This site uses cookies.
Some of these cookies are essential to the operation of the site,
while others help to improve your experience by providing insights into how the site is being used.
For more information, please see the ProZ.com privacy policy.
This person has a SecurePRO™ card. Because this person is not a ProZ.com Plus subscriber, to view his or her SecurePRO™ card you must be a ProZ.com Business member or Plus subscriber.
Affiliations
This person is not affiliated with any business or Blue Board record at ProZ.com.
Spanish to English: Colombia en el planeta/Colombia, Meet the World General field: Art/Literary Detailed field: Government / Politics
Source text - Spanish COLOMBIA EN EL PLANETA
(Relato de un país
que perdió la confianza)
William Ospina
Medellín, Antioquia
La idea de un gran proyecto cultural que enfrente algunos males viejos de la sociedad colombiana y siembre semillas de reconciliación nació inicialmente de una conversación con Gabriel García Márquez, y, ha tomado fuerza en el dialogo con muchos colombianos convencidos de que la cultura y la educación son fundamentales para resolver la tragedia nacional Este texto es fruto de numerosas conversaciones entre distintos Grupos de ciudadanos, de artistas e intelectuales, de expertos en cuestiones sociales y promotores culturales pero es sólo un borrador y aspira a que todos sus lectores, en particular los jóvenes, se animen a enriquecerlo con sus aportes y sus objeciones, pero también a que lo transformen en iniciativas artísticas y en tareas culturales.
Al final de su relato Los funerales de la Mamá grande, Gabriel García Márquez puso en labios de su narrador una reflexión singular: Sólo faltaba entonces que alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia lección y, escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de los incrédulos del mundo se quedara sin conocerla... Allí sugiere que la historia debería ser contada en primer lugar por sus protagonistas y sólo después por los especialistas; que la historia, antes de convertirse en densos volúmenes, sea elaborada primero como cuento, casi, se diría, como chismorreo de vecinos, en esas tardes largas y espaciosas en que las gentes comunes gozan amonedando en palabras los dramas y las maravillas del pasado y del presente.
Esta actitud hacia la historia es natural en una cultura que siempre encontró en los hechos cotidianos el tema de sus canciones, que supo exaltar las situaciones más comunes en símbolos perdurables. Como esos maestros de Gabo, los juglares vallenatos, Colombia necesita convertir hoy las agitadas circunstancias de su historia reciente en intensos relatos y en cantos conmovidos, para que no se olviden los dolores y los heroísmos de esta época tremenda, y para que el relato mismo sea a la vez bálsamo y espejo, que nos permita dejar de ser las víctimas y empezar a ser los transformadores de nuestra realidad.
Como ha escrito Harold Bloom hablando de la cultura contemporánea, nuestra desesperación requiere el bálsamo y, el consuelo de una narración profunda. Esto es válido para los individuos y para los pueblos. Que las personas mayores, a las que una cultura frívola relega y olvida, siendo los portadores de la experiencia y la única vía al futuro, nos cuenten cómo fueron estos campos hace seis o siete décadas, antes de que comenzara el viento cruel que dio origen a las ciudades modernas; que nos cuenten cómo se formaron estas ciudades a las que todavía hoy vemos crecer ante nuestros ojos. Que esos dos millones de desplazados que han llegado a ellas y que han hecho, como quería Fernando González, el viaje a píe por el territorio, refieran la historia reciente del país y puedan elaborarla ayudados por los lenguajes del arte. Que narren, que pinten, que actúen, que filmen, que canten la historia heroica y peligrosa de todos estos años. Que transformen su tragedia en enseñanza y en sentido para todos. Siempre existió en el país esa destreza y ese regocijo con el lenguaje que hizo de los pobladores de los campos narradores extraordinarios. Y los recursos múltiples del arte nos permitirán pronunciar el conjuro, convertir los recuerdos privados en múltiple memoria compartida.
Hoy los colombianos somos víctimas de los tres grandes males que echaron a perder a Macondo: la fiebre del insomnio, el huracán de las guerras, la hojarasca de la compañía bananera. Vale decir: la peste del olvido, la locura de la venganza, la ignorancia de nosotros mismos que nos hizo incapaces de resistir a la dependencia, a la depredación y al saqueo. La exuberante Colombia parece haber perdido la memoria, parece haberse extraviado en su territorio, como esos personajes de Rivera a los que se tragó la selva, y parece haber perdido toda confianza en sí misma, hasta el punto de no creer que haya aquí ninguna singularidad, ninguna fortaleza original para dialogar con el mundo. Es por supuesto, una mala ilusión, porque el mundo sabe, a veces mejor que Colombia misma, que el país está lleno de originalidad y de lenguajes vigorosos. Pero es necesario que Colombia lo sepa también.
Que sepamos todos de dónde salieron esos bambucos que hoy se siguen haciendo en Veracruz y en Tabasco, esas cumbias que resuenan por las playas del Caribe, esos currulaos enardecidos del Chocó, esos vallenatos traviesos de Escalona, de Leandro Díaz y de Alejo Durán, que ahora se escuchan en Buenos Aires y en Madrid, en Guadalajara y en Pío. Hoy Gabriel García Márquez llena con su elocuencia embrujada la vida de incontables personas en todos los rincones del planeta, Fernando Botero puebla con sus irónicas estampas tropicales bañadas de luminosidad renacentista los museos del mundo, y por muchas razones distintas, buenas y malas, los colombianos y el nombre de Colombia se hacen sentir cada vez más en los escenarios de la historia contemporánea. Pero el país vive en peligro y necesita encontrarse consigo mismo a través de un diálogo inusitado con el mundo.
Mientras las circunstancias recientes de nuestra realidad atraen sobre Colombia las miradas de la humanidad, y ya nadie ignora dónde estamos, quiénes somos, cuáles son nuestra virtudes y, sobre todo, cuáles son nuestros defectos, nosotros seguimos ignorándolo, y en tiempos en que tantos países parecen haber accedido a notables progresos, Colombia permanece en el umbral de la modernidad, absorta en una suerte de cosmogonía salvaje, a punto de interrogarse a sí misma, sin saber cómo convertir en rapsodia su arte incomprensible de vivir siempre en peligro, la curiosa relación con la guerra y con la muerte que nos caracteriza.
Reconocerse en sí misma es el gran desafío de la Colombia presente. Mientras los colombianos no tengamos un lenguaje común para hablar de nuestro territorio, y no tengamos un relato compartido de los mitos y de los símbolos que nos unen, será muy difícil cumplir juntos las tareas que nos está reclamando la historia. Un país sólo vive en confianza, sólo se constituye como nación solidaria cuando comparte una memoria, un territorio y unos saberes originales. No basta tenerlos, es necesario compartirlos. La urgente tarea de refundación de Colombia es, antes que todo una tarea cultural: debemos emprender una gran expedición por el olvido, debemos pronunciar un conjuro contra la venganza desde las encrucijadas de nuestro territorio en peligro, debemos vivir una original aventura estética, mirando la naturaleza equinoccial, las ciudades nacidas del choque de la modernidad con la tradición, y explorando las riquezas del mestizaje, para encontrar los rostros y los lenguajes que definen nuestro lugar en el planeta.
Las numerosas guerras civiles del siglo XIX, las dos grandes guerras de la primera mitad del siglo XX, y la guerra actual, en la que se cruzan todos los conflictos de la diversidad, han tenido como efecto común el cortar sin tregua para los colombianos los hilos de la memoria. La leyenda de la casa perdida vuelve sin cesar en nuestras canciones, en nuestras novelas, en nuestros poemas. La Casa, iba a ser el nombre original de Cien años de soledad Ese Paraíso en el que transcurre la María de Jorge Isaacs, esa Casa Grande de Álvaro Cepeda Samudio, esa turbulenta Mansión de Araucaima de Álvaro Mutis, esa idílica Morada al sur de Aurelio Arturo, lo mismo que esas casas de nuestro cine reciente, la edificación amenazada de La estrategia del Caracol la casa en ruinas de La vendedora de rosas, se exaltan también en un símbolo de las raíces cortadas, del desarraigo y de una amorosa patria perdida.
Debemos interrogar al espíritu de la venganza que nos hizo perder esa patria. Sería una exageración afirmar que aquí se ha borrado el tabú del asesinato, ese tabú que debe estar escrito con fuego en el corazón humano, ya que es el fundamento mismo de la cultura, pero, ¿cómo negar que entre nosotros se ha debilitado? Y ya no parecen ser las religiones quienes tengan el poder de instaurar de nuevo en las conciencias ese mito poderoso, anterior a la ley positiva y a la sanción moral, que obra sobre los nervios casi como una ley natural. Pero tal vez, como lo hizo la tragedia en tiempos de Sófocles y en tiempos de Shakespeare, el arte sí pueda todavía renovar en nuestros corazones la vigencia de esas leyes profundas, Transcribir en ellos el sentido sagrado y el poderoso temor, convertir a los muertos en aliados invencibles de nuestro amor por la vida, haciéndolos capaces de infundir en los criminales el pavor frente al crimen.
