This site uses cookies.
Some of these cookies are essential to the operation of the site,
while others help to improve your experience by providing insights into how the site is being used.
For more information, please see the ProZ.com privacy policy.
This person has a SecurePRO™ card. Because this person is not a ProZ.com Plus subscriber, to view his or her SecurePRO™ card you must be a ProZ.com Business member or Plus subscriber.
Affiliations
This person is not affiliated with any business or Blue Board record at ProZ.com.
Services
Translation, Software localization, Subtitling, Native speaker conversation, Language instruction, Copywriting
Italian to Spanish: Una Storia Immorale General field: Art/Literary
Source text - Italian Les aseguro que la cosa es verdad, o por lo menos me la juraron. ¿Qué interés iba a tener en contarla? Es grave, sin duda; pero al lado de aquella chica de cuatro años que se clavó tranquilamente un cuchillo de cocina en el vientre, porque estaba cansada de vivir, el viejo de mi historia no vale nada.
-Eh, ¿qué? ¿Una criatura? -gritó la señora de Canning.
-¡Qué horror! -declamó Elena, volviéndose de golpe-. ¿Dónde fue, dónde?
El joven médico levantó la cabeza, nada sorprendido. Todos lo miramos, pues su presencia era más que específica tratándose de tales cosas.
-¿Usted cree, doctor? -titubeó la madre. El éxito de mi cuento dependía de lo que él dijera. Por ventura se encogió de hombros, con una leve sonrisa:
-¡Es tan natural! -dijo, condescendiendo con nosotros.
-¡Pero cuatro años! -insistió, dolida en el fondo de su alma, la gruesa señora-. ¡Ángel de Dios! ¡Y en el vientre, qué horror! Eh, Elena, ¿viste? ¡En el vientre!
-¡Sí, mamá, basta! -clamó aquella, achuchada, cruzándose el saco sobre el vientre, lleno ya de entrañable frío. Como era graciosa, quedó muy mona con su gesto de infantil defensa.
Tuve que contar enseguida qué era eso de la criatura. Efectivamente, el caso había pasado meses antes en el Salto Oriental. Se trataba de una criatura que vivía con su abuela en los alrededores.
La pequeña era inteligente y callada -demasiado para su edad. Ya la abuela había contado a los vecinos que no le gustaba el excesivo juicio de su nieta: «¡No tiene más que cuatro años! Preferiría tener que pegarle por alocada». Una mañana, mientras comían, la abuela se levantó a ver quién llamaba, y cuando volvió halló a su nieta de pie, apretándose las manos sobre el vientre. Enseguida vio en el suelo el cuchillo de cocina ensangrentado. Corrió desesperada, le apartó las manos y los intestinos cayeron. A las ocho del otro día vivía aún, pero no quería hablar. La noche anterior había respondido que estaba cansada de vivir; fue lo único que se pudo obtener de ella. No se había quejado un solo momento. Estaba perfectamente tranquila. No tenía fiebre ninguna. A las diez se volvió a la pared y poco después murió.
Esto fue lo que conté.
-Ya ven ustedes -concluí- que la historia es un poco más extraña que la del viejo. Siento no haber conocido a la chica esa. ¡Qué curiosa madera! Indudablemente si alguna vez hubo en el mundo una persona que creyó estar de más, esa es mi chiquilina. Se acabó.
-¡Sí, se acabó, ya lo vemos! -me reprendió la madre. Su tierno corazón estaba alterado-. Y pensar... Y ustedes, doctor, ¡cómo no ven ustedes esas cosas!
-¡Qué hacer!...
-¡Pero ustedes saben eso!
-¿Qué cosa?
Lo miró sorprendida, como si no se le hubiera ocurrido que podrían preguntarle qué era justa y concretamente lo que ella pensaba. Al fin extendió los dos brazos demostrativos:
-¡Pero eso, esa criatura!
-Sí, señora, sabemos eso, pero no podemos impedir que haya cuatro degenerados como esa personita. ¿Se acuerda usted de lo que le conté hoy en la mesa? Es lo mismo. Aquí indudablemente se trata de algo más, quién sabe qué herencia sobrecargada. Sobre todo esa insensibilidad al dolor... en fin, estamos llenos de estas cosas.
