Sara already was. She tried to impress me with names of various fashion designers, magazines and even some vivid dream directors. I knew some of them, it wasn't bad. However, I would never have agreed to work with such a girl, she was vulgar and obvious, the worst qualities of a model.
“Well,” I explained, “I'm closer to the world of acting than the world of fashion. At the end of the day, what my clients see is not the girl I shoot, but the girl they want to see. The important thing is the expression, you can't fool the subconscious.”
“How do you do it?” Chlöe was interested, pouring a couple of pink drops of trank into her drink.
“I don't do anything, my models do everything. That's why their work is so important; but that's my point of view. After all, every professional has their own way of doing their job," I clarified. I was bored talking about technique.
“How modest you are, Ariel, you're a genius to me," said Eduard, stepping in for the first time. He had a beautiful deep, velvety baritone. It was another of his charms.
“Thank you Eduard. You know I'm not, but thank you. I still have a lot to learn. I can never thank you enough for opening my mind to the classics of Romantic painting. Did you know that Eduard is one of the biggest collectors of Romantic art in all of EcoSur?” I said, interrupting Eduard's game and causing them to turn their attention back to him. It was short-lived.
“Who are you working with now?” Eduard asked with an almost sombre depth.
For some reason it made me uncomfortable and he noticed, impassive, sipping his glass of whisky.
“A stranger, like always. You don't know her. She's a nice, petite French girl I met at a casting.”
“Those secret castings of yours," he laughed. I don’t bite. “We'll meet her soon, I hope," he said.
“Yes, she’s a natural. When she starts a scene, she consumes it. She reminds me a bit of Vicky when she started, do you remember the look in her eyes?” I asked.
Vicky was his lover after working for me as a model. Thanks to her we met, but it didn't end well, she aired personal situations, too personal. I guess that's what brought them both together: secrets. It reminded me of the reason for the game: my illegal immigrant act at the entrance.
“I assumed you knew about my past, that Vicky would have told you about it, you know, my strange accent and my charming smile," I said, forcing the North African accent, exaggerating it. I took the opportunity to leave them in suspense while I asked a waiter for a glass of something strong.
“Ah!” He exclaimed, surprised. “I knew you weren't French, but to tell the truth, I never thought you weren't European; after all, what you do implies an education, a vision, a..." I laughed heartily. My biography was public and I was sure Eduard knew it, after all, I had never hidden it, I had only changed my name to a more artistic one.
“Abu Muhammad Ali ibn Ahmad is the one who should receive the awards. Not me, he was the one who educated my senses.” I clarified.
I raised my glass and toasted in Arabic. I managed to surprise the girls with that. Speaking Arabic, there, so close to the Eiffel Tower, was almost provocative. Their expression would have merited a photograph, an old black-and-white portrait. If I had had a camera at hand, I would have done it. Yes. What a pity. Africa. The word tasted bitter in my mouth. Bitter and sour, like gin sprinkled with a little overdone lime.
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