Hay sociedades donde los muertos no mueren del todo. En México las gentes les llevan serenatas a las tumbas, ponen en ellas platos de enchiladas y de mole poblano, celebran como un carnaval el día de difuntos y, como en esos grabados de Guadalupe Posada donde se ven esqueletos que bailan en las fiestas del mundo, viven con los muertos una mitología jubilosa, testimonio de una profunda familiaridad. Entre los antiguos romanos, los muertos se convertían en divinidades familiares, con las que se dialogaba, con cuya protección se contaba siempre. Entre nosotros, en cambio, se ha trivializado la muerte. Los muertos se fueron convirtiendo en desechos que seres distraídos arrojan al olvido, bajo un triste rótulo de N.N. El asesinato es un arma política común, y también un instrumento siniestro de control social. Pero tal vez lo que permite que la venganza recurra al crimen para dirimir los conflictos es esa idea de que los seres humanos se borran con la muerte. Lo que impidió que los muertos de la dictadura argentina se perdieran en el olvido fue que las Madres de la Plaza de Mayo los sacaron a la calle día tras día y año tras año: es así como se demuestra que el amor es más poderoso que la muerte.
Aquí es necesario despertar a los muertos, pedirles que sigan vivos en el corazón de quienes los amaron, que nos acompañen en una larga fiesta por la vida. Los Wayuu suelen atar con cintas rojas las manos y los pies de quienes han sido asesinados, para que el asesino no pueda olvidar que ha cometido un crimen. Cuando hayamos cumplido esa labor poética y mítica de despertar a los muertos, de convertirlos en aliados de la vida, cuando hayamos demostrado que no es tan fácil matar del todo a un ser humano, la venganza tendrá que inventarse otras formas de dirimir sus conflictos, y no podrá creer que se elimina una contradicción eliminando a los contradictores.
Ahora bien, desde los comienzos de la cultura occidental, la poesía testimonió el secreto de los jóvenes homéricos, de todos aquellos que viven peligrosamente. En la Odisea de Homero alguien pronuncia estas palabras significativas: «Los dioses labran desdichas para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar». Las guerras y los éxodos fueron siempre la forma más acentuada de ese vivir en peligro, pero la humanidad siempre supo extraer de ellas enseñanza, fortaleza y consuelo. Hoy en Colombia innumerables seres humanos, hombres, mujeres y niños se mueven en una frontera de riesgos, no hay colombiano que no sienta cada día en su vida el sabor del peligro, y por eso debemos interrogar nuestra relación con un espacio físico que se ha convertido progresivamente en región de zozobra. En barrios azarosos, oyendo en la noche los estampidos de las armas de colina en colina, calculando siempre qué zonas de la ciudad pueden ser visitadas, estudiando siempre los rostros de los demás en pueblos donde crece la angustia, preguntándonos qué carreteras son seguras, en qué vías hay riesgo, sobre qué poblaciones están suspendidas las nubes de la amenaza, volviendo a sentir como en los años cincuenta que viejos conocidos se van cambiando en seres condenados o en colaboradores del mal, Colombia tarda en reaccionar, en modificar su realidad cotidiana, en nombrar su heroísmo y su miedo. Es preciso que oigamos el relato de los jóvenes homéricos, de quienes han aprendido a vivir en el filo de la muerte, es necesario que también ellos, con los múltiples lenguajes del arte, se cambien de víctimas en intérpretes y transformadores de su realidad.
Del mismo modo debemos contrariar la locura que hizo que década tras década el país se haya acostumbrado a vivir bajo la sombra mítica de un monstruo que se finge eterno, omnipresente y omnipotente. Ese monstruo se llamó Sangrenegra y Desquite, se llamó Fabio Vásquez y Javier Delgado, se llamó Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar, y aunque cíclicamente caía en poder de la justicia o bajo una lluvia de balas, mostrando que no era más que un pobre ser resentido y vengativo, sigue imperando por el miedo sobre la sociedad y, a pesar de su muerte, vuelve a alzarse una y otra vez, con otro nombre y otro discurso, creyéndose de nuevo el dueño del país, el que decide quién vive y quién muere, quién permanece en el territorio y quién se va de él.
¿Qué hace que Colombia se haya habituado a vivir bajo la gravitación de ese monstruo inevitable siempre significativo y siempre insignificante? Tal vez lo que tiene que ser conjurado no es el monstruo particular, por el que sus propios patrocinadores y voceros terminan sintiendo terror, y al que finalmente destruyen, sino la costumbre colectiva de estar a la vez fascinados y aterrorizados con él. Como el mítico Minotauro de Creta, que exigía cada año el tributo de la sangre joven de la isla, este monstruo parece ineluctable, pero es verdadera la interpretación que hizo de él Borges en su relato Asterión: la principal necesidad del monstruo es la de desaparecer, y lo único que verdaderamente lo sostiene es el temor que la sociedad le profesa.
Este es un país peligroso pero valeroso. La gran mayoría de la sociedad está compuesta por seres valientes que salen cada mañana desarmados a las calles a luchar por la vida, a trabajar y a crear. Sin embargo se ha extendido la creencia de que los valientes son los tenebrosos guerreros que necesitan andar armados hasta los dientes y que se jactan de perdonar a todos los demás el atrevimiento de existir. Nuestro gran desafío es ayudar al monstruo a desaparecer. Y para ello es fundamental cambiar nuestras ideas de la valentía y de la cobardía. Es el monstruo el que tiene miedo, es por eso que anda armado y enloquecido, y Colombia debe vivir la fiesta de reírse del monstruo, desarticularlo como a esos muñecos de carnaval de los que cada miembro de la comparsa lleva una parte y que a veces se disgregan ante los ojos regocijados de los niños.
Como en otros tiempos, pero con una amplitud insospechada, la guerra ha arrojado de sus tierras a dos millones de personas del campo. Y si a ellos sumamos los cuatro millones de colombianos que viven fuera del territorio, que han sido arrojados hacia el mundo exterior en busca de trabajo, de futuro, de seguridad, sentiremos una vez más que el destierro sigue siendo el signo de esta patria precaria. Se van nuestros científicos y nuestros talentos. Y hasta una parte muy importante de nuestro arte y de nuestra literatura, han sido elaborados en el exilio. En el exilio se escribió la obra de Barba Jacob y de Álvaro Mutis, de García Márquez y de Fernando Vallejo, en el exilio se ha pintado buena parte la obra de Luis Caballero y de Fernando Botero. Sin embargo, esas obras nacidas en tierras extrañas fueron tal vez las más colombianas, porque no hay mejor manera de conocerse a sí mismo que mirándose en contraste con lo que es distinto.
Jenaro Mejía. Eco
Varios millones de colombianos van hoy por el mundo procurando entender qué planeta es éste que durante tanto tiempo era para nosotros una fábula inverosímil. Colombia fue una nación casi totalmente cerrada a los vientos de las migraciones que en cambio poblaron a la Argentina y al Brasil, que pusieron siempre en contacto a Venezuela con el resto del mundo, que hicieron de México uno de los países más hospitalarios que pueda imaginarse, que le dieron a Cuba entre tantas cosas su espléndida riqueza musical.
Un día, mirando cierto libro con imágenes de la Bogotá de los años 40, un pintor español exclamó graciosamente: "¡Cómo son de colombianos los colombianos!". Es también ese encierro y un largo hábito de dogmatismos lo que no nos ha permitido relativizar nuestras verdades, dialogar fluidamente con lo que es distinto, reconocer nuestros secretos y nuestras destrezas. Se diría que una de las causas de nuestro conflicto es que hemos estado encerrados demasiado tiempo. Eso nos ha vuelto incapaces de vernos en lo que realmente somos, de admirarnos unos a otros por lo que tenemos de verdaderamente admirable, de corregirnos en lo que deba ser corregido.
Por ello, una de las prioridades de la Colombia presente es buscarse a sí misma en un diálogo inusitado con el mundo.
Sí es urgente que convoquemos a los millones de refugiados internos que han vivido la barbarie presente, para que compartan con todos los demás colombianos su realidad vertiginosa y hondamente humana, también es urgente que convoquemos a los pioneros de nuestro contacto con el mundo, a esos millones de colombianos que están dispersos por el planeta, que han entrado en relación física y mental con otras tradiciones, y que desde tantos lugares del globo sabrán celebrar de nuevo la alianza con el país en que nacieron, al que llevan en sus costumbres y en su nostalgia, el país que necesita de ellos para estar verdaderamente en el mundo.
Hay quien dice que frente a los desafíos y los horrores de la guerra, es poco lo que pueden hacer el arte y la cultura. Muchos pensamos que, por el contrario, en una situación como la colombiana, casi todo tienen que hacerlo la cultura y la educación, porque hasta la guerra que vivimos es consecuencia de unos choques culturales, de unos procesos históricos en los cuales nuestra nación desdeñó su singularidad y se obstinó en copiar ideas, modelos y esquemas, creyendo ingenua o malintencionadamente que para una sociedad sirven las fórmulas que han sido descubiertas e implantadas en otras.