Nuestra respetable amiga siguió atentamente la vaga disquisición científica. No entendió una palabra, eso no tiene duda; pero su alma respetuosa de todo lo profundo comprendió a su modo, y se hubiera tirado al agua con los ojos cerrados en apoyo de lo que afirmaba el joven y estudioso sabio.
Nos callamos un momento. La noche estaba oscura, y sobre el agua invisible iba marchando el vapor Tritón, con el golpear sordo y precipitado de sus palas. El río picado hamacaba pesadamente al buque. De cuando en cuando, una ola corría desde proa a romperse en las aletas, con un chasquido silbante que estremecía a la borda en que estaba recostada Elena.
Ésta se volvió a mí:
-¿No sabe más?
-Nada más; apenas eso.
-¡Es bastante, ya lo creo! -ratificó la madre-. No es invento suyo, ¿verdad? Ah, no me acordaba de que el doctor dijo que eso pasa... Sí, sí, no dé las gracias, podría haberlo inventado. ¡Pobre criatura! Y sin embargo, ¡no sé qué! Sufro mucho, y me gusta oír. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! Usted conocerá muchos casos, ¿no doctor? -se dirigió a éste-. ¡Pero no se deben poder oír, sus casos!
-¡No tanto! Algunos sí, bastantes. Pero no veo qué interés pueda tener eso. Para nosotros, todavía, porque estamos dentro de todo... Y aun así... -se llevó la mano a la barba y recostó la cabeza en el sillón, en su alta indiferencia mental por nosotros.
-¿Y usted señor? -se volvió la madre a Broqua.
Este Broqua formaba parte del grupo en que nos habíamos unido desde la noche anterior, por simples razones de mayor o menor cultura. Para la charla anecdótica y sentimental de todo viaje, no era menester un mutuo aprecio excesivo, y estábamos contentos.
Broqua era un muchacho de cara tosca, que hablaba muy poco. Como parecía carecer de galante malicia y de sentimiento artístico sobre los paisajes aclamados minuto a minuto, había despertado ya vaga idea de ridículo en madre e hija.
Esa noche antes de salir afuera, Elena había tocado el piano en el salón. Broqua, que estaba a su lado, no apartó un momento los ojos de las manos de Elena, indiscreción que la tenía muy nerviosa. Tocaba con gusto, pero la insistencia de ese caballero, que muy bien podía ser un maestro, le pareció un poco grosera. Cuando concluyó la felicitamos efusivamente, pero no quiso continuar. No había quien lo hiciera.
-¿Y usted señor, no toca el piano? -se volvió a Broqua.
-No, señorita.
-¡Pero sabe música!...
-Tampoco, absolutamente nada.
Esta vez Elena lo miró con extrañeza bastante chocante.
-Como miraba tanto lo que yo hacía...
-No, admiraba la agilidad. Me parece muy difícil eso -respondió naturalmente.
Elena y la madre cruzaron una rápida mirada. El joven sabio, a su vez, lo miró sorprendido. De esa ingenuidad a la zoncera no había más que un paso, y el médico, en comienzo de flirt con Elena, cambió con madre e hija una sonrisa de festiva solidaridad sobre el sujeto. Elena hizo una escala corriendo el busto sobre las teclas y se levantó. Como no hacía frío fuimos a popa.
Al sentirse interpelado sobre las historias, Broqua respondió
-Sí, señora, sé una, pero es un poco fuerte.
Otra vez cruzó el terceto una fugitiva mirada entre sí. Elena, no obstante, al oír un poco fuerte, creyó deber ponerse enseguida seria.
-Muchas gracias, señor -respondió desdeñosamente la madre, volviendo apenas la cabeza a Broqua.
-No, se puede oír, solamente que el asunto no es común y asusta un poco.
-Veamos, señor: ¿se puede oír o no?
-Creo que sí, por lo menos una señora.
¿Qué curiosidad no se despierta? Apenas entablado el diálogo. Elena se había apresurado a charlar con el médico, como para establecer bien claro que ella no podía oír lo que tampoco debía.