La monarquía parlamentaria inglesa, la razonable república francesa, el presidencialismo paternal mexicano, la actual fusión de arcaísmo monárquico y de audaz ultramodernismo de la sociedad española son ordenamientos surgidos de una lectura lúcida de la realidad de cada uno de esos países. Sólo de una lectura lúcida de lo que somos puede salir un orden institucional y social que sirva para administrar esta realidad y para resolver sus problemas. Y decimos que hay una nación cuando una comunidad ha llegado a articularse de un modo original. Es por eso que el arte y la literatura son los que de verdad descifran a los pueblos, porque a través de ellos esa comunidad singular expresa sus símbolos profundos, cifra en lenguajes condensados su originalidad.
En su reciente libro La novela colombiana entre la verdad y la mentira, el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, uno de los más lúcidos testigos literarios de la violencia colombiana, nos ha mostrado a través del ejemplo de cuatro grandes obras, la María de Jorge Isaacs, El Moro de José Manuel Marroquí, La Vorágine de José Eustasio Rivera, y Cien años de soledad de García Márquez, contrastadas todas con su propia experiencia como autor de la novela Cóndores no entierran todos los días, que el único modo como ha sido posible contar la historia de Colombia fue a través de un tipo de ficción que, recurriendo a la exageración y a la imaginación, logra cifrar poderosamente lo que de otro modo sería reducido a niebla por la pertinaz y dirigida peste del olvido. Hablando de La Vorágine sostiene que ese tipo de ficción «es la búsqueda de la verdad a través de la utilización de la mentira novelística o de la exageración literaria, de la conformación flagrante de la selva en personaje, de la animación como ser vivo del verde feroz de la selva». En otra parte señala que «desde Rivera en adelante los novelistas colombianos, y los lectores sí que más, convertimos la novela en la única vertiente para encontrar la conformación hacia el futuro de los episodios que hicieron la patria y que por injustos o agresivos, por dañinos o por inconvenientes para los dueños del poder político o del poder económico no fueron aceptados como verdad». Hablando de la obra de García Márquez, el escritor afirma que «probablemente ninguna otra novela colombiana describe como Cien años la imagen de las guerras colombianas. Cargada de sátiras, rebosante de burla, hiriendo con el verbo y asimilando con la metáfora, logra un mosaico de coloridos agresivos de tal manera que el lector de 1967, cuando se publicó la obra, y el de hoy o el del 2068, termina por aceptar como verdadera esa versión entre caricaturesca y técnica, entre imaginada y verídica de lo que ha sido una guerra en Colombia. El paso de los años, la repetición insensata de muchas de las circunstancias, la identificación del arquetipo en muchos personajes de la guerra de hoy, hace más creíble la versión exagerada y quizás hasta mentirosa, y sin problemas la entroniza como la verdad histórica». Y después de comparar estas aventuras literarias con su propia experiencia, la experiencia de quien ha debido fabular para llegar a las entrañas de lo real, de quien ha tenido que exagerar para alcanzar la verdad memorable, Álvarez Gardeazábal concluye: Esa ha sido la verdad aunque siempre la hayamos creído la mentira. Por ello es a los novelistas a quienes nos ha correspondido inventarla, para que la crean".
Nuestra gran expedición por el olvido requiere sin duda esa medicina de una narración profunda, una búsqueda del tiempo perdido, y el lenguaje verbal creador, oral y escrito, tendría que ser su más inmediato instrumento. No parece posible recurrir para ello a los medios de comunicación masiva, medios que masifican sin fortalecer la individualidad, medios de una sola vía, que no permiten diálogo alguno, y sobre todo en las condiciones de Colombia donde hoy los medios responden exclusivamente a una estrategia de mercadeo, y no están dispuestos a difundir nada que no opere como mercancía.
Jenaro Mejía. De la serie la edad del silencio.
Además, ese ejercicio del recuerdo sólo puede ser un acto de amistad y de amor, y esto sólo es posible mediante el contacto directo de los seres humanos. Pero ello supone algo más que una narración. Siempre fue vigoroso entre nosotros el arte de narrar, y buena parte de la historia está contada en múltiples versiones. Pero a partir de cierto momento parece que hubiéramos perdido la facultad de escuchar, de atender a esos relatos. Una pregunta central de esta búsqueda es qué es lo que nos hace escuchar, qué es lo que nos cautiva, nos seduce y, si se quiere, nos embriaga del relato.
Nadie tal vez como García Márquez para aproximarnos a ese secreto. Aquí es donde podemos pensar en Gabo como hechicero, y en la suya como en una suerte de lengua chamánica capaz de pronunciar los conjuros requeridos. La sensualidad de su relato, la tensión de su intriga, el modo cautivante de sus paradojas, su desparpajo, su alegría, su sabia combinación de reverencia mítica ante los humildes y de insolencia mítica frente al poder, su exuberancia y su sentido del ritmo forman un tejido narrativo que rompe con los paradigmas de la novela occidental, tal como nos la legaron los grandes artífices.
Cien años de soledad no es, en sentido riguroso, una novela humanista. En ella no sólo los seres humanos son protagonistas, las fuerzas de la naturaleza tienen su propia voluntad, y ya desde el comienzo de la obra se anuncia ese sentimiento que la recorrerá por entero: «Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima».
Más bien nos sentimos asistiendo a una recuperación del sentido mágico de la literatura pre cristiana y pre racional, a los poderes naturales que gobiernan el relato homérico, a las transgresiones de la ley natural que rigen el curso de los relatos de Las Mil y una noches, al universo animista de los mitos indígenas americanos.
El joven culpable que aparece en la obra de García Márquez no es el penitente cristiano sino el hijo que huye de sus deberes, que se aleja empujando una jaula donde llevan al hombre, que se transformó en víbora por desobedecer a sus padres, y que vuelve a la aldea años después con el cuerpo cubierto de tatuajes de modo que parece una serpiente. El tipo de lazo afectivo que une a la madre y a su hijo no nos los muestra García Márquez mediante un discurso explicativo, sino señalando el camino que sigue la madre en busca del hijo fugitivo, el mismo camino por donde el hijo retorna muchos años después a la aldea, y sólo se detiene cuando llega hasta ella. Ese vínculo no nos es dado mediante una argumentación a la manera de Tolstoi o de Thomas Mann, sino mediante el rojo trazo de un pictograma indígena: el hilo de sangre que brota de las sienes del hijo muerto y que, siguiendo su fuerza ancestral, esquivando todos los obstáculos, no se detiene hasta llegar a la madre: el río de la sangre buscando su fuente.
Jenaro Mejía. De la serie la edad del silencio
Es tal vez la irrupción del pensamiento mágico indígena en el orden del relato lo que marca la diferencia de Cien años de soledad toda la literatura europea, lo que señala el secreto de la fascinación distinta que ejerce sobre la imaginación de todos los pueblos, y por ello se explica que García Márquez sólo haya sabido cómo contar su saga cuando leyó el Pedro Páramo de Juan Rulfo, el momento en que el universo mágico ancestral de los mexicanos encontró su lugar en la respiración de nuestra lengua continental.
La originalidad de García Márquez es la originalidad de nuestra cultura, su distancia del canon de occidente. Ese triple recurso de elocuencia latina, condensación mágica indígena y sensualidad africana, fusionados en diablura de la imaginación, colorido, insolencia y desconcierto, pueden ser vigorosos aliados en nuestra relectura de la historia, en la gran expedición por el olvido, en nuestra consoladora narración curativa.
Otro secreto del relato está en la recuperación de los detalles. Lo que hace que la verdadera historia sólo se aprenda en la novela histórica es que ella escapa de las generalizaciones y las categorías para darnos la intensidad de los hechos. Por eso tiene la capacidad de conmover, de formar la sensibilidad, de educarnos ante los rigores de la historia. El más grande historiador europeo, Gibbon, descubrió que lo conmovedor de la historia no está en las grandes tramas sino en los pequeños detalles. Frente a la historiografía indiferente, entorpecida de abstracciones y de estadísticas, que le teme a lo local, a las anécdotas y a los héroes, se alza la historia viva que muestra a las tragedias humanas girando en torno de cosas concretas, de gallinas y de cerdos, de fotografías y de sillas vacías.
Las gentes humildes creen en la realidad. Una nevera es para la publicidad y para la opulencia un símbolo insignificante, pero para una persona humilde es un objeto real y es también un ícono. Por eso los sicarios de Colombia pueden arriesgar la vida por conseguir ese objeto que en cambio significa poca cosa para muchos que lo poseen. Es preciso recordar que nuestra violencia gira en torno a la tierra y a las cosas. Es preciso recordar que vivimos en una sociedad mercantil que predica todo el día sus paradigmas de opulencia y consumo, pero en la cual los productos son inaccesibles.
Jenaro Mejía. Desesperanza
Hace setenta años, en muchas regiones de Colombia, cuando una persona iba por los montes al anochecer y veía aparecer a alguien en la oscuridad, podía sentir alegría. Un desconocido era un compañero con quién sentarse a conversar. Siete décadas pasaron llevándose eso que alguna vez fue nuestro, y Colombia ha perdido casi del todo el tesoro mayor que cualquier sociedad puede poseer: la confianza espontánea en los demás. Con ella perdimos la conciencia de poseer una patria, de formar parte de una comunidad solidaria. Saqueados por la historia, los hijos de Colombia deberíamos vivir hoy la urgencia de lanzarnos a la búsqueda de esa confianza perdida, pero nadie conoce el camino que lleva hacia ella, porque la confianza es uno de esos extraños lazos vitales cuya realidad resulta mucho más fácil de percibir que de explicar.
Nuestra sociedad tradicionalmente pobre, que nunca vivió la prosperidad de México o La Habana en el siglo XVIII, de la Argentina a comienzos del XX, de Venezuela a mediados de siglo, nuestra sociedad, arrojada a una lucha desamparada y solitaria por lo material, aislada en individuos que crecieron en la falta de estímulos y la abundancia de obstáculos, en manos de clases dirigentes sin carácter que nunca dirigieron nada, está comprendiendo tardíamente que la mayor riqueza posible es la menos palpable: el privilegio de compartir una realidad donde sea posible confiar en los demás, y que los demás confíen en nosotros.
Esa confianza, que puede traducirse en conversación entusiasta, en recuerdos compartidos, en el amor, que sabe asumir tantas formas, en respeto, en esa justicia generosa de la que nace el único orden duradero, en seguridad y protección, en trabajo respetado y digno, en verdadera compañía, ¿dónde encontrarla? Muy pocos colombianos se sienten hoy realmente acompañados, salvo por las personas que les son más cercanas, y se diría que a veces ni siquiera por ellas. Pero podemos añadir que sólo las amistades suplen en Colombia la confianza que a menudo ni aún la familia dispensa. Y ya que la familia, en tiempos aciagos, tiende a convertirse en algo que se cierra sobre sí y nos enclaustra en un ámbito opuesto a lo desconocido, a los desconocidos (que son aquí el conjunto de la sociedad), la amistad tendría que convertirse en uno de los más importantes instrumentos de esa búsqueda de la confianza perdida, que es una búsqueda de la patria perdida.
Hay un secreto en la invención de nuestras amistades, en los encuentros y las afinidades, en sus coincidencias y sus asombros. Es verdad que también la amistad puede convertirse en algo hostil a la sociedad, en un orden de afinidades cerrado a la curiosidad y a lo colectivo. Pero todo el que tenga un amigo en el sentido más generoso de la palabra, tiene una de las claves del futuro que Colombia reclama, una responsabilidad a la vez íntima y pública, un secreto político, en el sentido más alto de la expresión.
Simplificando una sentencia griega podemos llamar política a nuestra manera de estar juntos. Ello nos obliga a advertir que hay maneras generosas e inteligentes de estar juntos, y maneras egoístas y brutales. Si en una sociedad impera la confianza, es evidente que la gobierna una sana política, pero si impera el miedo, toda su política debe quedar enseguida bajo sospecha.
Las sociedades sólo viven juntas en confianza cuando comparten una memoria, un territorio y un carácter, es decir, un saber sobre sí mismas, pero esto en Colombia lo aprendemos por la vía negativa: lo que impide nuestra confianza es que no compartimos una memoria, casi no compartimos un territorio y en absoluto compartimos un carácter. Sin embargo esa memoria, ese territorio y ese carácter existen realmente, y el mundo exterior suele tener más conciencia de ello que nosotros mismos.
Toda nación es una memoria compartida, pero esa memoria tiene que haber sido elaborada colectivamente; ningún pueblo se une realmente alrededor de una versión parcial o amañada de la memoria común. Y la memoria compartida da cohesión a los pueblos, les permite tener rostro y voz para dialogar con el mundo. Hay naciones cuya memoria es tan poderosa que les permite incluso sobrevivir a la pérdida del territorio. Hay naciones cuyo territorio es tan homogéneo que pueden reconocerse siempre con facilidad a sí mismas. Hay naciones cuyo carácter las ha hecho siempre visibles, orgullosas de sí mismas, firmes en el diálogo con el mundo.
Colombia necesita reconocerse en Macondo, necesita curarse del olvido, curarse de la venganza y curarse de la ignorancia de sí misma, y sólo podrá lograrlo viajando por el olvido, despertando a los muertos, contando y cantando los secretos de su continuo vivir en peligro, conjurando los fantasmas del miedo, y emprendiendo un diálogo nuevo con el mundo. Ello reclama una aventura vital festiva y múltiple, enriquecida por los lenguajes del arte, que brote de la comunidad sin exigir el patrocinio del Estado, y donde cada colombiano pueda sentirse y actuar como protagonista. Una iniciativa autónoma de la cultura colombiana para abrir el país a los creadores y artistas del mundo, a todos los que quieran vincularse como acompañantes y amigos en una Expedición de Colombia por su propia memoria, por la vastedad de su territorio, reconociendo la originalidad de sus sueños y de sus lenguajes.
Porque un país sólo se puede relacionar con el mundo desde la perspectiva de su originalidad. Cierta teoría superficial de la globalización pretende que los países renuncien a toda singularidad para integrarse a una suerte de carnaval de lo indiferenciado, pero la misma globalización nos enseña que el mundo entero sólo dialoga con lo singular. Inglaterra vive de su capacidad de incorporar a su ser las habilidades de sus enemigos, de haberse incorporado la sensibilidad francesa y las fuentes del romanticismo, de haber nacionalizado el té y el curry Francia vive de su sensorialidad, de su racionalidad, de su Revolución y de su cosmética. El Japón aprendió a crear transistores y microchips a partir de su habilidad secular para las miniaturas, de su proclividad al bonsái y al haikú. Así que la pregunta por nuestra singularidad tendrá que estar en el centro de nuestra relectura de la historia, del gran relato de quienes viven en peligro, de nuestra gran conversación con los muertos.
Debemos partir de un gran censo de procesos culturales en Colombia, construir un mapa cultural del país, identificar en él los proyectos y los esfuerzos que mejor respondan a esta filosofía de reencuentro de Colombia consigo misma y con su propia voz frente al mundo, y proponer a la comunidad internacional un abanico de actividades y de sueños a los cuales puedan sumarse los países en generosas alianzas creadoras. Nadie nos puede enseñar a ser nosotros mismos, pero el mundo civilizado tiene mucho que aprender del ejercicio de un país que explora su propio rostro, y nosotros mucho qué descubrir de nuestra singularidad mientras dialogamos con otras tradiciones y otras mentalidades. Además de unos recursos económicos para la cultura y la educación, Colombia requiere hoy compañía imaginativa y apasionada, que nuestros hermanos de todas las naciones entren en diálogo con una comunidad deseosa de comprenderse y de reconciliarse.
Que lleguen a Colombia las brigadas culturales del mundo, las francesas y las españolas, las cubanas y las norteamericanas, los artistas de Senegal y de Corea, los maestros de danza de China y los maestros artesanos de Tailandia, los jóvenes cineastas daneses y vietnamitas, los jóvenes deportistas del Congo y de Australia. Así como cada año nos visitan los poetas y cada dos años las más importantes compañías teatrales de todo el mundo, así como han venido los maestros directores de la Scala de Milán a compartir su saber y los profesionales del Circo del Sol Franco canadiense a compartir sus destrezas con los niños de los barrios de Cali que vengan los que hacen las fiestas de las flores y las fiestas del libro, las jornadas de la música y las jornadas del teatro, que dialoguen con el pueblo que ha creado la saga vallenata y la cumbia, currulaos en los litorales y pasajes llaneros, que dialoguen con la realidad que ha producido a García Márquez y a Fernando Botero, a Edgar Negret y a Ramírez Villamizar, a Luis Caballero y a Beatriz González, a Fernando González y a Estanislao Zuleta, a José Asunción Silva y a Gonzalo Arango, a Luis Carlos López y a Aurelio Arturo, a Porfirio Barba Jacob y a Fernando Vallejo, a José Eustasio Rivera y a Gustavo Álvarez Gardeazábal, a Santiago García y a Enrique Buenaventura... Colombia necesita con urgencia del mundo para no sucumbir en manos de la peste del olvido, del tiovivo de las guerras que nunca terminan, de la hojarasca de las dependencias.
Volvamos a decir que esta vida peligrosa en un país de paradojas nos exige buscar el triunfo de la vida despertando a los muertos, alcanzar el olvido recurriendo a una gran expedición por la memoria, alcanzar la capacidad de perdón combatiendo las inercias de la venganza, reinventar la comunidad fortaleciendo en el diálogo lo individual, reconocernos a nosotros mismos en el acto de dialogar con el mundo, reinstaurar el pavor de matar perdiendo el miedo a los fantasmas que viven del crimen, y reencontrarnos de nuevo con la invaluable confianza espontánea en los demás a través de desconfiar aplicadamente de nuestras nociones y de nuestros hábitos.
De este apasionado ejercicio cultural y educativo, que no puede ser una labor especializada de artistas ni de intelectuales, sino una extensa fiesta de la comunidad, partiendo de las regiones del país más agobiadas por los conflictos, depende no sólo nuestra reconciliación, sino la posibilidad de convertir a Colombia, hoy terriblemente amenazada, no sólo en una gran reserva de oxígeno y de agua para el futuro de la especie, sino en una respuesta desde la creatividad y la imaginación para algunos de los grandes males de nuestra época.
Es la hora de recostar las sillas en la puerta, y de empezar a contar la historia, antes de que lleguen los historiadores.