-¡Elena!
-¿Mamá? -se volvió aquella, muy extrañada.
-Tráeme la peineta grande del neceser, a la izquierda. El viento me ha despeinado horriblemente. ¡No revuelvas, por Dios!
Posiblemente Elena tuvo deseos de hallar un poco tardía la necesidad de la peineta; pero al verse observada por la mirada curiosa de Broqua y de mí, se resignó a no oír aquello, virginalmente ajena al motivo de su destierro.
Broqua la siguió con los ojos. Cuando desapareció comenzó:
-La historia es corta y sobre todo rara. Tal vez...
-Que no sea de criaturas, señor -interrumpió la señora-, porque me aflijo mucho. No sé qué me da verlas sufrir así. No lo puedo remediar, siento una compasión que lloraría. A mi edad, ¿verdad...? Y es así. La vez pasada oí contar que un hombre de la vía del tren-guardabarreras, no sé... -había dejado que el tren destrozara a su hija, que estaba jugando sobre la vía, para evitar una catástrofe. No tenía más que mover un poquito la barra de cambiar, ¡y el tren hubiera tomado otro camino, chocando con otro! ¡Dejar, matar a su propia hija, qué horror! Estuve dos días pensando en eso. ¡Qué abnegación, mi Dios! ¡No puedo, absolutamente no puedo! ¿El suyo es así?
-No señora, es muy distinto. En dos palabras: cuando yo era médico de una sociedad...
Hubiera sido imposible que siguiera. La señora abrió desmesuradamente los ojos
-¿Pero usted es médico, señor?
-Sí, señora.
-Pero no sabíamos -repuso, mirándonos al joven sicólogo y a mí en su apoyo.
-Es lo mismo -respondió Broqua, mirándola a su vez con una sonrisa que hubiera sido de la más ridícula ironía, si no fuera de la más indiferente naturalidad.
Su eminente colega le lanzó una fría y rápida mirada escudriñadora. Entonces intervine.
-Ahora cambia de aspecto, señora. Por arriesgado que sea el caso, tendrá forzosamente otro carácter por ser un médico quien lo cuenta y lo podría oír hasta una criatura. Usted sabe bien que en las grandes ciudades las señoras van a los institutos científicos a escuchar cosas que no oirían en otra parte, sin gritar. La ciencia, señora. Tal vez sería bueno el llamar a la señorita Elena... -agregué con la más hipócrita gravedad que pude, mirando hacia los corredores.
-No se incomode, señor -me cortó seca y dignamente-. Yo puedo oír porque soy vieja ya... ¡sí, señor, vieja! y desgraciadamente la experiencia nos hace ver cosas más crueles que las que podría contar el señor... el doctor. ¡Es cierto, vemos muchas cosas horribles, pero nos enseñan a compadecer a los desgraciados de esta vida y a tolerar tantas cosas!
Era, sin duda, un gran corazón la gruesa dama. Elena no volvía, lo que probaba su también vieja experiencia de esos destierros. Como, ya estábamos en paz, Broqua reanudó su relato.
-Cuando yo era médico de una sociedad, aquella me mandó una vez al consultorio una mujer humilde, joven aún, pero muy quebrantada. Al cabo de dos minutos perdidos en evasivas por su temor de tocar el tema, me contó que tenía un hijo que sufría de una enfermedad extraña. Paso por encima su manera de decir; no quería precisar nada. Instada por supe al fin que su hijo, de 20 años, odiaba a las mujeres, pero se desvivía por los vestidos. Desde chico era así. Parece que a los nueve años estuvo colocado en un taller de modistas y allí comenzó su perversión. Tampoco había sido nunca un muchacho viril, sino todo lo contrario. Tenía una colección de muñecas que vestía y desvestía. Él mismo se vestía de mujer. Recortaba las siluetas femeninas que veía en los diarios y se quedaba horas perdidas mirándolas. A las mujeres las odiaba; le daban asco, es la palabra. Economizaba todo lo que podía para comprar trajes de mujeres delgadas, bien cortados. Si el dinero no le alcanzaba, compraba sólo una pollera. Se acostaba con ellos, y demás está decir las emociones que sentiría. Completamente, señora.