Jenaro Mejía. De la serie la edad del silencio.
LOS QUE INICIAMOS
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD
Gobernación de Antioquia
Secretaría de Educación y Cultura
Instituto para el Desarrollo de Antioquia –IDEA
Universidad de Antioquia
Universidad Nacional (Seccional Medellín)
EAFIT
Suramericana de Seguros
Biblioteca Pública Piloto
Asencultura
Revista La Hoja
Fondo Mixto
Martha Maya
Centro de Desarrollo Humano PNUD:
Entidades socias: Gobernación de Antioquia, Alcaldía de Medellín,
Cámara de Comercio de Medellín, Comfama, Proantioquia.
Y todos los demás que quieran unirse a este gran proceso.
Este folleto se terminó de imprimir en los talleres gráficos de la
Imprenta departamental de Antioquia
en el mes de junio de 2001.
The idea of a wide-scale cultural project that would approach some of the evils of today’s Colombian society and sow the seeds of reconciliation, grew out from a conversation with Gabriel García Márquez, and has gathered strength from dialogue with many Colombians who are convinced that culture and education are fundamental to resolving our national tragedy. This text is the fruit of these numerous conversations with varied community organizations, artists and intellectuals, experts in social issues and cultural activists, and yet it is only the first draft. It begs of its readers, particularly the youth, to
(1 ) enrich it with their own contributions as well as their points of contention, and
(2) use it to inspire their own artistic initiatives and cultural projects.
At the end of the short story, “Los funerales de la Mamá Grande” (“Big Mama’s Funeral”), we find this peculiar sentiment on Marquez’s narrator’s lips: “If only someone would lean back in his chair and tell the story, history would become a lesson for the future generations, and none of the sceptics of this world would go without hearing it.” He is here suggesting that history should first be told by those who had a part in it and only afterwards by “professionals”; that history, before it is transposed to heavy volumes, should first be narrated as any other story would be, almost, one might say, as neighbourly gossip, an essential feature of those lazy afternoons when common people enjoy coining the dramas and the marvels of the past and the present into words.
This attitude towards history comes naturally to a culture whose lyrics turn quotidian things into music; that has been able to exalt its supposedly mundane moments with timeless symbols. Just as Gabo ’s most important teachers the Vallenato minstrels did, today’s Colombia needs to convert the turbulence of its recent history to epic tales and moving music. In this way, the struggles and the triumphs of this wonderful age will not be forgotten. The very act of telling our story can be at once therapeutic and reflective, allowing us to rise up from the role of the victim and become the creators of a new reality.
As Harold Bloom wrote about contemporary culture, our desperation requires a salve, the solace of a thorough retelling. This holds true for the individual as well as for the community. Our senior citizens, pushed aside and forgotten in the frivolity of our culture , are the only ones with the experience necessary to take us to the future. We need them to tell us what this land was like six or seven decades ago, before the advent of the cruel gale that blew in the modern city. We need them to describe the birth of these cities that continue to grow before our very eyes . If only the two million unemployed who have migrated towards them and have toured practically the entire country on foot (just what Fernando González tried to do) would reveal what they have learnt and elaborate their stories artistically. If only they would look back on their experiences and narrate, paint, dramatize, film, and sing their heroic and treacherous story. If only the tragedies could be transformed into lessons with meaning for all Colombians. A certain inherent skill and pleasure in language has always characterized rural Colombians as extraordinary storytellers. And the multi media of the realm of the Arts will allow us to utter the spell that will magic personal memories into a collective memory that represents all the facets of this great nation.
Colombians today are the victims of the three monumental evils that defiled Macondo in Gabriel García Márquez’s One Hundred Years of Solitude: the plague of insomnia, the hurricanes of war and the leaf storm of the banana industry. We can add to this list: the plague of forgetfulness, the insanity of vengefulness and a weak sense of self that has left us prey to dependency, pillage and plundering. A country that was once so spirited seems to have lost its memory and its way; it is as if it has been swallowed up by the jungle like the characters in Rivera’s La Vorágine (The Vortex). Its self-confidence seems to have plummeted to the point that it claims no uniqueness, not one single characteristic strength worth presenting at the global table. Of course this is not correct. The world knows that this country is bursting with originality and expression. But Colombia needs to know it too.
Every Colombian ought to know the origins of the bambuco music, which is still a part of life in Veracruz and Tabasco, of the cumbia sounds that reverberate across the Caribbean, of Chocó’s fiery currulao rhythms and of the lively and playful vallenato troubadours, Escalona, Leandro Díaz and Alejo Durán, who can now be heard from Buenos Aires to Madrid, from Guadalajara to Pío . Gabriel García Márquez’s enchanting eloquence touches the lives of countless readers in every corner of the globe. Fernando Botero’s ironic tropical prints hang with Renaissance luminosity in museums worldwide . For innumerable and distinct reasons, both negative and positive, Colombians, and Colombia itself, are making their presence felt on the contemporary stage. Yet, the country is in danger; to find itself, it must enter into an unusual dialogue with the world.
The Family. Fernando Botero
Wikiart.com, 26/04/2015.
It is true that recent manifestations of our reality have attracted international attention to Colombia. No longer can anyone say they don’t know where we are or who we are, what are our virtues and, least of all, our defects. It is our own people who continue to ignore Colombia. In these times when so many nations seem to have made such great strides, Colombia lurks on the threshold of modernity, absorbed in a kind of savage sort of cosmogony, wanting to examine itself but clueless as to how to redirect towards progress its unfathomable art of survival, and its curious relationship with war and death.
Recognizing ourselves for who we truly are is the ultimate challenge that faces Colombia today. If we refuse to speak the same language and share the stories behind the myths and symbols that inspired our culture, it will be very difficult to carry out the tasks history has laid before us. A country’s citizens will only trust each other and feel united when they share one history, one land and one tradition. It is not enough that these belong to Colombia; they must all belong to each and every Colombian. The urgent task of the rewriting of Colombia is first and foremost a cultural one: We need to embark on a grand expedition across the oblivion, cast a spell against revenge, beginning at the cross roads of our endangered territory. We need to forge our own path across our wild equinoctial beauty, through the cities born of collisions of modernity and tradition, and through the richness of our historic ethnic, and cultural intermixing. It is in so doing that we will find the faces and the languages that define our place on the planet.
The numerous civil wars of the 19th century, the two great wars of the first half of the 20th century, and the current war, in which the conflicts of diversity come to a head, have had the common effect of cleanly breaking the thread of Colombian memory. The legend of the lost home reappears incessantly in our songs, our novels, and our poetry. La casa (The House) was the originally proposed title of Cien años de soledad. In addition, El para’iso , the setting of Jorge Isaacs’ La Maria, La casa grande de Alvaro Cepeda Samudio, Alvaro Mutis’s troubled Mansión de Araucaima, Aurelio Arturo’s idyllic dwelling in the poem Morada al sur, not to mention the houses featured in contemporary cinema (such as the building under threat in La estrategia del Caracol and the dilapidated house in la vendedora de rosas), all refer to the notion of La casa, extolling it as a symbol of torn roots, alienation and a beloved motherland lost forever.
We need to interrogate this vengeful spirit that has lost us our native land. It would be an exaggeration to say that the taboo of murder has disappeared in Colombia, that taboo that ought to be inscribed with fire on the human heart since it is the defining feature of humanity itself. However, how can we deny that it has faded here? It seems that even religion no longer holds the power to re-establish its powerful legend before statutory law and moral approval (which exerts a force almost like natural law). But perhaps, as did tragedy in the time of Shakespeare and Sophocles, art can reaffirm the gravity of these laws in our hearts. Art can thereon transcribe their sacred meaning and fearsomeness. Art can revive the dead as allies in our battle for life; render them capable of instilling terror in potential criminals.
There are societies where no one truly dies. In Mexico, people go serenading in the cemeteries, with platters of enchiladas and poblano sauce; they celebrate the Day of the Dead as if it were a carnival. Guadalupe Posada illustrates this concept by featuring skeletons in jovial cartoonish remakes of famous art works, such as the Birth of Venus, and current event satire: the Mexican people live alongside the deceased. It is testimony to their profound intimacy with death and an absence of the usual formalities. Similarly, the ancient Romans believed that their dead became familial divinities with whom they could communicate and on whose protection they eternally depended. We, on the other hand, have trivialized death. Our dead have become waste we carelessly toss into oblivion, with that sad label, “John Doe”. Assassination is a normal political strategy as much as it is a sinister instrument of social control. But perhaps what permits vengeance to resort to crime in order to resolve its conflicts is this notion that human beings are wiped away with death. The victims of the Argentinean dictatorship were never forgotten because “las Madres de la Plaza de Mayo” brought them bodies into the streets day after day and year after year: that is what must be done to show that love can over power death.
Las madres de la plaza de mayo
Diariopopular.com.ar, 26/04/2015.
It is crucial that we awaken the dead, plead to them to stay alive in the hearts of those who loved them, to join us in a celebration of life. The Wayuu people tie with red ribbon the hands and feet of those who have been murdered so that the murderer will never forget his crime. Once we have completed the poetic, mythical labour of awakening the dead, of converting them into allies for life, when we have proven that it is not so easy to truly kill someone, vengeance will have to invent for itself other methods of resolving its conflicts, and it will no longer believe that contradictions can be erased simply by erasing the contradictor.