La madre no sabía qué hacer. Era una pobre mujer tímida, que había sido muy desgraciada con su marido. Lo que le espantaba más en su hijo era que su padre había sido lo mismo. Muy joven aún, y llevando una vida sobrado libre, había sido solicitada para que tratara de que el desgraciado ser en cuestión, después su marido, cobrara gusto con ella a los placeres reales del amor; así cambiaría. Efectivamente, eso pasó, y la pobre muchacha concluyó por enamorarse y se casaron. Al principio todo fue bien; pero a los pocos años volvió a su manía, complicada con accesos de idiotez y furias horribles. No había día en que no la pateara. Este calvario duró un año, al cabo del cual quedó loco.
La pobre mujer, que había llevado Dios sabe qué vida con su marido, se desesperó cuando notó que en su hijo se reproducían las mismas cosas del padre. Hasta la adolescencia tuvo esperanzas, pero se resignó a perderlas. Ya no sabía qué hacer.
Le aconsejé lo único posible: que su hijo tuviera relaciones con mujeres. Movió un rato la cabeza, triste y desconsolada.
-Ya lo pensé -me respondió-, pero no quiere...
Como yo insistiera, me contó -y esto es lo que yo llamo abnegación, señora, grandeza y comprensión del amor más grandes que todas las honradeces-, me contó que una noche, desesperada de angustia al ver que su hijo acababa de tener el primer ataque de idiotez, se esforzó en que aquel se olvidara de que ella era su madre. Más bien, hizo todo lo posible. Un momento, señora. La pobre mujer no se daba cuenta de toda la sobrehumana compasión que significaba eso. Estaba muerta de dolor, y no quería por nada que su hijo fuera lo que había sido el padre. Otro momento, señora, y acabo. Tampoco había sutilizado su acción, ni había gestos de sacrificio. Estaba ahogada de ternura y lástima por su pobre hijo, y no había visto nada más. Esto es todo.
Nuestra respetable amiga, que durante la historia de Broqua había intentado varias veces interrumpirlo, resignose al fin a oír todo, ofreciéndose a sí misma, hinchando el cuello indignado, el sacrificio de su dignidad. Al concluir Broqua, se levantó lentamente y lo midió de abajo a arriba.
-¡Pero eso es inmundo! -explotó con un asco que salía del fondo de su gordo corazón.
-Eso es exactamente lo que dijeron las señoras de la Beneficencia, cuando supieron el caso -observó Broqua inclinándose-. Perdóneme, señora. Comprendo muy bien que le cause mala impresión, pero ya ve que hubiera sido imposible que la señorita Elena oyera esto.
La dama dio vuelta la cabeza a medias y lo midió de arriba a abajo esta vez:
-¡No faltaba más, señor! -y se fue, con el busto dignamente arqueado adelante.
El eminente sicólogo continuó con nosotros media hora aún, sin hablar una palabra. Tuvo veleidades de decir algo, sin duda, en defensa de sus amigas ofendidas; pero el manifiesto espíritu agresivo de Broqua, al contar esa historia, contuvo su gentil paladinismo, indigno, además -por las violencias posibles- de un cerebro superior. Se fue y quedamos solos hasta la una de la mañana. Broqua se consideraba suficientemente vengado y estaba tranquilo. Indudablemente, se dejó llevar un poco y yo también. Pero ¡qué diablos!...
A la mañana siguiente, muy temprano, desembarcaron madre e hija. Broqua y yo estábamos recostados de codos en la borda, tomando el sol. La madre nos vio enseguida, pero apretó los labios, con un rápido tirón a la manga de Elena para que evitara vernos. No obstante, al alejarse por fin por el muelle, Elena dirigió a Broqua una fugitiva mirada de curiosidad. Me pareció por su expresión -Dios me perdone- que le habían contado la historia.
Translation - Spanish "Vi assicuro che la storia è vera, o almeno me l'hanno giurato. Che interesse avrei nel raccontarla? È grave, senza dubbio, ma accanto a quella bambina di quattro anni che con calma si infilò un coltello da cucina nella pancia, perché era stanca di vivere, il vecchio della mia storia non vale nulla."
"Ehi, cosa? Una creatura?" gridò la signora di Canning.
"Che orrore!" pianse Elena, girandosi di colpo. "Dov'è successo, dove?"
Il giovane dottore alzò la testa, per niente sorpreso. Lo guardammo tutti perché la sua presenza era più che specifica quando si trattava di cose del genere.
"Lei ci crede, dottore?" esitò la madre. Il successo della mia storia dipendeva da quello che lui avrebbe detto. Per fortuna alzò le spalle, con un leggero sorriso:
"È così naturale!" disse, condiscendendo con noi.
"Ma quattro anni!" insistette, ferita nel profondo della sua anima, la grossa signora. "Angelo di Dio! E nella pancia, che orrore! Ehi, Elena, hai sentito? Nella pancia!"
"Sì, mamma, basta!" gridò quella, vezzeggiata, avvolgendosi la sua giacca attorno al ventre, già pieno di affettuoso freddo. Come era graziosa, sembrò molto carina col suo infantile gesto di difesa.
Dovetti raccontare subito cos'era quella storia della creatura. In effetti, il caso era successo mesi prima nel Salto Oriental. Era una creatura che viveva con sua nonna nelle vicinanze.
La piccola era intelligente e riservata, troppo per la sua età. Già la nonna aveva raccontato ai vicini che non gli piaceva il giudizio eccessivo di sua nipote: "Ha solo quattro anni! Preferirei dover picchiarla per pazza." Una mattina, mentre mangiavano, la nonna si alzò per vedere chi stava chiamando, e quando tornò trovò la nipote in piedi, stringendosi le mani sopra la pancia. Sul pavimento vide immediatamente il coltello da cucina insanguinato. Corse disperata, le mise via le mani e gli intestini caddero. Alle otto dell'altro giorno era ancora viva, ma non voleva parlare. La sera prima aveva risposto che era stanca di vivere; fu l'unica cosa che si poté ottenere da lei. Non si era lamentata un solo momento. Era perfettamente calma. Non aveva nessuna febbre. Alle dieci si voltò verso il muro e poco dopo morì."
Questo è quello che raccontai.
"Vedete", conclusi, "che la storia è un po' più strana di quella del vecchio. Mi dispiace di non aver conosciuto quella ragazzina. Che natura curiosa! Indubbiamente se c'è mai stata al mondo una persona che pensava di essere di troppo, quella è la mia bambina. È finita."
"Sì, è finita, abbiamo capito!" mi rimproverò la madre. Il suo tenero cuore era disturbato. "E pensare che... E voi, dottore, come fate voi a non vedere quelle cose!
"Cosa c'è da fare!..."
"Ma voi lo sapete quello!"
"Che cosa?"
Lo guardò sorpresa, come se non le fosse venuto in mente che potevano chiederle cosa fosse esattamente e concretamente ciò che pensava. Alla fine estese le due braccia affettuose:
"Ma quella, quella creatura!"
"Sì, signora, lo sappiamo, ma non possiamo impedire che ci siano quattro degenerati come quella piccola persona. Si ricorda cosa le ho raccontato a tavola oggi? È lo stesso. Qui si tratta indubbiamente di qualcos'altro in più, chissà quale eredità sovraccarica. Soprattutto quella insensibilità al dolore... comunque, siamo pieni di queste cose."
La nostra rispettabile amica seguì attentamente la vaga disquisizione scientifica. Non capì una parola, non c'è dubbio; ma la sua anima rispettosa di tutto ciò che è profondo comprese a modo suo, e si sarebbe gettata in acqua ad occhi chiusi a sostegno di quanto sosteneva il giovane e saggio studioso.
Stemmo un attimo zitti. La notte era buia, e sull'acqua invisibile marciava il battello a vapore Tritone, con il battito sordo e frettoloso delle sue pale. Il fiume mosso cullava pesantemente la nave. Di tanto in tanto, un'onda correva da prua per rompersi sui fianchi, con uno scatto sibilante che scuoteva il parapetto su cui Elena giaceva.