From the beginning of Western Civilisation , poetry has served as testimony to the secret of its young heroes, to all those who ‘live life on the edge’. In The Odyssey of Homer, these significant words are spoken: “The Gods weave misfortune for men so that the generations to come will have something to sing about”. Wars and exoduses have always been the most obvious way to ‘live life on the edge’, but the human race used to be able to extract from them teachings, strength and comfort. Today in Colombia, countless men, women and children ‘live life on the edge’; there is not one Colombian who does not perceive peril on a daily basis. We must therefore question our relationship with a physical space that is being progressively converted into a danger zone. In particularly hazardous districts, we hear the gunshots of soldiers patrolling the hills. We strategise the safest routes through our cities. We scrutinize the expressions of the inhabitants of those villages where trouble is brewing. We wonder which highways are safe, which roads are risky, which peoples are suffering under clouds of threat. In short, we are seemingly going back to life in the fifties when even friends we’d known for years were found convicted or associated with crime. Colombia is taking too long to react, to change the daily reality of our country, to accept our heroism and our fears for what they are. It is imperative that we listen to the tales of these young Homers, those who have learnt to live, literally , in the shadow of death. For their part, they must harness the myriad languages of art to transform themselves from victims into interpreters of their reality and, thus, vehicles of change.
In this same way we must refute the madness that has, year after year, caused us all to accept a life in the mythical shadow of a monster which parades as eternal, omnipresent and omnipotent. This monster has taken many names: Sangrenegra and Desquite, Fabio Vásquez and Javier Delgado, Gonzalo Rodríquez Gacha and Pablo Escobar . And though cyclically it falls either into the hands of justice or else under a hail of bullets, proving that it is nothing more than a poor, bitter, vengeful soul, it continues to reign by fear over our society and, despite its death, rises again and again, with a different name and a different discourse, proclaiming itself once again the ruler of this country; the one decides who lives and who dies; who stays and who leaves.
What is it that has caused Colombia to become accustomed to living under the burden of this monster, so significant and insignificant at the same time? Perhaps our task is not to banish the monster itself, which ends up terrorising its own sponsors and spokesmen and is finally destroyed by the same, but rather our collective habit of being as fascinated by it as we are afraid of it. Like the mythical Minotaur of Crete that demanded the blood of young people as tribute every year, this monster seems implacable However, Borges’s interpretation of it in his short story “Asterion” was quite accurate: a monster can only live in the shadows and only when it is feared.
This country is dangerous, but it is also courageous. The vast majority of our people are valiant souls; they wake up, enter the streets unarmed, ready to work and to create in the face of death. But, for some reason, it is not them we exalt but instead the shady guerrilla leaders who go out armed to their teeth expecting gratitude from all those they deign to allow to live. Our immediate challenge is to help the monster into the shadows for good. For that we will need an overhaul of our concepts of courage and cowardliness. The monster is the one who is afraid; that’s why he goes around so heavily armed and crazed. Colombia needs to make a fiesta of laughing at this ridiculous monster, of taking it apart like one of our Carnaval costumes which hides a member of the troupe in each section and can be dispersed right before the delighted eyes of children.
Like it did years ago, but this time at an unexpectedly large scale, the war has thrown two million citizens from the country regions. And if to those we add the 4 million Colombians who have moved away, chased to foreign lands in search of jobs, a future, and physical security, it would be difficult not to believe that exile is the defining characteristic of this precarious nation. There go our scientists! There go our talents! Even a large part of our art and literature is composed in exile. It was in exile that Barba Jacob, Álvaro Mutis, García Márquez and Fernando Vallejo all worked on their oeuvre. Luis Caballero and Fernando Botero painted most of their known pieces in exile. On the other hand, these artworks born in foreign lands were perhaps the most Colombian, because there is no better way to learn who you are than by comparing yourself with what is different.
Jenaro Mejía. Eco
Several million Colombians are scattered across the globe, struggling to fathom this strange planet that was a fairy tale for us for so long. Colombia was almost completely closed off to the currents of migration that surged through Argentina and Brazil, connected Venezuela to the rest of the world, turned Mexico into the most welcoming country imaginable and gave Cuba, among many other gifts, its rich musical heritage.
One day, while flipping through a certain book with photographs of Bogotá in the 40s, a Spanish painter humorously exclaimed: “Colombians are just so Colombian!” It is this isolation and a long tradition of dogmatism that have made us so humble about our beliefs, and kept us from interacting with exotic cultures and from recognizing our own secrets and talents. It can be said that one of the causes of our inner conflict is that we’ve been cloistered for too long. This has rendered us incapable of seeing ourselves honestly, of admiring what in us is truly admirable, of correcting what must be corrected.
Therefore, one of present day Colombia’s priorities is to look for itself through an unprecedented dialogue with the rest of the world. We urgently need to bring together the millions of domestic refugees that have recently suffered brutality so that they can share with other Colombians their dizzying, but deeply human story. It is also urgent for us to summon our pioneers of international contact, the millions of Colombians dispersed throughout the world that have begun to interact physically and psychologically with other cultures and will probably have learnt how to celebrate their relationship with their motherland from wherever they might be on the globe, far flung countries to which they have brought, through their traditions and their nostalgia, the country that has dire need of these very acts in order to claim a place in the world.
Nowadays there are those who say that, in the face of the challenges and the horrors of war, there is little that art and culture can do. Conversely, there are many of us who believe that, in a situation like ours, almost everything we need to do lies in the realm of Culture and Education. After all, even the war is the consequence of cultural clashes, historical processes in which our country scorned its uniqueness and insisted instead on following foreign ideas, models and plans, innocently or , perhaps through a misunderstanding, claiming that the formulas created by one can be brought wholesale into the society of another.
The English constitutional monarchy, the rational French Republic, Mexico’s paternal presidential system, Spain’s current fusion of archaic monarchy and audacious ultra-modernism, are structures that bear testimony to a clear understanding of the reality of each of those countries. Only a lucid understanding of who we are can result in a social and institutional order that can appropriately govern us and solve our problems. And we say that a nation has been formed once a community has come up with its own unique definition of itself. That’s why art and literature are the only way to truly unpack a community, because through them a community expresses its fundamental symbols and pinpoints its own uniqueness.
In his recent book La novela colombiana entre la verdad y la mentira, writer Gustavo Álvarez Gardeazábal (one of the most lucid witnesses to Colombian violence) has shown us, using the example of four masterworks --la María by Jorge Isaacs, El Moro by José Manuel Marroquí, La Vorágine by José Eustasio Rivera, and Cien años de soledad by García Márquez--, comparing them all with his own experience as the author of Cóndores no entierran todos los días (made into the film, A Man of Principle ), that the only avenue Colombia has found to tell its history is a breed of fiction that, resorting to hyperbole and fantasy, manages to powerfully word what would otherwise have been reduced to mist by the persistent and well-aimed plague of oblivion. Addressing La Vorágine he claims that this type of fiction “is the search for truth using the lies of fiction and literary exaggeration, the shocking recreation of the forest as a character, the life-like lush ferociousness of the jungle”. In another section he points out that “from Rivera onwards we Colombian novelists (and readers, even more so) have turned the novel into the only perspective by which we can figure out how past events will influence the future of Colombia --events that were never accepted as truth because they were seen as unfair, violent, damaging or inconvenient to those holding the political or economic power of the country”. Speaking on the work of García Márquez, the writer assures that “there has probably been no other Colombian novel to equal Cien Años’s description of Colombian wars. Turbo charged with satire, brimming over with humour, prickling with verbs but embracing with metaphor, Cien Años achieves a mosaic of such vivid colours that its reader in 1967 (when the novel was published) as likely as the reader of today, or of 2068, is moved to accept this portrait of Colombia --which is part caricature, part technical drawing, part fantasy, part fact--, as a true-to-life picture of Colombian war. With the passing of time, the senseless reoccurrences of many of the culprit circumstances and the recognition of the archetype of today’s guerrilla leader, it has become easier and easier to believe this hyperbolic –perhaps even false—version, and we have come to exalt is as the historical truth.” And once having compared these literary adventures to his own experience, experience he had to invent in order to forge his way to the heart of truth, experience he had to embellish in his mind in an effort to create a memorable reality, Álvares Gardeazábal concludes: “This is the truth even though we’ve always believed it was a lie. That’s why it has been our duty as writers to invent it; so that you have something to believe in.”
Our grand expedition across the oblivion no doubt requires a thorough retelling, a search for the lost years, and a creativity of oral and written language needs to be the first instrument. The instruments of mass media do not seem applicable, media that communicate on a wide-scale, but ignore individuality; narrow-minded media that do not open up any kind of dialogue, particularly under the conditions of Colombian society today where the media function only as a marketing force and respond exclusively to market demands.
Jenaro Mejía. De la serie la edad del silencio.
In addition, such a memory exercise can only function as an act of friendship and love, and that is only possible through direct contact among human beings. But that requires something more than a retelling. The art of story-telling has always thrived among us, and there are multiple versions to many parts of our history. However, at some point it seems we might have lost the ability to listen, to pay attention. One important question we must address through our research is: what is it about a story that makes us listen? What is it that captivates us, seduces us… intoxicates us ?
Perhaps the secret is best learned through none other García Márquez himself. In this respect we can think of Gabo as a sorcerer since within his words lies the power (similarly to the shaman’s) to cast just the spells necessary. The sensuality of his stories, the tension in his plots, the captivating power in his paradoxes, his stylistic ease, the joy that leaps off the page, his clever combination of reverence with myths involving the poor and cheek with the myths involving the rich, his lush description and his assured sense of rhythm, weave a narrative fabric that pulls away from the established paradigms of the Western novel we adopted from the literary greats.
Cien años de soledad is not, in the strictest sense, a humanist novel: humans are not the only protagonists. The forces of nature act of their own volition and, from the very beginning of the text, a sentiment is introduced which will reappear throughout the entire novel: “All things have a life of their own –announced the gypsy in a harsh accent—it is only a matter of awakening the soul.” One could say we are present at the rebirth of the magic of pre-Christian and pre-rational literature, the natural powers that govern the Homeric plot, the transgressions of natural law that direct Scherezade’s stories, and the animism of Native American mythology.
The juvenile delinquent that features in the oeuvre of García Márquez is not the penitent Christian but rather the son who shirks his duties, who escapes by pushing over his cage, who is turned into a viper for disobeying his parents, and who returns to the village years later, his body so tattooed that he resembles a snake. García Márquez does not express the nature of the bond between a mother and her son through rhetoric, but instead by pointing out the journey of the mother to find her fugitive son (the same journey the son will take, in the opposite direction, many years later) pausing only when they are together again. This link is not portrayed using Tolstoy-esque or Thomas Mann style reasoning but rather with the bold red paint-stokes of Native-American art: the trickle of blood flowing down her dead son’s temple succumbs to its ancestral powers, slides around every obstacle until it arrives at the mother: the river of blood returning to its source.
Jenaro Mejía. De la serie la edad del silencio
It is perhaps Native American magical theory erupting in the format of the short story that marks the difference between Cien años de soledad and European literature, which highlights the secret of its distinct fascination and ignites the Colombian imagination. It explains why García Márquez only found his voice after reading Juan Rulfo’s Pedro Páramo --the moment the magical universe of Mexico’s ancestors became part of the expression of our continent.
García Márquez’s originality is Colombia’s originality; it lies in its distinctness from the Western canon. This is our triple threat: latin eloquence, Native American magic and African sensuality, which, fused in the mischief of the imagination, with colour, insolence and disturbia, can be a powerful ally in our rereading of history, the grand expedition across the oblivion: the story that will save us.
Another secret of the story-telling is its recovery of detail. The reason that true history can only be learnt through the historical novel is that it is the only form that bypasses the generalisations and the labels to express the intensity of the facts. That’s why it has the capacity to move us, foster awareness and sensitivity, and open our eyes to the harshness of history. Gibbon, the greatest European historian, discovered that the most moving element of history does not lie in the dramatic storylines but in the little details. In contrast to apathetic historiography (which is dulled by abstract data and statistics, and fears the anecdotes and the heroes of its people) real-life history is elevated to portray human tragedies on the axes of of tangible things: chickens, swine, photographs, empty chairs...
The humble of this earth believe in tangible things. A fridge is insignificant to the media and to the rich but to a poor person it is real, even iconic. That’s why Colombian hit men risk their lives for these objects which ironically mean nothing to those who own them. It is imperative to remember that Colombian violence revolves around land and material things. It is absolutely imperative to remember that we live in a consumer society that preaches its paradigms of opulence and consumption 24-7, but in which consumerism is inaccessible to the masses.
Jenaro Mejía. Desesperanza
Seventy years ago, in many regions of Colombia, if you were hiking up the mountains at sunset, you would be pleased to see someone appear out of the darkness. A stranger was a companion you could sit and chat with for a while. Those seven decades have come and gone and taken what was once ours. Colombia has been almost completely stripped of the dearest treasure any society could possess: trust. Along with it, we’ve lost our patriotism and community spirit. Looted by history, we as Colombia’s children urgently need to embark on the quest to regain that lost trust; but no one knows the path to get there, because trust is one of those strange vital ties that you cannot define. You know it only when you see it.
Our society is traditionally poor; it never experienced the prosperity of Mexico or Havana in the 18th century, of Argentina in the beginning of the 20th, or of Venezuela in the mid-20th. Our society (thrown, defenceless and alone, into a struggle for material things, peopled with individuals who grew up with no support but an abundance of obstacles, in the hands of the character-less ruling classes who have never directed anything worthwhile), is recognizing too late that the truest wealth is the least tangible: the privilege of sharing a reality where it is possible to trust in your compatriots and they can trust in you.
This trust, which expresses itself in enthusiastic conversation, trips down memory lane hand in hand, love in all its forms, respect, a compassionate sense of justice which engenders the only lasting foundation of Law and Order, safety, protection, honest and respectable work, and genuine companionship. Where can we find this trust? Very few Colombians feel this kind of companionship anymore , certainly not out of their most intimate social circle, and even that is not always dependable. But we can add here that, in today’s Colombia, it is friendships that provide the relationships of trust, often more so than family ties. In dark times, the family tends to close in around itself, creating isolated cloisters, distrusting all outsiders (“outsiders” here referring to the rest of society). Friendships therefore must be seen as instrumental in the quest for that lost trust… the quest for our lost motherland itself.
There is a secret to forming friendships; to its discoveries, affinities, serendipities and surprises. It is true that friendships too can become hostile to the larger society, if they allow themselves to see their common ground as somehow cordoned-off to others. But nevertheless, any Colombian who has someone they can call a friend, in the most generous sense of the word, holds one of the keys to the future that our country is crying for. That person has a responsibility both personal and public, a political secret, in the loftiest sense of the expression.
Simplifying an Ancient Greek precept, we can call our social habits politics. Under this title , we are forced to acknowledge that there are ways to conduct relationships that are generous and astute, but also ways that are selfish and cruel. If trust is the first order of society, it shows that it functions by healthy politics; if it is run, instead, by fear, every aspect of its politics becomes suspect.
A society can only enjoy relationships of trust when all its members share one collective memory, one land and one character; in other words, one collective identity. But it is the negative side of our collective identity that Colombians are familiar with. We do not trust one another because we do not share one memory, we practically do not share one land and we certainly do not share one character. But this does not negate the existence of that one memory, that one land and that one character; the outside world sees them, even if we cannot.
A nation is defined by its collective memory , but that memory is a mural painted by many hands. No community can truly unite on the base of a partial or edited “common” memory. A shared memory brings cohesion to a people. It gives them a face and a voice on the world stage. Some nations have such a powerful collective memory that it survives even when it’s people are physically displaced. Some nations are physically so homogenous that in every region they see themselves in their comrades. Some nations possess a character so fully-formed that they are instantly recognizable --and proud of it--, consistent in their dialogue with the outside world.
Colombia needs to see itself in Macondo. We need to cure our forgetfulness, our vengeful spirit and our self-ignorance. The only remedy is to ford the oblivion, awaken the dead, exalt their stories, banish the ghosts of fear, and embark on a new dialogue with the outside world. Our task is to celebrate life again, in an adventure in which each and every Colombian will play a protagonist. It would not require support from the state, because the languages of art are free. It would be an independent cultural initiative to open up the country to artists and designers from all over the world and anyone else who wants to connect as friends and partners on a Colombian expedition across our own memory and vast land, where we finally acknowledge the originality of our ideas and our talents.
Because a country can only interact with the rest of the world from the perspective of its own originality. A superficial understanding of globalization claims that countries have to renounce their uniqueness if they want to revel in the global carnival , and yet that same globalization has proved that the rest of the world is only interested in you if you are unique. England thrives on its ability to incorporate the positive characteristics of its enemies (it has already drawn on France’s sensitivity and romanticism, and nationalized African tea as well as Asian curry). France is known for its sensoriality, rationality, its Revolution and its fashion industry . Japan’s ancient tradition of miniatures (bonsai plants, haikus) taught them how to make transistors and microchips. The search for our uniqueness must therefore be at the centre of a re-reading of our history, the fantastic story of those that live in danger, and the mysterious conversation with the dead.
Our starting point must be a wide scale census of Colombian cultural practices. We need to construct a cultural map and identify within it projects and plans that best respond to our philosophy of rediscovery. We aim to find a fresh voice and to present the array of our industries and ideas to the international community which they can then lend their own creativity to. Nobody can teach us how to be ourselves, but the civilized world has a lot to gain from watching us disinter our own identity, and we have a lot to learn about our own uniqueness through interaction with other traditions and mentalities. In addition to financial support for our cultural and education sectors Colombia needs passionate and imaginative allies from every other nation to help us understand and reconcile our own.