Questa si rivolse a me:
"Non ne sa di più?"
"Nient'altro; solo quello."
"È abbastanza, senza dubbio!" ratificò la madre. "Non è una sua invenzione, vero? Oh, non ricordavo che il dottore ha detto che succede... Sì, sì, non ringrazi, avrebbe potuto inventarselo. Povera creatura! Eppure, non so cosa! Soffro molto, e mi piace sentire. Ci sono tante cose che una non sa! Lei conoscerà un sacco di casi, vero, dottore?" si rivolse a questo. "Ma i vostri casi non si possono sentire!"
"Non tanto! Alcuni sì, parecchi. Ma non vedo quale interesse possa avere. Per noi, ancora, perché siamo dentro tutto... Eppure...". Portò la mano sulla barba e posò la testa sulla poltrona, nella sua alta indifferenza mentale per noi.
"E lei, signore?" si rivolse la madre a Broqua.
Questo Broqua faceva parte del gruppo in cui ci eravamo uniti fin dalla sera prima, per semplici ragioni di cultura maggiore o minore. Per i discorsi aneddotici e sentimentali di qualsiasi viaggio, non c'era bisogno di un eccessivo apprezzamento reciproco, ed eravamo felici.
Broqua era un ragazzo con una faccia ruvida, che parlava molto poco. Siccome sembrava mancare di cattiveria galante e di sentimento artistico circa i paesaggi acclamati minuto per minuto, aveva già risvegliato una vaga idea di ridicolo nella madre e nella figlia.
Quella sera prima di uscire, Elena aveva suonato il pianoforte in salotto. Broqua, che era al suo fianco, non distolse gli occhi dalle mani di Elena per un momento, un'indiscrezione che la rendeva molto nervosa. Suonava con piacere, ma l'insistenza di quel gentiluomo, che poteva benissimo essere un maestro, le sembrava un po' maleducata. Quando ebbe finito ci congratulammo effusivamente con lei, ma non volle continuare. Non c'era nessuno a farlo.
"E lei, signore, non suona il piano?" si rivolse a Broqua.
"No, signorina."
"Ma ne sa di musica!..."
"Nemmeno, assolutamente niente."
Questa volta Elena lo guardò con una stranezza piuttosto scioccante.
"Siccome guardava così tanto quello che facevo..."
"No, ammiravo l'agilità. Lo trovo molto difficile" rispose naturalmente.
Elena e la madre incrociarono un rapido sguardo. Il giovane saggio, a sua volta, lo guardò sorpreso. Da quell'ingenuità alla sciocchezza c'era solo un passo, e il dottore, cominciando a corteggiare Elena, scambiò con madre e figlia un sorriso di festosa solidarietà sull'argomento. Elena fece una scala scorrendo il busto sui tasti e si alzò. Poiché non faceva freddo andammo a poppa.
Sentendosi interrogato sulle storie, Broqua rispose:
"Sì, signora, ne conosco una, ma è un po' forte."
Di nuovo i tre incrociarono uno sguardo fugace tra di loro. Elena, tuttavia, sentendo le parole "un po' forte", pensò che avrebbe dovuto immediatamente diventare seria.
"Grazie mille, signore", rispose la madre con disprezzo, girando a malapena la testa verso Broqua.
"No, si può sentire, solo che l'argomento non è comune e spaventa un po'."
"Allora, signore: si può sentire o no?"
"Penso di sì, almeno per una signora."
Quale curiosità non si sveglia? Appena iniziato il dialogo Elena si era precipitata a chiacchierare con il dottore, come per chiarire che non poteva sentire ciò che non avrebbe nemmeno dovuto.
"Elena!"
"Mamma?" si voltò quella, molto sorpresa.
"Portami il pettine grande della borsa da toilette, a sinistra. Il vento mi ha spettinata orribilmente. Non agitare niente, per l'amor di Dio!"
Forse Elena ebbe il desiderio di trovare un po' tardivo il bisogno del pettine; ma sentendosi osservata dallo sguardo curioso di Broqua e mio, si rassegnò a non sentire ciò, verginalmente estranea al motivo del suo esilio.
Broqua la seguì con gli occhi. Quando scomparse iniziò:
"La storia è breve e soprattutto rara. Forse..."
"Che non sia di creature, signore", interruppe la signora, "perché mi angoscio molto. Non capisco cosa mi succeda al vederle soffrire così. Non lo posso rimediare, provo una compassione che piangerei. Alla mia età, giusto...? Ed è così. L'ultima volta sentì raccontare che un uomo delle ferrovie -un custode, non lo so...- aveva lasciato che il treno distruggesse sua figlia, che stava giocando sui binari, per evitare una catastrofe. Doveva solo muovere un po' la leva del cambio, e il treno avrebbe preso un'altra strada, schiantandosi contro un altro! Lasciare morire la sua propria figlia, che orrore! Ci ho pensato per due giorni. Che abnegazione, mio Dio! Non posso, assolutamente non posso! Il suo è così?"
"No, signora, è molto diverso. In due parole: quando ero un medico della società..."
Sarebbe stato impossibile per lui continuare. La signora aprì gli occhi in modo eccessivo:
"Ma lei è un dottore, signore?"
"Sì, signora."
"Ma non lo sapevamo", rispose, guardandoci al giovane psicologo e a me in suo sostegno.
"Fa lo stesso", rispose Broqua, guardandola a sua volta con un sorriso che sarebbe stato dell'ironia più ridicola, se non fosse stato della più indifferente naturalezza.
Il suo eminente collega gli lanciò uno sguardo esaminatore freddo e veloce. Allora intervenni.
"Adesso cambia di aspetto, signora. Per quanto rischioso possa essere il caso, avrà necessariamente un altro carattere essendo un medico chi lo racconta e potrebbe sentirlo anche una creatura. Lei sa bene che nelle grandi città le donne vanno negli istituti scientifici per sentire cose che non sentirebbero altrove, senza gridare. Scienza, signora. Forse sarebbe bene chiamare la signorina Elena... ", aggiunsi con la gravità più ipocrita che potei, guardando verso i corridoi.
"Non si preoccupi, signore", mi interruppe seccamente e degnamente. "Io posso sentire perche sono già vecchia... Sissignore, vecchia! e purtroppo l'esperienza ci fa vedere cose più crudeli di quanto il signore possa raccontarci... il dottore. È vero, vediamo molte cose orribili, ma ci insegnano a compatire i miseri di questa vita e a tollerare così tante cose!"
Aveva senza dubbio un grande cuore la grossa signora. Elena non tornava, ciò che dimostrava la sua pure vecchia esperienza di quei esili. Poiché eravamo già in pace, Broqua riprese la sua storia.
"Quando ero un medico di una società, quella mi mandò una volta nello studio una donna umile, ancora giovane, ma ridotta molto male. Dopo due minuti persi in evasioni a causa della sua paura di toccare il soggetto, mi disse che aveva un figlio che soffriva di una strana malattia. Vado oltre il suo modo di dire; non voleva specificare nulla. Sollecitata da me, seppi finalmente che suo figlio di 20 anni odiava le donne, ma andava pazzo per gli abiti. Fin da bambino era così. Sembra che all'età di nove anni sia stato mandato in un laboratorio di sartoria e che lì abbia iniziato la sua perversione. Non era mai stato nemmeno un ragazzo virile, ma tutto il contrario. Aveva una collezione di bambole che vestiva e svestiva. Lui stesso si vestiva da donna. Ritagliava le sagome femminili che vedeva sui giornali e trascorreva ore perse a guardarle. Odiava le donne; gli disgustavano, questa è la parola. Risparmiava tutto il possibile per comprare abiti da donna sottili e ben tagliati. Se non gli bastavano i soldi comprava solo una gonna. Andava a letto con loro, e sta di troppo raccontare le emozioni che proverebbe. Completamente, signora.