We await the arrival of the world’s cultural brigades: Frenchmen and Spaniards, Cubans and North Americans, artists from Senegal and Korea, dance teachers from China and master craftsmen from Thailand, young Danish and Vietnamese filmmakers, young sports heroes from the Congo and from Australia. Just as poets tour Colombia every year and the biggest international theatre companies every two years. Just as the opera directors from Milan’s La Scala came to share their expertise and professionals from Canadian circus troupe Circo del Sol Franco came to share their talents with the children of the villages of Calli. We should add to this list directors of flower festivals, literature festivals and music and drama expos, so that they can dialogue with the people that invented the vallenata and the cumbia, with the inhabitants of the coastal regions and plains from whence came the currulao, and to encounter the reality that produced visual artists Fernando Botero (figurative painter and sculptor), Edgar Negret (abstract sculptor), Ramírez Villamizar (abstract painter and sculptor), Luis Caballero (painter of erotic male nudes) and Beatriz González (pop artist),
El Altar, Beatriz González
Banrepcultural.org, 16/04/2015.
and a mile-long list of poets, essayists,
novelists, and theatre and film directors: García Márquez, of course, but also Fernando González and Estanislao Zuleta, José Asunción Silva, and Gonzalo Arango, Luis Carlo López and Aurelio Arturo, Porfirio Barba Jacob and Fernando Vallejo, José Eustasio Rivera (author of the national epic The Vortex) and Gustavo Álvarez Gardeazábal, Santiago García and Enrique Buenaventura… Colombia urgently needs international assistance for it not to succumb to the plague of forgetfulness, the vicious cycle of wars that never ends and the leaf storm of dependency.
Let’s reassure each other that this dangerous life in a country of paradoxes forces us to seek out the triumphs of life by awakening the dead, to overcome the oblivion with a grand expedition across memory, to achieve a capacity for forgiveness by fighting the inertias of revenge, to reinvent our community by strengthening the role of the individual in our dialogues, to recognize ourselves through dialoguing with the world, to make murder taboo again by ceasing to fear the ghosts that thrive on crime, and to rekindle that invaluable sense of trust in one other by becoming suspicious, instead, of our current notions and habits.
Reconciliation, and the possibility of turning Colombia (which is currently under serious threat), into more than a massive oxygen and water reserve for our species’ future, depends on this impassioned cultural and educational exercise. This is not work exclusive to artistes or intellectuals; rather, it must be executed as an extended community festival, starting from the most conflicted regions of Colombia. It must transform Colombia into a hub of creativity and imagination which can respond to the great evils of our era.
It is time to lean back in our chairs and share our stories, before the historians arrive.
Jenaro Mejía. De la serie la edad del silencio
FOUNDERS OF THIS PROJECT
United Nations Development Program --UNDP
Department of Antioquia
Secretary of Education and Culture
Institute for Antioquian Development –IDEA
University of Antioquia
National University (Medellin Campus)
EAFIT University
Suramericana de Seguros
Pilot Public Library
Asencultura
Revista La Hoja
Mixed Fund
Martha Maya
Centre for Human Development UNDP:
Partner agencies: Department of Antioquia, Medellín Mayoralty,
Medellín Chamber of Commerce, Comfama, Proantioquia.
And all those who would like to join in this grand endeavour.
This brochure
was printed by the graphic workshops of
The Departmental Printers of Antioquia
in June 2001.
72 – 64 – 70 Street.
Telephone 441 - 4091
Medellín, Colombia
English to French: Mercury Beach Experience Questionnaire General field: Marketing Detailed field: Tourism & Travel
Source text - English Department of Tourism, Information and Broadcasting
[Street Address]
[City, ST ZIP Code]
How can we improve?
Please take a moment to help us improve your experience at Department of Tourism, Information and Broadcasting.
1. Have you attended this event before?
□ Yes
□ No 2. If you attended previously, how would you compare this year’s event to previous mercury events?
□ Best so far
□ Better than last year
□ Average
□ Worse than last year
□ The worst overall 3. What is your gender?
□ Male
□ Female
4. What age group do you fit in?
□ 18-25 years
□ 26-33 years
□ 34-41 years
□ 42-49 years
□ 50 and over 5. How would you rate your overall satisfaction of the event?
Very satisfied Satisfied Neutral Unsatisfied Very Unsatisfied
Prices □ □ □ □ □
Organization □ □ □ □ □
Venue □ □ □ □ □
Music □ □ □ □ □
Overall Satisfaction □ □ □ □ □
6. Where do you live?
□ St. Lucia
□ Foreign 7. If foreign where?
□ United States
□ Canada
□ UK
□ Europe
□ Other Caribbean Islands
□ Other (please specify)_______________________
8. What package did you paid for the mercury beach event?
□ Package #1 (80€
□ Package #2 (80€
□ Package #3 (150€
□ Complimentary 9. On average how much are you willing to spend for the duration of this event? (amount is in Euro)
□ $100- $500
□ $600-$1400
□ $1500- $2700
□ $2800-$4400
□ Over $5000
If St. Lucian please terminate this survey and thank you for your participation.
Otherwise please complete the last part of the survey.
10. What type of accommodation did you patronize during your visit?
□ Hotel
□ Guest house
□ Apartment
□ Relative/Friend
□ Boat
□ Other (please specify)__________________________ 11. If you paid for accommodation, on average how much did it cost ?_______ ( amount in Euro)
12. How did you travel to the different days of the mercury event that took place?
□ Taxi service
□ Public bus
□ Car rental
□ Family/Friend assisted
□ Other
13. If by Taxi or Car rental On average how much did you spend to commute_________? (amount in Euro) 14. On average how much did you spend on food and drinks where you lived_________? (amount in Euro)
15. Did you encounter problem arriving into St. Lucia
□ Yes (if yes, please specify_______________________?)
□ No 16. What did you enjoy most at the event? ____________________
17. What did you least enjoy at the event? ___________________________ 18. Will you return to another mercury beach event in St. Lucia?
□ Yes
□ No
Thank you for your participation!
Translation - French Le Ministère du tourisme, de l’information et de radiotélévision
[Adresse postale]
[Ville, code postale] Comment pouvons-nous nous améliorer?
Merci de prendre un instant pour remplir ce formulaire afin de nous aider à améliorer votre expérience chez notre département
1. Est-ce que vous avez déjà participé à cet évènement?
□ Oui
□ Non 2. Si vous avez déjà y participe, comment compariez-vous les évènements Mercury de cet année à ceux de l’an dernier?
□ les meilleures à ce jour
□ meilleures que l’an dernier
□ normal
□ pires que l’an dernier
□ les pires à ce jour 3. Veuillez indiquer votre sexe.
□ homme
□ femme
4. À quel groupe d'âge appartenez-vous?
□ 18 à 25 ans
□ 26 à 33 ans
□ 34 à 41 ans
□ 42 à 49 ans
□ 50 ans et plus 5. Tout bien considéré, quel est votre niveau de satisfaction globale envers l’évènement?
très satisfait satisfait Neutre insatisfait Très satisfait
Les prix des billets □ □ □ □ □
L’organisation □ □ □ □ □
Le lieu □ □ □ □ □
La musique □ □ □ □ □
Satisfaction globale □ □ □ □ □
6. Où habitez-vous?
□ Sainte Lucie
□ étrangère 7. Si vous êtes étrangère, veuillez indiquer votre région.
□ Les Etats Unis
□ Canada
□ Le Royaume Unis
□ L’Europe
□ Autre ile des Caraïbes
□ Autre (spécifier) _______________________
8. Quel forfait Mercury Beach avez-vous acheté?
□ Forfait 1 (80€)
□ Forfait 2 (80€)
□ Forfait 3 (150€)
□ Gratuit 9. En moyenne, combien pouvez-vous dépenser pour la durée de l’évènement ? (en Euros)
□ €100 à €500
□ €600 à €1.400
□ €1.500 à €2.700
□ €2.800 à €4.400
□ Plus de €5.000
Si vous êtes de Sainte Lucie merci de terminer cette enquête. Nous vous remercions de votre participation.
Si non, merci de remplir la dernière partie de l’enquête.
10. Quel type d'hébergement avez-vous utilisé au cours de votre visite?
□ Hôtel
□ Maison d’hôte
□ Appartement
□ Parent/Ami
□ Bateau
□ Autre (spécifier) __________________________ 11. Si vous avez payé l’hébergement, en moyenne, combien a-t-il couté? _______ (en Euros)
12. Par quel moyen de transport êtes-vous arrivé aux différents évènements Mercury ?
□ Taxi
□ Transport public
□ Location de voiture
□ Parent/Ami
□ Autre
13. Si vous avez utilisé un taxi ou une location de voiture, en moyenne, combien avez-vous dépensé pour le transport ? _________? (en Euros) 14. En moyenne, combien avez-vous dépensé pour d’aliments et des boissons chez votre hébergement ? (en Euros)
15. Avez-vous rencontré des difficultés à votre arrivée à Sainte Lucie ?
□ Oui (spécifier_______________________)
□ Non 16. Qu'est-ce que vous avez le plus aimé de l’évènement ? ____________________
17. Qu'est-ce que vous avez aimé le moins de l’évènement? ___________________________ 18. Pensez-vous retourner chez Mercury Beach à Sainte Lucie une autre fois?
□ Oui
□ Non
Merci de votre participation!