La madre non sapeva cosa fare. Era una povera donna timida, che era stata molto infelice con suo marito. Ciò che la spaventava di più di suo figlio era che suo padre era stato lo stesso. Ancora molto giovane, e conducendo una vita molto libera, le era stato chiesto di cercare di ottenere che lo sfortunato essere in questione, poi suo marito, prendesse gusto con lei ai veri piaceri dell'amore; così avrebbe cambiato. In effetti successe così, e la povera ragazza finì per innamorarsi e si sposarono. All'inizio tutto andò bene; ma dopo qualche anno tornò alla sua mania, complicata da attacchi di idiozia e furie orribili. Non c'era giorno in cui non la prendesse a calci. Questo calvario durò un anno, alla fine del quale egli impazzì.
La povera donna, che aveva condotto Dio sa quale vita con il marito, si disperò quando notò che nel figlio si riproducevano le stesse cose del padre. Fino all'adolescenza ebbe speranze, ma si rassegnò a perderle. Non sapevo più cosa fare.
Le consigliai l'unica cosa possibile: che suo figlio avesse rapporti con le donne. Scosse la testa per un po', triste e sconsolata.
"Ci ho pensato", mi rispose, "ma non vuole..."
Siccome insistetti, mi disse, - e questo è ciò che io chiamo abnegazione, signora, grandezza e comprensione dell'amore più grande di ogni onore - mi disse che una notte, disperata per l'angoscia di vedere che suo figlio aveva appena avuto il primo attacco di idiozia, si sforzò di fargli dimenticare che lei era sua madre. Piuttosto, fece tutto il possibile. Un momento, signora. La povera donna non si rendeva conto di tutta la compassione sovrumana che ciò significava. Era morta di dolore, e non voleva affatto che suo figlio fosse quello che era stato il padre. Un altro momento, signora, e ho finito. Non era nemmeno stata discreta nella sua azione, né vi erano gesti di sacrificio. Era soffocata dalla tenerezza e dalla pietà per il suo povero figlio, e non aveva visto nient'altro. Questo è tutto."
La nostra rispettabile amica, che durante la storia di Broqua aveva tentato più volte di interromperlo, si rassegnò finalmente ad ascoltare tutto, offrendo a se stessa, gonfiando il collo indignato, il sacrificio della sua dignità. Concluso Broqua, si alzò lentamente e lo misurò dal basso verso l'alto.
"Ma quello è immondo!" esplose con un disgusto che usciva dal profondo del suo cuore grasso.
"Questo è esattamente ciò che hanno detto le signore della carità, quando sentirono parlare del caso", osservò Broqua inchinandosi. "Mi scusi, signora. Capisco molto bene che vi faccia una cattiva impressione, ma ora vede che sarebbe stato impossibile per la signorina Elena sentire questo."
La signora girò la testa a metà e lo misurò da cima a fondo questa volta:
"Ci mancava solo questa, signore!" e se ne andò, con il busto dignitosamente arcuato in avanti.
L'eminente psicologo continuò con noi ancora per mezz'ora, senza dire una parola. Aveva il desiderio di dire qualcosa, senza dubbio, in difesa delle sue amiche offese; ma il manifesto spirito aggressivo di Broqua, nel raccontare quella storia, conteneva il suo gentile palladianesimo, indegno, inoltre - per le possibili violenze - di un cervello superiore. Se ne andò e rimanemmo da soli fino all'una di notte. Broqua si considerava sufficientemente vendicato ed era calmo. Indubbiamente, si lasciò trasportare un po' e anche io. Ma che diavolo!...
La mattina dopo, molto presto, sbarcarono madre e figlia. Io e Broqua eravamo sul parapetto sdraiati sui nostri gomiti, prendendo il sole. La madre ci vide subito, ma strinse le labbra, con un strappo veloce alla manica di Elena per evitare che ci vedesse. Tuttavia, mentre finalmente si allontanava dal molo, Elena lanció a Broqua un fugace sguardo di curiosità. Mi sembrò dalla sua espressione - Dio mi perdoni - che le avevano raccontato la storia.
More
Less
Translation education
Bachelor's degree - University of Bologna
Experience
Years of experience: 7. Registered at ProZ.com: May 2021.